martes, 3 de agosto de 2010

Historia de un autobús

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(III: 2009) "Making Friends" Special Edition

Juan Gómez Capuz



HISTORIA DE UN AUTOBÚS



Hoy les voy a hablar de algo cercano y cotidiano. La línea de autobús que suelo utilizar cuando quiero ir al centro de mi ciudad o a la zona universitaria. Aunque el guarismo que le fue asignado a dicha línea es el 10 (quizá porque su recorrido se asemejaba al que ya hacían las líneas 9 y 11, y el número 10 aún no estaba pillado), lo cierto es que se trata de un cruel ironía del destino, pues –como verán- esta línea de autobús es lo más opuesto a la perfección.

Para empezar, cabría reconsiderar con criterios racionales el trayecto que realiza dicho autobús para cruzar la ciudad de sur a norte. Y digo con “criterios racionales”, porque seguramente quien creó la línea debía de ser un friki entusiasta de los laberintos cretenses y de los jardines versallescos, pues el autobús recorre la ciudad en un interminable zigzag, aventurándose por callejuelas estrechas del centro histórico en las que queda inevitablemente atascado. El resultado es que para ir de una punta a otra de la ciudad invierte prácticamente una hora, tiempo en el cual un modesto tren de cercanías recorrería 70 kilómetros y se saldría de la provincia. Uno de los ejemplos más sangrantes, aunque ahora ha sido abandonado (porque esa era otra, cada dos meses la línea cambiaba su itinerario para confusión de los usuarios) era la odisea (creo que es lícita la analogía homérica) a través de la larga y estrecha calle Bailén. Además, el nombre de la calle era una metáfora perfecta del callejón sin salida en el que se metía el autobús: evocaba diáfanamente el avispero español en el que se metieron las invencibles tropas de Napoleón, en aquella “maldita guerra de España”, como dijo el pequeño gran corso (no el de ahora). Porque uno sabía cuándo entraba el autobús en la calle Bailén, pero nunca sabía cuándo saldría… si es que salía. Entre hoteles, hostales, hostaluchos y pensiones, bazares chinos, chinos con paquetes para los bazares, coches en doble fila y multitud de personas cruzando en rojo para poder llegar a tiempo a la estación de tren, el autobús quedaba eternamente atascado en tan larga travesía. Incluso algún pasajero llegó a comprobar empíricamente que podía bajarse del autobús poco antes de entrar en la calle Bailén, entrar en el sex-shop que está a mitad de la calle (por lo que me han contado), ver una película hasta el final (por si se casan), llegar al otro extremo de la calle y coger el mismo autobús, pero no un autobús de la misma línea, sino el mismo autobús material y concreto del que se había bajado bastantes minutos antes.

Además, también era frecuente que en su ímpetu por cruzar el tiempo récord los zigzagueantes obstáculos de la gincana que constituía su trayecto, el autobús colisionase con otros vehículos menos hábiles. Y entonces el autobusero se ponía en jarras, aparcaba y decía que no se movía hasta que el conductor del otro vehículo accediera a redactar un parte amistoso. Y así nos tenía diez o veinte minutos a todo el pasaje, virtualmente secuestrados y con los móviles sonando como si fuera el fin del mundo.

Pero no todos los aspectos llamativos y esperpénticos del autobús eran achacables al laberíntico trayecto y a las maniobras kamikazes del autobusero . La fauna que poblaba –y puebla- dicho autobús tampoco tenía desperdicio y era un reflejo fiel de la decadencia de nuestra sociedad.

Abundaban en el autobús los jóvenes estudiantes que se desplazaban a la Universidad desde el extrarradio. Como es habitual en nuestros jóvenes, solían ir con pantalones de dos tallas más anchos hechos unos harapos, con rotos y descosidos presuntamente intencionados; los pelos largos y greñudos, llenos de grasa y hormonas y a veces hasta con trenzas rastas; innumerables piercings, hasta el punto de que piensas si el líquido que beben no les saldrá por tantos orificios; el MP3 y los auriculares a toda virolla, a un volumen propio de macrodiscoteca bakaladera, pero que ellos, catatónicos y ausentes del mundo exterior, no percibían como demasiado alto ni se preocupaban porque casi se le reventasen los tímpanos al pasajero que estaba a su lado.

Las nuevas tecnologías también habían hecho su estrago en el colectivo de las amas de casa. Todas ellas iban “armadas” de un móvil de última generación y, dado que dentro del autobús había mucho ruido de fondo y poca cobertura, hablaban a gritos con “la Mari” de todo tipo de intimidades que bien podrían haber aparecido en algún reality vespertino. Y encima se ofendían cuando se daban cuenta de que todo el autobús había escuchado “en abierto” tan inconfesables perversiones.

Otro colectivo en auge eran los inmigrantes. Como el autobús conectaba dos barrios con viviendas de precio asequible (es decir, pisos antiguos sin ascensor), eran muy numerosos en el autobús. El problema de “espacio vital” que siempre aquejaba a nuestro autobús se agravaba cuando entraba la mujer ecuatoriana con un bebé en un supercochecito de niño que tenía más extras y accesorios que el bólido de Fernando Alonso (y al que a veces incluso aventajaba en velocidad y maniobrabilidad) y que por sí sólo ya ocupaba casi medio autobús, a lo que había que sumar un par de niños más de corta edad que intentaban asirse a la mano de su madre. En todo caso, como prueba palpable de la integración de los inmigrantes en nuestra sociedad, podríamos decir que los más jóvenes imitaban la moda grunge, los piercings y los MP3 a toda virolla de nuestros jóvenes, mientras que las madres eran capaces de manejar a la vez con suma habilidad el supercochecito de niño y el móvil de última generación, oye que hisiste, mami, qué bueno que viniste .

Al menos, los hijos de los inmigrantes eran un poco más educados que los nuestros. Porque cuando, sabiendo que el trayecto a Ítaca iba a ser largo y rogabas a los dioses por ello, intentabas echar una cabezadita en el asiento, empezabas a oír sonidos agudos y penetrantes, como si se hubiera colado en el autobús un afilaor con su ancestral silbato o como si estuvieras en medio de una feria. Intentabas dirigir tu mirada hacia el origen de tan asesinas ondas sonoras y veías a un niño español de tres o cuatro años que jugaba con un móvil, una guitarrita o una PSP, artefactos todos que producían tan lacerante sonido. Todo ello ante la más absoluta pasividad de sus padres (como si fueran cascos azules). Hay que ver cómo los padres de hoy consienten que sus hijos malcriados den el coñazo a todos los demás siempre y cuando a ellos los dejen tranquilos. Sólo cuando el estridente sonido se hacía insoportable y la gente empezaba a protestar, los padres se veían obligados a hacerle una tímida recomendación al niño, pero muy tímida, no sea que lo traumatizara.

Ajenos a lo que las ciencias adelantan estaban nuestros mayores, también cada vez más numerosos, que cogían el autobús simplemente para pasearse, como si fuera –y casi lo era- un autobús turístico de los guiris pero más barato, porque ellos iban de trinqui . Lo único que les preocupaba a nuestros mayores, hasta el punto de montar un pollo por ello y amenazar con llamar a los municipales, era que las personas más jóvenes no les dejaran libres los asientos. Y en esto tienen razón, porque por experiencia puedo afirmar que el 90 de los jóvenes y de los extranjeros no ceden el asiento del autobús a nuestros mayores.

Sin duda alguna, la fauna de individuos del autobús “imperfecto” era y es un fiel reflejo de nuestra “imperfecta” sociedad. Y cada día que cojo el 10, los vuelvo a encontrar.

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