martes, 15 de agosto de 2023

Las hermanas freudianas (Ensayo de relato erótico. Un España-Japón en el Día de la Marmota)

 LAS HERMANAS FREUDIANAS
(Ensayo de relato erótico. Un España-Japón en el Día de la Marmota)

Juan Gómez Capuz

Lo mío es de telenovela turca. No hay otra forma de definirlo. Andaba muy hundido este verano, tras la ruptura con Vivianna. Ella llevaba una doble vida: ciudaba niños por el día, pero por la noche subía vídeos a OnlyFans. Yo lo sabía, pero estaba cómodo en la posición de amante tapadera con derecho a roce. Y roce hubo y mucho, sobre todo en la posición de Andrómaca, porque a ella le gustaba controlar la situación. Pero todo empezó a torcerse cuando ella quiso emprender unha relación más “seria” con un hombre posesivo y celoso, según las malas lenguas un narco venido a menos, que la mantenía casi encerrada, aunque ella, incluso hasta las últimas semanas, encontraba al menos un día a la semana para escaparse y venir a verme. Pero al final él descubrió el doble juego de Vivianna (quizá por el chivatazo de su exmarido, también según las malas lenguas un antiguo narco, quien le recomendó que viera los vídeos de una actriz muy parecida a su chica) y decidió cortar con ella por las redes sociales. Aunque parece que ahora han vuelto, porque la cabra tira al monte, un poco en plan Íñigo y Tamara hardcore. De rebote, ella también decidió cortar los vínculos conmigo: quería cortar con aquel pasado tan ingrato y está claro que yo ya no servía como tapadera. Más que de telenovela turca, lo mío con Vivianna recordaba a novelas como 365 Días o Cata y el Duque.

Tras un intento frustrado en la agencia matrimonial Lxxxx, que aún colea de forma moribunda y que me dejó a mí mismo moribundo y con tendencias suicidas, decidí la aproximación a Celia y Elisa, dos hermanas que eran amigas de Vivianna. Se me olvidaba el detalle de que las tres son colombianas. Pues bien, Celia y Elisa han sido mi tabla de salvación hasta la fecha. Al principio fueron un medio, una forma de no perder completamente el contacto con Vivianna, pero con el tiempo se han ido convirtiendo en un fin en sí mismas.


A Celia y Elisa las llamo “las hermanas freudianas” por dos razones (ellas me llaman Teacher, apodo que me sacó Vivianna). La primera, porque eso de estar liado con dos mujeres que son hermanas biológicas tiene algo de freudiano: ya se sabe que la cultura judía ha sido muy dada a mezclar sexo y familia, desde los lejanos tiempos del levirato bíblico hasta los líos de Woody Allen. La segunda, algo más polémica, porque ambas tienen exactamente la misma respuesta sexual (aunque se llevan diez años de diferencia parecen homocigóticas), una respuesta sexual que hubiera entusiasmado al propio Freud: son capaces de tener un orgasmo vaginal y luego otro clitoriano en la misma sesión amatoria (el segundo debido a mis habilidades como catedrático de Lengua). Digamos que me meten dos goles en cada partido: uno de jugada de campo, que cuesta más pero tiene más mérito, y otro de libre directo. O sea, que el partido acaba como un España-Japón, 1-2. Sí, ya sé que la distinción freudiana del orgasmo vaginal como más maduro y el clitoriano como más infantil no se sostiene hoy en día, que es vista como caduca, patriarcal y mil cosas malas más. Siendo hombre, judío y germanohablante, es lógico que Freud no diera ni una en el clavo, aunque si lo miramos con cierta ironía, la idea de que el orgasmo clitoriano es más infantil sigue teniendo cierta validez... porque muchas mujeres lo consiguen hoy en día con un juguete.

