lunes, 2 de agosto de 2010

memoria histórica

LOS ARTÍCULOS DE “EL POBRECITO HABLADOR
(I: 2007-2008)

Juan Gómez Capuz


MEMORIA HISTÓRICA



La derecha y la izquierda oficiales, sus dos grandes partidos y los medios de comunicación vasallos y serviles han encontrado en la Guerra Civil un nuevo filón para demostrar que ellos, y no los otros, están en posesión de la verdad absoluta. En efecto, siempre enfocan el conflicto fratricida desde una perspectiva claramente maniquea en la que unos –ellos¬– son los buenos buenísimos y otros –los otros, para ser más exactos–– son los malos malísimos, unas bestias carentes de la más mínima condición humana. Unos justifican así su victoria en el conflicto y los otros argumentan que se deben borrar todos los símbolos de la victoria de aquéllos. El espíritu de reconciliación nacional que presidió la Transición parece quedar definitivamente arrumbado. En el fondo, esta nueva actitud ante la Guerra Civil es un mi opinión un síntoma más de la creciente bipolarización maniquea de la sociedad española actual, que por otra parte presume de boquilla de ser tan “tolerante”: hoy en día o se es ateo o católico integrista, o nacionalista español o nacionalista periférico (ambos a ultranza). Los matices intermedios se han perdido, quizá para siempre. Ser centrista se ha convertido hoy en día en un grave insulto en los principales medios de comunicación escritos, orales y audiovisuales (con especial virulencia en la radio, con unos locutores y tertulianos endiosados porque los oímos pero no los podemos ver, como si fueran la mismísima divinidad). Los dos grandes partidos se alejan del centro político a mayor velocidad que las galaxias se alejan unas de otras: lo que en el Cosmos es consecuencia de un Big Bang, aquí en España podría ser la causa.

Unos y otros nos hacen creer que la España de la Guerra Civil fue un paraíso perdido de la polarización y la pureza ideológicas. Unos recuerdan a los pobrecitos asesinados en Paracuellos, otros esgrimen a las manidas Trece Rosas. Son sus héroes, los que murieron por un ideal claro, sin asomo de duda. Pero quizá en aquella España no todo fuera blanco o negro, azul o rojo. Quizá ya hubo disidentes, gente que dudaba, que se sintió traicionada por la férrea dictadura de uno u otro signo. Pero no interesan: son, como diría Al Gore en otro orden de cosas, “una verdad incómoda”. Unos recuerdan que García Lorca fue cobardemente asesinado; los otros, deficitarios en intelectuales, contraargumentan con los asesinatos de Maeztu o Muñoz Seca. Pero pocos tienen interés en recordar hoy en día que Unamuno, en principio entusiasta con el alzamiento, le plantó cara a Millán Astray en la Universidad de Salamanca y fue recluido en un arresto domiciliario hasta su muerte un par de meses después. Pocos quieren recordar, si no fuera por el testimonio de un extranjero, George Orwell en Homenaje a Cataluña, la tremenda caza de brujas a que fue sometido el POUM trotskista en la convulsa Barcelona de 1937: su líder Andreu Nin fue llevado a una checa en Madrid por agentes estalinistas que durante los interrogatorios, según cuentan algunas fuentes, lo despellejaron vivo. Tampoco interesa el testimonio de Orwell, quien fue sometido a un consejo de guerra por negarse a disparar a un soldado franquista que salía desarmado de una letrina, episodio que nos recuerda al del miliciano Miralles salvando la vida del escritor Rafael Sánchez Mazas. No interesan. La izquierda no quiere recordar esas absurdas luchas por la pureza ideológica que siempre la han perseguido. Tampoco sabemos cuántos militares del bando nacional descontentos con Franco murieron en extraños accidentes de aviación, ni las víctimas producidas por las rencillas internas entre carlistas y falangistas. No le interesan a la derecha.

Cada uno cuenta la historia según le va, según lo que le ocurrió a algún ancestro, y por lo visto lo que mola es destacar la pureza ideológica de los implicados en el conflicto. Pero como hemos visto no todos fueron tan seguros, disciplinados y “leales”, y quizá haya muchos más en la memoria de muchas familias. Permitan que les cuente un ejemplo cercano.

Juan Capuz Artiga nació en 1903 en una familia pequeño-burguesa de Valencia. Demasiado indisciplinado para continuar unos estudios académicos, prefirió seguir la tradición menestral y se hizo cargo del taller de carpintería familiar, donde llegó a diseñar muebles vanguardistas para la época. Ello no le impidió continuar por libre su formación cultural: era ávido lector y llegó a acumular más de quinientos libros que he heredado y entre los que se encuentran un Quijote de 1848 (escribo este artículo en el día del libro), la edición original de la Historia de la revolución española de Blasco Ibáñez publicada en París en 1892, casi toda la obra completa de Pío Baroja y Pérez de Ayala, ediciones de las obras de Santa Teresa, Dostoyevski y Rubén Darío, así como la Guía del socialismo de Bernard Shaw y Mi vida de Trotski. También cultivó la amistad con escritores e intelectuales que le firmaron algunos de aquellos libros. Fiel republicano, mantuvo estrechos vínculos con la familia Blasco Ibáñez. Defensor de ideas laicas y progresistas, fue gran amigo del pintor y cartelista Josep Renau, de quien fue padrino en la primera boda civil que se celebró en la Valencia republicana y de quien todavía conservamos algunos recuerdos personales que sobrevivieron al inquisitivo control de los años de posguerra. Aplaudió la llegada de la República como una nueva era de cambio y progreso para España. Pero no tardó en sentirse desencantado. Tenía primas que eran monjas y vio con alarma los estallidos de anticlericalismo y la quema de conventos. Una vez iniciada la Guerra Civil, se sintió cada vez más incómodo en una República dominada por el PCE estalinista. Quiso protestar y se unió a un grupo de personas que quisieron denunciar la dictadura estalinista. Una traición interna les delató. Sometido a un juicio también por traición y atendiendo a su fama, se le concedió la rara venia de retractarse de sus actos. Pero no quiso. Contestó que lo había hecho con los cinco sentidos y que cien años que viviera, cien años que lo volvería a hacer igual. Ante el pelotón de fusilamiento, el republicano y laico Juan Capuz gritó que moría “por Dios y por España”: fue su último testimonio de rebeldía ante una República que lo había traicionado. Tenía 34 años. Dejaba una viuda y una hija de seis años. Fue enterrado en Paterna, donde también reposan miles de republicanos víctimas de la represión franquista. Un par de años más tarde, su viuda (de segundo apellido Miralles, como el miliciano de la novela de Javier cercas: todos somos familia) coincidió con la viuda de un prisionero republicano que acababa de ser represaliado, la cual llevaba de la mano a un niño de corta edad. Cuando aquélla le preguntó de qué bando era su marido muerto hacía un par de años, mi abuela le contestó: “Eso no importa. Lo único que importa es que su hijo no tiene padre y mi hija tampoco tiene padre. Eso es lo único que importa”.

En aquella España gris no todo fue blanco o negro, rojo o azul. Hubo muchos españoles que dudaron, que disintieron, que se sintieron traicionados. Y fueron los primeros en pagarlo con su vida. Pero hoy en día su historia no interesa, porque no encaja con las normas, no se corresponde con el modelo maniqueo oficialista de buenos y malos: son una verdad incómoda. Pero sin su recuerdo difícilmente podremos llegar a construir un panorama real, verdadero y cabal de nuestra memoria histórica.

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