viernes, 20 de agosto de 2010

Lost in la Mancha

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(II: 2008)

Juan Gómez Capuz



LOST IN LA MANCHA



Nuestros políticos, refugiados en la torre de marfil de las grandes ciudades, piensan que vivimos en un país muy abierto y tolerante, donde cualquier forma de vida alternativa o distinta a la tradicional es escrupulosamente respetada. Pero, como en otros muchos ámbitos de vida, nuestros políticos se engañan porque desconocen –no quieren conocer- la existencia de una amplia España profunda en la que no sólo las conductas alternativas (“desviadas” las llaman los aborígenes) sino incluso aficiones y formas de vida que en las grandes ciudades estarían bien vistas son objeto del escarnio y maledicencia públicas.

Es como si un visitante europeo en Estados Unidos pensara que las formas de vida de Nueva York son aplicables al resto de ese inmenso país. Porque, al igual que existe una América profunda, un Deep South, anclado en el siglo XIX, también existe todavía una España profunda . Y resulta curioso y revelador que esa España profunda también se encuentre más orientada hacia el sur que hacia el norte de nuestra piel de toro (si exceptuamos la Galicia profunda, que no tiene desperdicio). En efecto, esa España profunda abarcaría Extremadura, Castilla-La Mancha, la Región de Murcia y, por simpatía, toda la franja interior o de poniente de la provincia de Alicante, con sus tres grandes capitales de norte a sur: Villena, Elda y Orihuela. Tan sólo se salvarían algunas grandes ciudades de esa zona, como Murcia capital, donde los aportes de funcionarios y estudiantes han conseguido crear un enclave dotado de la mentalidad propia de la civilización occidental.

Esa España profunda es especialmente visible y virulenta en esa inmensa tierra de nadie formada por el extremo sureste de la Mancha, el altiplano murciano y el interior norte de la provincia de Alicante. Esa tierra de nadie que no es del todo manchega, pero tampoco es murciana ni valenciana. Esas tierras azorinianas donde las súbitas tolvaneras, los inmensos eriales y las cárdenas roquedas reflejan un paisaje eterno e inmutable, como la mentalidad de sus gentes y como las nubes que cubren desde hace siglos la tierra yerma salpicada de vides.

Cuando una persona culta, de ciudad y de litoral, acaba aterrizando en uno de aquellos pueblos que no conocen apenas tierra habitada a treinta kilómetros a la redonda, se da cuenta de que, a efectos prácticos, se encuentra en otro país. La sensación de desarraigo y destierro se acrecienta cuando va comprobando que ninguno de los valores en los que fue educado en su ciudad es compartido por las masas de aborígenes que le rodean, sean alumnos, vecinos o incluso compañeros de trabajo. Uno se siente como Ovidio cuando pasó de repente de la Roma imperial a la oscura Tomi del Mar Negro. Todas sus opciones, aficiones y elecciones son severamente juzgadas como equivocadas. En esos pueblos, ser soltero y tener más de treinta años está peor visto que ser criminal de guerra, por no decir que un hombre soltero es considerado en casi todos los aspectos un menor de edad. Parece la Palestina del siglo I. Si además te dedicas a una profesión tan pública y sometida al escrutinio general como la de profesor, los cotilleos y las murmuraciones sobre ti son interminables. Las relaciones con las aborígenes, cuando tienes ganas de intentarlo o simplemente de hacer una pequeña cala, son de mutua incomprensión: decirle a una zagala, aun cuando sea medianamente instruida, que te gusta escribir y que tienes afición por la música (algo muy habitual en mi tierra) provoca su huida inmediata, no sin que antes se le haya demudado el gesto; si alguna es capaz de aguantar semejante confesión sin huir, te reprochará que esas aficiones son “impropias de un hombre”. Por cierto, que desde entonces me he comido mucho el coco pensando cuáles son, para esta gente, las aficiones “propias de un hombre”: ¿Bricomanía? ¿Jara y sedal? Algunas llegaban a decirme que buscaban "un hombre más tradicional": ¿a quién coño buscaban? ¿a Pedro Picapiedra? ¿al Tío de la Vara? Si las mujeres de estos pueblos pensaban así, ¿cómo pensarían los hombres? No quiero ni imaginármelo, pero el lector urbano puede deducir que en aquellas tierras el rasero por el cual se mide la igualdad entre mujeres y hombres es muy distinto al que tenemos en las ciudades. No exagero cuando afirmo que conocí en aquellas tierras mujeres que eran más machistas que Torrente (bueno, y algunas también se parecían a Torrente en más cosas). Es también muy significativo que la única obra literaria que mis alumnos y alumnas comprendían a la perfección era La casa de Bernarda Alba, aunque se extrañaban de que García Lorca censurara esas costumbres ancestrales.

Por supuesto, como es habitual en esos pueblos, al día siguiente todo el mundo conoce mis extrañas aficiones y soy objeto del escarnio público por parte de todos: algunos alumnos me espetan “maestro, debería usted casarse, aunque con esas aficiones tan raras que tiene lo tendrá muy difícil”, o hacen una colecta para buscarme una mujer; personas a las que apenas conozco me sueltan por la calle lindezas del tipo “¿por qué no te casas?”, como si yo fuera Hugo Chávez.

Para complicar más el asunto, llegan a aquellos pueblos del altiplano murciano numerosos contingentes de inmigrantes procedentes del altiplano andino que comparten con los nativos muchas más cosas que las que ambos colectivos, no muy bien avenidos, son capaces de reconocer: un machismo ancestral, edades de nupcialidad y tasas de natalidad propias de una sociedad agraria preindustrial, nivel cultural ínfimo y aversión por la cultura. Así que cada vez me siento más aislado. Además, en esos pueblos la pirámide social es un pirámide invertida donde primero estos los nativos, luego los inmigrantes (que al menos son numerosos y pueden ayudarse entre ellos, porque los nativos, tan similares en el fondo a ellos, no los pueden ni ver) y finalmente, abajo del todo, los pobres funcionarios desterrados en aquel paraje inhóspito, incomprendidos y siempre señalados con el dedo acusador.

Al final acabas contando los días que te quedan de estar allí, cosa que no habías hecho ni en la mili. Deseas que te envíen a cualquier otro sitio y acabas celebrando el final del destierro, aunque el precio sea un destino en el interior de la provincia de Alicante, donde la historia se repite, aunque sin tanta dureza. Y aún hoy, estando ya muy cerca de mi ciudad, en pueblos huertanos y ribereños donde mis aficiones son bien valoradas y hasta compartidas, no dejan de venirme a la mente, como flashes de una Edad de Hierro, aquel par de años que pasé perdido, inmensamente perdido, moralmente perdido, absolutamente perdido, perdido en la Mancha.

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