Además, antes de embarcarme en este género literario totalmente novedoso para mí, he estado leyendo algunas novelas erótico-románticas escritas en España por mujeres y dirigidas a un público casi exclusivamente femenino. Es lógico el predominio femenino en la novela erótica porque para las mujeres es más excitante lo literario y auditivo (supongo que también se difundirán en formato de audiolibros) mientras que para los hombres es más excitante lo visual (revistas y películas). Aunque no siempre es así. Yo mismo, como soy tan raro (luego lo explicaré), siempre encontré muy excitante la buena literatura erótica: cuando a los 15 años descubrí Fanny Hill de John Cleland y El amante de Lady Chatterley de D.H.Lawrence en traducciones cutres de Bruguera, traté en vano de convencer a mis compañeros de colegio de curas (todos chicos) de las ventajas de la literatura erótica, pero ellos se cerraban en banda argumentando: “esto no excita, si no se ve nada, eres demasiado intelectual”. Es curioso y podría resultar ofensivo tanto para la ideología de género feminazi como para la masculinidad tóxica de extrema derecha, pues ambas pretenden una segregación de sexos mucho mayor que la que hizo el propio franquismo, pero una de las novelas que mejor describen el deseo y placer femeninos fue escrita por un hombre hetero hace casi 100 años: obviamente me refiero a la ya citada novela de D.H.Lawrence. Pero lo que me llama de verdad la atención, y hasta me cabrea, es que en esas novelas tan actuales y presuntamente feministas se sigue perpetuando un modelo heteronormativo y coitocéntrico, donde el hombre objeto es siempre un macho alfa altísimo, empotrador y con un pollón y además con actitud dominadora y de masculinidad altamente tóxica, pero parece que es lo que quieren leer las mujeres de hoy en día (y en el plano internacional es similar, con las 50 sombras de Grey). Hasta las activistas feas de la CUP han claudicado ante un macho alfa con pollón que las ha puesto durante tres años mirando a Cuenca y que luego ha resultado ser un policía nacional infiltrado, que por lo visto las dejaba mucho más satisfechas que los nenazas "aliados" con los que compartían vivienda okupada. En el plano literario español, es lo que ocurre en las novelas (de lectura agradable aunque algo frivolas, vacuas y superficiales, como una versión femenina y cañí de Paulo Coelho) de mi paisana Elísabet Benavent, de manera que cuando llevas muchas páginas ya no sabes si estás leyendo a Beta Coqueta o te has metido en Forocoches. En las novelas de Benavent, versión chulapa de Sex and the City, se glorifican las dimensiones de la anatomía masculina y la inmensa mayoría de los orgasmos femeninos (apenas descritos, por cierto, excepto el primero que tiene Valeria con Víctor) se producen gracias a la penetración. Creo que en la vida real no es así (al menos en un pasaje Valeria reconoce que con Adrián se quedaba a veces a medias); de hecho, con las hermanas freudianas es un exacto fifty fifty: la mitad con penetración y la mitad con cunnilingus. Incluso hay escenas (como el primer polvo tras una larga tensión sexual no resuelta entre Carmen y Borja, donde por cierto Benavent escribe la forma verbal envistió con v) con orgasmo simultáneo y fuegos artificiales. Me choca que las feministas critiquen hasta la saciedad los modelos coitocéntricos y machistas del cine de Hollywood y el cine porno y cuando las mujeres se ponen a escribir novelas eróticas y tienen todo a su favor para poder aportar su visión diferencial del encuentro sexual acaban cayendo en los mismos topicazos: el macho alfa, con vientre de tableta, altísimo, con pollón (ad maiorem gloriam penis), empotrador y que provoca 2-3 orgasmos en las mujeres solo con la bendita penetración. Resulta notoria esa discrepancia entre la ideología oficial feminista que considera a este tipo de macho alfa empotrador y coitocéntrico un modelo caduco y en extinción y las fantasías recurrentes de muchas mujeres actuales que idealizan a ese tipo de hombre y que se reflejan en la chick-lit y en las series derivadas de ellas (como Outlander y Los Bridgerton): creo que el balance es netamente favorable al segundo bando y revela claramente que muchas mujeres aún siguen deseandoese tipo de hombre más tradicional y activo, pero su fidelidad casi nibelunga a las ideas feminazis oficiales (llevadas hasta el extremo por el Ministero de la Verdad, perdón, de Igualdad, que quizá tenga los días contados. Actualización: Yolanda Díaz ha defenestrado por fin a las dos brujas) les lleva a una hipocresía y esquizofrenia flagrante. En ocasiones, en las novelas de Benavent el resultado de 1-2, España-Japón, es celebrado como un éxito notable, como hace Nerea tras su primer encuentro con Daniel. También en la novela de Megan Maxwell Pídeme lo que quieras...y te lo daré los encuentros sexuales apasionados entre Eric y Judith también suelen acabar en un 1-2, con goles de jugada de campo y de libre directo para Judith. Tengo la sensación de que Valeria, Nerea, Lola, Carmen y Judith en el fondo son freudianas. Como las hermanas. Como me gusta mí. También es curioso el tempo narrativo de la primera novela de Valeria: en una autora que no se corta en describir escenas sexuales explícitas y en usar el verbo follar en cada página, sorprende que se demore 100 páginas en alargar el proceso por el que Valeria no se decide del todo a ser infiel a su marido Adrián (con el que tiene una sequía sexual de seis meses) con el macho alfa de Víctor: casi parecen los escrúpulos decimonónicos de Emma Bovary, Ana Ozores y Anna Karérina o las prevenciones de las mujeres cuarentonas retratadas por Cristina Campos en la reciente Historias de mujeres casadas. Aunque hay que reconocer que tras tanta tensión sexual no resuelta, todo estalla en un fin de semana frenético entre Valería y Víctor, brillantemente descrito por Benavent aunque cayendo de nuevo en los topicazos de la penetración como única práctica posible y el orgasmo final simultáneo como guinda del pastel. Un fin de semana de 12 polvos, superando el récord establecido en los años 90 por Antonio David Flores ¿Qué diriamos si esas mismas escenas sexuales las hubiera escrito un hombre hetero? Seguramente lo habrían cancelado y lo hubieran puesto a parir por heteronormativo y coitocéntrico. Mi amigo Carlos Pérez de Ziriza, nada sospechoso de machista, señoro o reaccionario, en un ensayo colectivo llamado Ficciones, las justas, sobre la cultura de la cancelación, llega a plantear que “alguien debería explicar por qué determinadas ostentaciones de la virilidad resultan tan ofensivas mientras que las que hacen lo propio con la femineidad más procaz resultan una muestra de emancipación liberadora” (léase "empoderamiento") como ocurre por ejemplo en las series Autodefensa y Fácil. Y no digamos las novelas de Noemí Casquet como Zorras y sus apariciones televisivas incendiarias, en las que provoca y acosa a Broncano llegando incluso a entregarle el mando a distancia de un vibrador que ella ya lleva estratégicamente colocado (como he dado unas 500 clases de latín, lo diré en esa venerable lengua clásica: intra cunnum) con el objeto de que ella disfrute del placer en vivo y en directo, pero luego resulta que el malo malísimo de la película es Pablo Motos (quien, todo sea dicho, debido a su apellido se pasa de frenada con mucha frecuencia): de nuevo confirma la cita de Pérez de Ziriza acerca de que hoy se permite que las mujeres se pasen de vueltas, y mucho, en los programas de televisión y hagan apología de una procacidad inaudita que es vista como empoderadora, pero en cambio cualquier manifestación de virilidad es duramente condenada. Por cierto, la Casquet (llamándose "casquete" te puedes esperar cualquier cosa de ella) presume de tener más deseo sexual que todos los hombres del mundo mundial juntos, pero luego a la hora de la verdad un solo hombre normalito como yo (y que no levanta un palmo del suelo, ni en vertical ni en horizontal) le gana por goleada en el terreno del poliamor, como ya hemos explicado antes y veremos después. De la misma manera, de las novelas de Valeria se desprende la idea de que la única que folla y se corre en este país es Elísabet Benavent. Yo voy a intentar demostrar en estas páginas que no es así.

De todas formas, no quiero ser tan malo con mi paisana Benavent. Debo reconocer que su escritura, aunque algo superficial, es entretenida y hasta adictiva. Me leí en tiempo récord su primera novela y he enganchado la segunda para ver cuál es el recorrido de la relación puramente física de Valeria con el macho man Víctor. Están muy trabajados los diálogos y sabe alternar las escenas sexualmente explícitas con las dudas y temores que experimentan todas las mujeres cuando se ven atrapadas entre dos relaciones estables, una matrimonial y otra extramatrimonial. El problema es que la autora proyecta en sus personajes femeninos esa aura de superioridad que tiene ella y que nos impide empatizar con Valeria y sus amigas: yo solo lo conseguí al principio de la segunda novela, cuando hace reflexiones más maduras y autocríticas y las cuatro muestran abiertamente sus dudas e inseguridades con sus nuevas relaciones amorosas; de hecho, muchas lectoras femeninas comentan en las redes sociales que nunca llegan a empatizar con Valeria y sus amigas. Aunque muchas veces, por ese tono de superioridad, Benavent quiere dar la impresión de que hoy en día se ha dado la vuelta a la tortilla de tal modo que parece que ahora todas las mujeres sin excepción tienen mucho más deseo sexual que los hombres, también es de agradecer en sus novelas muestras de modestia y realismo, como la sequía sexual de Valeria con Adrián, el hecho de que ella se quedara muchas veces “a medias” con Adrián, el dato sorprendente de que en diez años de matrimonio con Adrián, Valeria apenas ha recibido sexo oral y ahora lo descubre con Víctor (pues mira, en eso las hermanas freudianas ganan por goleada a la liberadísimia Valeria), la constatación de que estimular el punto G con la penetración es algo que sucede pocas veces y que solo consigue una vez con Víctor (de nuevo mi querida Elisa gana por goleada a la liberadísima Valeria en este "punto", como veremos más adelante), la reflexión del principio de la segunda novela acerca de que ella prefiere el contacto personal con Víctor antes que confiar enteramente su vida sexual a un vibrador de conejito que parece sacado de Sex and the City. Y sobre todo la reflexión también situada al principio de la segunda novela acerca de que las mujeres millennials se sienten muy liberadas pero que en el fondo es una falacia porque siguen dependiendo enfermizamente de los hombres en el plano sentimental, una idea que posiblemente esté tomada de la serie Girls de Lena Dunham. En resumidas cuentas, todo lo que describen Benavent, Dunham y Cristina Campos refleja el contraste entre la realidad sentimental de las mujeres actuales y sus propias fantasías sexuales dominadas por un evidente complejo de superioridad. Quizá sean más disparatadas otras novelas de chick-lit, como las de Connie Jett, autora argentina afincada en España (espero que no en Cataluña o Valencia, pues allí su seudónimo literario sería motivo de mofa, que se lo cambie por favor, que parece un mal chiste machista de los 70), que se transmuta en una peluquera choni murciana y salida colada por su novio veterinario al que engaña con un playboy alcohólico. Este último ejemplo demuestra también la irrefrenable tendencia de las mujeres actuales, que en las redes sociales parecen infalibles y perfectas en todo, casi seres de luz, a involucrarse en relaciones altamente tóxicas de las que salen escaldadas y convencidas de que todos los hombres somos igual de malotes. Más o menos lo que retrata, para la generación millennial, Lena Dunham en la serie Girls, que por cierto me gustó mucho porque el enfoque realista, estoico y escéptico de Dunham no es tan diferente del humor judío masculino de Woody Allen o Judd Apatow (de hecho, a Lena la han comparado con Woody y Apatow es el productor y descubridor de Lena). Es también muy interesante el extra del último DVD de la serie titulado “Los chicos de Girls” donde Lena dialoga con los cuatro actores masculinos y se establece un fértil diálogo entre la visión masculina y la femenina. La verdad es que los hombres heteros, después de llevarnos un buen susto al ver cómo en los últimos años las mujeres tomaban las riendas de la ficción literaria y televisiva y contaban sin tapujos sus deseos, fantasías y experiencias, al final nos hemos dado cuenta de que no es para tanto y que en el fondo es positivo que exista una reciprocidad y un feedback de experiencias y deseos entre el hombre y la mujer, y que han sido demasiados siglos en los que la mujer ha tenido que adoptar un papel pasivo que no le corresponde.

En las páginas que sigue se podrá atisbar las ventajas de esa igualdad y reciprocidad en mi relación con la bióloga austrohúngara (un homenaje al maestro Berlanga) Angélica, también amiga de las hermanas freudianas: ella no esconde su deseo hacia mí, es muy activa, le gusta mi culo, siente deseo por el porno visual, me pregunta qué películas porno he visto durante el fin de semana, desea un hombre activo y empotrador (yo resulto patético cuando sobreactúo tratando de cumplir sus fantasías empotradoras, pero ella lo valora y disfruta). A veces me pregunto si en esa relación los papeles de hombre y mujer se han difuminado, si ella encuentra morbo en una cierta inversión de los papeles. Mide 1,70 y me llama Chiquito (peor sería que me llamara Finstro o Pecador). No entiendo qué ve en mí que le pone tanto (para que sirva de ejemplo de body positive): soy bajito, blanquísimo, con tetillas de oficinista (a Angélica le gusta estrujarlas, como ella tiene 105 de pecho le parecen diminutas), bastante vello pectoral y algo de pancheta, sin ropa parezco una mezcla entre Austin Powers, Alfredo Landa e Ignatius Farray. ¿Qué les das, Menelao? Soy lo más opuesto posible a los machos alfa de las novelas previsibles de Elísabet Benavent y la gran mayoría de escritoras chick-lit, aunque por otra parte me siento cercano a los chicos de Girls (sobre todo al novio de Shoshanna). Siempre me he sentido avergonzado de los cuatro vectores de mi yo sexual: me gustan mucho las mujeres, estoy en las antípodas de un macho alfa, tengo una sensibilidad artística exacerbada y, como muchos artistas, tengo una libido bastante alta. Parece que esos cuatro vectores estén condenados a aniquilarse mutuamente, pero como ocurre con las cuatro fuerzas fundamentales de la Física (gravitación, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil), hasta ahora me han permitido funcionar razonablemente bien: he sufrido muchos batacazos (generalmente con mujeres normalitas, sobre todo aborígenes de los pueblos donde he trabajado o bien compañeras de trabajo) pero también he tenido algunos sonados éxitos (generalmente con mujeres espectaculares, como si fueran lobas con un sexto sentido para detectar que un hombre aparentemente tan normal y asexuado tiene ciertos talentos ocultos: como decía El Titi, la que prueba conmigo, repite). Angélica no es la primera ni será la última. Además de mi larga relación con la sexstar Vivianna, aún colea también, cual estrella moribunda, mi larga relación de diez años con la activista LGTBI bisexual Clara, argentina de ascendencia italiana con la que hablo italiano en la intimidad, cara mía (parece que tengo imán para las mujeres bisexuales, porque Vivianna también lo es y de hecho le pirraba involucrarme en tríos con sus amigas). Algo de mí (como decía Camilo Sesto) debe de gustarles, pues además no se cortan en verbalizarlo, como es norma general en las mujeres en los últimos años: en palabras de la sexstar Vivianna, “follas bien, eres cariñoso y tienes una lengua mágica”, “quiero mandanga y mimitos”, además del tópico mil veces repetido de que “nos queremos mucho y no solo por el sexo” (cuánto te añoro, Vivianna: no hi havia dos amants com nosaltres a València); Clara dictamina que “eres cariñoso y caliente” y afirma que mis habilidades orales no solo son superiores a las de cualquier hombre sino también a las de muchas mujeres (conmigo en el pilón, ella llega en dos minutos: end of the match, Teacher, 1 - Satisfyer, 1); Angélica confiesa que cada vez que llega a mi casa, a la mansión Playboy o Playmóbil (tengo muchos madelmanes, geypermanes y playmóbils), llega literalmente “mojada y lubricada”, igual que las hermanas. También me sorprendió que me confesaran otra de mis habilidades sexuales y la primera vez que me lo dijeron me olió a cuerno quemado, quizá por la educación heteropatriarcal que hemos recibido: que acaricio muy bien. Vaya mariconada, pensé al principio, pero enseguida me di cuenta de que era algo muy importante y se ha convertido en una de mis principales armas de seducción. Clara siempre me dijo que le gustaba que la acariciara con mis manos de pianista, aunque añadía a continuación de forma burlesca que eran unas manos "que nunca habían hecho un trabajo físico fuerte", lo cual era la pura verdad. Por cierto, me pasaba una hora acariciando a Clara y de regalo le recitaba poemas de Neruda imitando la voz de Neruda (sobre todo el poema XX, el de "es tan corto el amor y es tan largo olvido", uno de los mejores versos de la literatura universal): es lo que Quintiliano en su Institutio oratoria ya denominabla "declamatio post coitum" y que  también se documenta en algunas aves canoras.

Lo más importante de esas cinco mujeres que han llenado mi vida en los últimos diez años (Clara, Vivianna, Celia, Elisa y Angélica), mucho más allá del placer sexual (que ha sido enorme), ha sido el hecho de sentirme por fin, casi a la vejez, deseado como hombre y comprobar que tengo ciertas cualidades para complacer física y anímicamente a una mujer. Incluso en los dos últimos meses, en el mercado de invierno, he fichado dos jugadoras más: Artemisa, una diosa cazadora que se sabe el Kamasutra como si fuera un Catón (en cada encuentro aprendo una jugada más); y la señora Botero, una MILF colombiana de 45 años megamultiorgásmica (apenas la toco y ya es penalti y gol, parece Luís Figo o Mijatovic hecha mujer; con ella he llegado al España-Malta, pero siendo yo John Bonano; al principio parece su cuerpo un catenaccio, pero poco a poco llega el chorreo de goles) con unas medidas "de escándalo", algo así como 130-100-130: es lo más parecido a la Venus de Willendorf, a la Diosa Madre nutricia que existió antes del heteropatriarcado indoeuropeo (o al menos es lo que dicen los cuentos chinos de ahora). Esto es poliamor: quien lo probó, lo sabe. Lo mío sí es benching y lo demás son cuentos: menudo banquillo. He de reconocer que comprendo perfectamente el cabreo de muchas mujeres de hoy en día por haber negado a la mujer durante muchos siglos su condición de sujeto sexuado y deseante, porque yo he mismo he padecido durante años esa situación, solo que a manos de otras mujeres. Yo siempre reconocí, desde mi primer año en la Facultad, que las mujeres con buen nivel cultural son las más creativas, experimentadoras y gozadoras en cuestiones sexuales (me lo encontré de golpe después de 13 años en un colegio de curas con todos chicos), pero esas mismas mujeres cultas no actúan con reciprocidad: consideran que los hombres cultos, máxime si no tenemos buen físico, somos unos frikis asexuados malísimos en la cama y se burlan constantemente de nosotros; por eso he apreciado tanto que Clara, durante diez años, me haya dicho que los cerebritos y los artistas son los imaginativos y complacientes en la cama.

Es en buena medida la misma sensación que tienen las mujeres maduras de la novela de Cristina Campos Historias de mujeres casadas, de la que haré una breve e inocente crítica: es una novela de fácil lectura pero con un tono constante de vendetta feminazi; donde los personajes masculinos están desdibujados y cargados de defectos para convertirnos en los tontos del pueblo; donde Gabriela es un ser de luz y Germán un tontorrón a pesar de que él tiene un nivel intelectual mucho más alto y ella solo escribe artículos chorras para su revista; donde parece que que la autora ha elegido los peores matrimonios posibles para dejar en mal lugar a los hombres; donde parece que todas las mujeres protagonistas son seres de luz y donde para ser una novela mainstream hay más escenas de sexo explícito que en una película de Rocco Siffredi, pero si lo escribe una mujer es perfecto, es supercool y es empoderamiento, aunque la autora deteste esa palabra; por cierto, después de poner a parir a los hombres, al final SPOILER todas las mujeres de la novela acaban felizmente emparejadas con un hombre y algunas con dos, aunque eso sí no dejan de tocarse a todas horas "el trocito donde se concentra todo el placer", expresión que al cabo de 400 páginas se hace más cansina que el "rosebud" de Ciudadano Kane, y lo digo con segundas: así que la novela de Cristina Campos, más que chick-lit, debería considerarse clit-lit. Está claro que no son freudianas, como las hermanas y como Valeria y sus amigas. Como hemos dicho antes, Freud estaba tan equivocado que ahora ya no se lleva la "envidia de pene" sino la "envidia de clítoris", lo cual hubiera hecho las delicias de Lacan, Foucault, Beauvoir y Hite (no confundir con el arcipreste de Hita, que también era un cachondo). De hecho, la escena sexual explícita más gratuita, sucia y tonta de la novela es cuando presa de un amor apasionado (propio de una adolescente salida, aunque ella tiene 45 años), Gabriela ve a su amante Pablo en un museo o centro cultural y se mete en un lavabo y se autoestimula frenéticamente con el dedito hasta el final feliz (parece una escena tan cutre y de mal gusto que parece sacada de American Pie, de Torrente o de una película de Apatow o los Farrelly, pero si lo hace una mujer es ejemplar y no hay nada que objetar), pues lo único que pretende la Campos es demostrar, en un ejercicio de pura propaganda goebbelsiana, que una mujer puede llegar en un solo minuto al clímax si se toca donde toca (un gran descubrimiento, sobre todo 45 años después del Informe Hite), y que por tanto no tiene un tempo sexual más lento que el hombre y que por supuesto tiene tanto deseo sexual como él (aunque reconozca en otras páginas que Gabriela podía pasarse meses sin sexo, porque por lo visto la sexualidad femenina es una montaña rusa en la que se alternan periodos de mucho deseo con otros de deseo sexual hipoactivo, que es en realidad la principal amenaza de la sexualidad femenina y de la que lo hombres no tenemos en principio culpa; nosotros, como tenemos una sexualidad más simple que el mecanismo de un botijo, se pone a la fresca, se agita y sale el chorrete sin mayor problema, seguimos un ritmo uniforme y no damos esos bandazos; en cambio la sexualidad femenina es como un laberinto minoico o versallesco, de manera que normalmente disfrutan más, porque hay muchos más caminos por los que transitar, pero en bastantes ocasiones no encuentran la salida, léase meta o goal, se agobian, se bloquean y entran en un bucle fatal). Por fin, el 11 de febrero, en el suplemento Babelia de El País, el crítico Jordi Gracia hace una demoledora crítica de esta novela, y en muchos puntos coincide con lo que aquí señalo. Por ejemplo, que Cristina Campos pretende crear un universo de seres de luz, cuasi perfectos, pero al final le sale un retablo de personajes esperpénticos, cuasi almodovarianos: la protagonista, Gabriela, voluble, inconstante, procrastinadora, vaga, que se encapricha de un escritor que es casi la fotocopia de su marido y que se comporta como una rapera urbana tocándose debajo de la braguita a toda hora; Silvia, atrapada en una ambigüedad sexual, insatisfecha con un macho alfa empotrador (el deseo de casi todas menos ella, si vemos las novelas de Maxwell, Benavent y Connie Jett) porque es cien por cien clitoriana, pero no tiene agallas para abandonar a su marido y liarse con Zayra (como de costumbre en estas novelas, es una mujer la que consigue provocar el primer orgasmo en otra mujer, como si todos los hombres fuéramos unos inútiles totales con los dedos o con la lengua, y ya vemos en este relato que no es así); Cósima, personaje de la alta sociedad digno de Berlanga en la trilogía nacional que trama una venganza wagneriana contra su marido pijo yendo a Senegal y trayéndose a un maromo con un pollón de 30 centímetros, "la media del país" según sus vanidosas palabras (presumimos que ella también es clitoriana, pero a quién le amarga un dulce; por cierto, una periodista como se supone que es ella debería documentarse y saber que la media de mayor envergadura del miembro viril es la de Ecuador con 18 cm); y la viejales de Eugenia que se lo monta chachi piruli con su marido durante seis meses y con el fotógrafo los otros seis. También llama la atención el hecho de que Gabriela mata de hambre sexual a su marido Germán y solo le permite un encuentro sexual al mes ("él le mendiga sexo"), pero ella a todas horas no "para de tocarse por debajo de la braguita", en expresión literal de Jordi Gracia en su reseña: me imagino que esta situación es lo que la autora considera ejemplo paradigmático de empoderamiento femenino. Es decir, la historia absurda de cuatro amigas egocéntricas, presuntuosas, engreídas, vanidosas, sobrevaloradas a sí mismas y ultraclitorianas (a su lado Carrie, Valeria y sus respectivas amigas son mujeres "normales"): esas son las sevicias de la sororidad, Dios las crea y ellas se juntan. En suma, que la Campos pretende tender puentes imposibles en Corín Tellado y Megan Maxwell pero naufraga en cada página.

Volviendo al tema Elvis/Loquillo de "mis problemas con las mujeres", durante muchos años, en los pueblos donde estuve y en los institutos donde trabajé, me sentí completamente invisible para las mujeres de cualquier edad y condición (tan solo las más mayores tenían buena opinión de mí, pues quizá atesoro cualidades que hace 40 años me hubieran convertido en un buen partido). Supongo que la mayoría de esas mujeres se montarían la película de que yo era asexuado, virgen, incel o gay. Así que estas cinco mujeres han sido lo único que me ha dado ganas de vivir en estos últimos diez años. Tiempo ha Ana fuese y no hubo nada; quedé roto con la ausencia de Vivianna y Clara siempre ha sido un espíritu libre, pero Celia, Elisa y Angélica me han devuelto de repente la ilusión, mientras que Artemisa y la señora Botero calientan banquillo para el futuro. Pero en este relato quiero centrarme en las dos hermanas freudianas, Celia y Elisa. Si tiene buena acogida, en posteriores entregas hablaré de las demás.

Como hemos dicho, hoy en día, quizá por la imposición de una ideología de género de dictadura clitoriana y la llegada de ciertos juguetes, parece que se haya demonizado el modelo coitocéntrico de toda la vida y que este tenga los días contados. Está claro que hay que ampliar ese modelo, sobre todo con la estimulación oral: el hombre que no sepa hacerlo, más vale que se apunte a un cursillo apresurado. Pero la experiencia real de muchas mujeres y los argumentos recurrrentes de la literatura chick-lit antes mencionada críticamente demuestran que ese modelo coitocéntrico sigue siendo apreciado y deseado. También por las dos hermanas freudianas. Además, en estos últimos meses en que nos hemos quitado las mascarillas, tengo la sensación de que las parejas de hombre y mujer de este país van por la calle más felices y enamoradas que nunca. Quizá los juguetitos clitorianos que tanto pavor nos han dado a los hombres heteros en estos últimos tres años no han conseguido poner la vida sexual patas arriba (véase el artículo de El Mundo "La gran estafa del orgasmo perfecto"), a pesar de la sobreexposición mediática de muchas mujeres en los meses más aciagos de la pandemia con sus mensajitos de “me acaba de llegar el paquete; ahora lo abro y cinco minutos os cuento cómo me ha ido” (supongo que les llegó a través de "Correos"). De hecho, el prestigioso periódico El Mundo Today informaba hace poco de que, según las agencias inmobiliarias, ha habido un auge sin precedentes de alquiler de trasteros por parte de mujeres para guardar todos los juguetes sexuales comprados compulsivamente y a precio de ganga (y muchas veces regalados entre ellas) durante la pandemia. Pero algo no ha acabado de funcionar a la perfección con los juguetitos, a pesar de que todo apuntaba que con semejante ventaja tecnológica estratosférica las mujeres iban a ganarnos por amplísima goleada. Al final todo se ha quedado en un España-Japón, 1-2, y da la impresión de que muchas mujeres (sobre todo las que viven solas con su gato) siguen igual de cabreadas que antes, quizá porque con tanta autoestimulación artificial y cibernética de alta intensidad, aunque se peguen el fiestón a solas, luego cuando se les acaba la batería y están con sus medios tradicionales o con un hombre de carne y hueso se pegan el batacazo padre y ya no sienten nada (un reciente artículo de SModa de El País lleva por título "Mujeres que llegan al orgasmo a solas pero son incapaces de lograrlo en pareja", o sea que no hemos avanzado mucho desde los tiempos de Shere Hite; por eso yo me siento orgulloso de perder 1-2 con las hermanas y otras amantes: aunque siempre pierdo el partido, siempre paso a la siguiente fase, que es lo que cuenta). Quizá con algunas Charos para las que la Santísima Trinidad se reduce al Satisfyer, el Lexatín y su gato funcione ese modelo, pero para la mayoría de las mujeres no. Declaraciones como la ya citada de Valeria de que prefiere tener a su lado a Víctor antes que al Rabbit y los pícaros comentarios de mi querida Angélica, que siempre me comenta que tiene muchos juguetes sexuales (casi todos ellos vibradores penetrativos, porque se confiesa mucho más vaginal que clitoriana, otra sorpresa ultrafreudiana en los tiempos que "corren"; y además tiene gato) pero que prefiere estar conmigo hora y media sin parar, demuestran lo importante que sigue siendo para las mujeres el contacto con un hombre sensible que sepa activar sus puntos gatillo de placer.

Después de leer muchos comentarios y foros de internet (y las declaraciones incendiarias de Camilla Läckberg), uno tenía la sensación de que complacer sexualmente a una mujer era más difícil que desenroscar el nuevo tapón del tetrabrik de Central Lechera Asturiana. Pero si hay deseo (por ambas partes) y ganar de complacer al otro/a, ocurre que en una situación real de aprendizaje afectivo-sexual (como diría la nueva ley educativa), al final todo sale como la seda. Es lo que me ocurre con las hermanas freudianas.

Hoy martes he quedado con Celia. Suele venir hacia las cuatro de la tarde, después de dejar a su hijo se seis años en el cole. Se casó con un hombre de su país, posesivo y farandulero, y la cosa no funcionó. Creo que él fue a por tabaco y no volvió. Ahora se desvive por criar a su hijo. Es muy cocinillas y prepara platos sabrosos para mujeres mayores de su barrio, a las que también atiende y acompaña a pasear. Pero a pesar de haber sufrido un comportamiento tan ingrato por parte de su exmarido, se desvive y se ilusiona cuando encuentra un hombre atento y cariñoso, aunque aún no tiene el cuerpo y el alma para una relación seria y de larga duración. La verdad es que el inicio de su relación conmigo recordaba al “enamoramiento de oídas” y el amor de lohn de los trovadores provenzales y las novelas de caballerías. Vivianna le hablaba tanto de mí que Celia me tenía idealizado. Cuando por fin nos conocimos en persona, Vivianna había entrado en su aciaga relación tóxica y por tanto Celia y yo tuvimos vía libre. Solo llevamos siete meses y apenas nos habremos “visto” 30 veces, pero parece que seamos amantes de toda la vida. Eso sí, su forma de referirse a mí todavía me confunde e inquieta. Casi nunca me llama por ni nombre o de tú. Como Vivianna, siempre tan bromista, me sacó enseguida el apodo de Teacher, ella lo ha adoptado y casi siempre me llama así. Por cierto, cuando hace tres años y medio, justo antes de la pandemia y el confinamiento, mis alumnos de 3º ESO (a los que por azares del destino he seguido dando clase hasta el 2º de Bachillerato de este curso) me sacaron, sobre todo las chicas latinas, el apodo de Teacher, me entró verdadero complejo de Teacher. Era Teacher para todos y todas los que me trataban con asiduidad, casi parecía que la canción de George Michael One More Try resonara constantemente en mi cabeza. Además Celia casi siempre me sigue hablando de usted, como si estuviéramos en una novela del realismo mágico. Solo cuando usa el vocativo Teacher se pasa al .

Celia es pequeñita, más bajita que yo, pero es toda una mujer. Tiene una piel algo más clara de lo habitual en las mujeres latinas, de manera que sus pezones y areolas son grandes y de un rojo intenso que me chifla, y no marrones como las de otras muchas mujeres latinas. Sus pechos son grandes, firmes y duros, nada caídos. Tiene el pelo largo y liso, y unos ojazos grandes y oscuros, levemente achinados, que miran siempre con dulzura. Tiene las caderas anchas y un culo bien puesto y superduro, como el de una garota brasileira. Los dos rasgos físicos que siempre me han atraído más de una mujer han sido los pechos y los ojos y en el caso de Celia me dejan maravillado.

Llega Celia al patio de mi chalet con un cestita, como si fuera una Caperucita latina. Como es tan cocinillas y sabe que vivo solo y cocino menos que los chicos de Big Bang Theory, siempre que viene a verme me trae algún plato sabroso de su tierra. Hoy me ha traído la joya de corona, un tamal valluno delicadamente empacado, todavía humeante y que huele de maravilla a las verduras y a la carne de cerdo y pollo que contiene. Otros días me ha traído arepas y hasta bandeja paisa. No voy a decir que prefiero el tamal a la propia Celia, pero casi: me recuerda a un abogado conocido de mis amigos, que cuando acudía temprano a liarse con una mujer casada cuyo marido acababa de salir a trabajar y ella le preparaba al abogado un opíparo almuerzo, mezcla de breakfast inglés y esmorzaret valenciano, nos confesaba que a veces iba más por el almuerzo que por lo otro.

Cuando entra le sugiero que podríamos comer antes, pero ella me replica que ha comido ya con su hijo y que además viene con cierta “urgencia” y cierta “humedad”. Así que el tamal valluno se queda en la mesa de la cocina. Ni siquiera me deja probar un cachito. Bueno, yo he podido comer también antes, para así poderme tomar la pócima mágica de Astérix y Obélix.

Subimos ya a la habitación, con la cama de matrimonio antigua que heredé de mis padres. Empiezan mis habituales caricias, los besitos en la nuca. Ella siempre acude con trajecitos tradicionales que remarcan su dualidad de niña-mujer. El de hoy es blanco y negro, con una falda plisada. Colocado a su espalda, le voy bajando la chaquetilla mientras sigo prodigando besos y caricias. Cuando llego a los enganches del sostén, procedo a desabrocharlos, pero con la emoción y mi torpeza para las cosas cotidianas, tardo un poco más de la cuenta. Su sostén negro se desliza por su vientre y por fin tengo acceso a sus pechos perfectos. De manera inmediata percibo mediante el sentido del tacto que sus pezones están erguidos y tiesos, sobresaliendo de su amplia areola. La sangre empieza a fluir por el cuerpo de Celia con generosidad y eso siempre es buena señal en una mujer. Ella trata de buscar la reciprocidad y busca con la mano mi paquete. Yo he sido siempre fiel a los calzoncillos blancos Abanderado que se siguen comercializando en los grandes almacenes (si Cristina Campos puede mencionar marcas comerciales en cada página, yo también). Nunca me han gustado los bóxers. Además, los gayumbos blancos de Abanderado me confieren ese aspecto vintage y lo-fi de macho ibérico de 2ª B y españolito medio del landismo que ya he comentado antes y que, por lo visto, sigue resultando muy atractivo para las mujeres latinas. Celia constata mi media erección, lo que los romanos llamaban el modus morcillonis. Tengo poca longitud pero de grosor está bastante bien y para mi sorpresa esa combinación también resulta placentera para las mujeres: ese dato estadístico de que las mujeres prefieren grosor a longitud en un pene parece que tiene cierta base real, quizá porque de ese modo se pueden estimular mejor las paredes vaginales por las que se extienden las raíces del clítoris. En el caso de su hermana Elisa, de la que luego hablaré, esa curiosa combinación de poca longitud y bastante grosor todavía le resulta más placentera, pues parece que desde el minuto uno de partido le doy en la diana del Área 51 conocida como punto G. De hecho, necesito usar siempre los preservativos Durex de Sensitive Suave (antes llamados Contacto Total, ale más marcas comerciales) de 56mm, pues con los de 52mm parece que me pongan una soga al cuello (aunque, claro, luego me sobre un kilómetro de longitud; parafraseando a Churchill, "nunca con tan poco se consiguió tanto"; dicen que Mick Jagger tiene características similares y mira lo que ha  follao ese hombre; parafraseando en este caso a la iluminada de nuestro tiempo, Greta Thunberg, lo mío es small dick energy de la buena). Como decía Woody Allen en Annie Hall, soy uno de esos hombres que curiosamente siente "envidia de pene", sobre todo en los vestuarios masculinos (además soy grower, por si fueran pocos mis "defectos"). Creo que ese contraste se podría explicar con los conceptos lógicos de extensión e intensión: los que tenemos poca extensión debemos compensarlo con mucha intensión, que puede consistir en comprarse coches grandes, invadir países (como Napoleón), tener muchas amantes, hacerlo con mucha frecuencia o estar pensando en ello todo el tiempo. Volviendo al encuentro con Celia, hay dos gomitas preparadas en la mesilla de noche. Finalmente, aunque no llevemos mucho tiempo, Celia ya sabe que al estar circuncidado siento especial placer en el frenillo (tranquilos, no soy humorista judío, pero casi) y por tanto sus caricias van directas a esta parte tan sensible. Unas cuantas caricias bien dirigidas consiguen la erección total: la química de Pfizer (o Teva) y el deseo se han coaligado y han conseguido su objetivo. Por mi parte, empiezo a acariciar el torso pequeño pero perfecto de Celia: un par de chupetones a unos pezones durísimos y unos lengüetazos bien dirigidos a su pubis moreno depilado confirman que ella no necesita muchos más preliminares. Nuestro menú sexual es muy curioso, porque los preliminares nos sirven más bien de postre: el masaje de besos o la lengüita, como dice ella, casi siempre tienen lugar después del coito. Ella ya se siente preparada, pero tiene la costumbre de favorecer la penetración con el gel lubricante Thai Passion de Control, que hace juego con sus bellos ojos achinados. Creo que los geles lubricantes son muy útiles y necesarios para las mujeres de todas las edades y me parece fantástico que se anuncien en televisión. Además, también también ayudan a la penetración cuando el hombre no está al cien por cien de erección.

Así que empieza el encuentro sexual que se puede describir con metáforas del fútbol: a partir de la metáfora básica del gol (recordemos que en inglés goal tiene un sentido más genérico como 'meta' u 'objetivo') he podido ir desenredando las demás, como el ovillo de Ariadna, aunque yo prefiero a Artemisa. Dicen que la primera penetración es la más placentera para ambos y es cierto. Celia emite un gemido ahogado porque sabe que ha comenzado la fiesta. Me gusta hacerlo con lentitud y suavidad, casi a cámara lenta, como si fuera una escena de porno para mujeres. Es un misionero ralentizado, pero la respiración de Celia comienza a acelerarse y sus pechos perfectos se hinchan con los pezones erguidos y salvajes. A ella le gusta moverse mucho al principio, como si estuviéramos luchando; a la tercera vez capté que lo hacía para encontrar el mejor ángulo de penetración posible y disfrutar más, con lo cual ese forcejeo inicial me pone a cien. Llega un momento en que perdemos la noción del tiempo y del espacio, que todo se curva a nuestro alrededor como diría Einstein (que era mucho más cachondo que Tesla). Ella aprovecha para bloquearme con sus piernas, mostrar cierto dominio y hacer que la penetración sea más profunda. Celia ya está entrando en otra dimensión y el éxito está ya asegurado. Es curioso que con una postura tan elemental consigamos tanto placer mutuo y una conexión tan cósmica. En las últimas semanas, he comprobado que se excita todavía más si con mis brazos flexionados le aprieto sus manos como si la estuviera arrestrando o atando al cabezal de la cama, parece que ese rollo 50 sombras de Grey le mola. Ella siempre me confiesa que se lo hago “tan rico y tan dulce” (qué bien suenan esos adjetivos adverbializados del español de América en esos momentos de pasión) que se abandona, se deja llevar y llega al orgasmo en cuestión de 5 o 6 minutos. No sé si también consigo estimularle el punto G con mi pollita pequeña y gruesa, como me ocurre con su hermana Elisa: Celia siempre es muy huidiza a la hora de expresar verbalmente sus goces sexuales, excepto cuando yo le hago la lengüita. En ocasiones también practicamos la postura de la cucharita y la amazona, pero si ella va directa al objetivo y el ángulo de penetración es el adecuado para ella, mantenemos la postura del misionero lento: si hay delantero centro, para qué queremos extremos. No nos gusta salir de nuestra zona de confort: cada encuentro con ella es casi idéntico al anterior, como una liturgia erótica, pero muy gozoso, como un día de la marmota sexy. Siempre consigo que Celia nunca se quede a media salida. No habla mucho durante el acto, pero sus miradas profundas y levemente achinadas y sus amplias sonrisas lo dicen todo.


-Rico, rico.

Primer aviso. Parece que el “rico, rico” sea un mantra típico de las mujeres colombianas. Las primeras veces que lo escuché, me alarmé bastante, ya que al estar con poca sangre en el cerebro (la sangre estaba en otro sitio), llegué a pensar que me había confundido y me había metido en la cama con Arguiñano.

Celia va directa al objetivo. Yo sigo a piñón fijo, con mi ritmo pausado y lento.

-Rico, rico. Ay Teacher, que bien me follas.

Segundo aviso. Esta vez el “rico, rico” me hace pensar en el tamal valluno que me espera en la cocina. Las pupilas achinadas de Celia se dilatan cada vez más.

El volcán colombiano empieza a entrar en erupción, el terremoto se acerca. Sus caderas y sus muslos se empiezan a mover de manera frenética y violenta, como si tuviera el baile de San Vito. Está a punto de nieve. Acelero un poco la penetración y la complemento con caricias, besos y palabras bonitas.  

-Rico, rico, Me corrooooo.

Tercer aviso y definitivo. Las contracciones de Celia son tan fuertes e intensas que prácticamente me expulsa de su vagina. Ya me estoy acostumbrando. En esos momentos le suelto una frase que nunca falla:

-Cuando te corres, te pones mucho más guapa todavía.

Ella gira levemente la cara y esboza un mohín vergonzoso, pero sus pupilas dilatadísimas y su sonrisa de oreja a oreja confirman el terremoto de magnitud 8. Cuando lo contemplas con tanta cercanía, cuando lo sientes incluso tú, no tienes más remedio que reconocer que el orgasmo femenino es muy superior al masculino, en duración, intensidad y timbre, aunque el precio a pagar por las mujeres es que en ocasiones el placer supremo sea más esquivo. En el caso del hombre, solo una estimulación continua e intensa del frenillo puede llevarte a un orgasmo que se pueda acercar un poco al femenino, de ahí el éxito de juguetes sexuales para hombres como el Arc Wave Ion, que suelo utilizar con Angélica, como comentaremos después.


Minuto y resultado: 0-1 al minuto 6 de partido. Vamos bien.

Yo aún sigo empalmado y le pido volver a entrar. Ella se pone un poco más de Thai Passion y me permite la entrada. Siguen cuatro minutos de mete y saca en los que ella también vuelve a disfrutar, pero sabe que le será imposible marcar un segundo gol. Solo una vez llegué a notar en ella las contracciones que anunciaban un segundo orgasmo por penetración, pero por lo visto no había suficiente energía telúrica para desencadenar otro terremoto tan pronto. Aún así, me sorprendió la fuerte intensidad de su medio orgasmo. Yo sigo a lo mío, pues en los últimos tiempos empiezo a notar los achaques de la edad y llegar al clímax me cuesta cada vez más tiempo: eyaculación retardada lo llaman, un síntoma muy claro de la pitopausia. ¿Qué coño hago yo con una mujer 23 años más joven? ¿Es quizás un enamoramiento de la pichula? ¿Quién me iba a decir que a los 25 no me comería un colín con Ana, mi novia virgen vasco-alemana opositora a Registro mezcla de Belinda Carlisle y Björk y que a los 55 me tiraría a media Colombia? Hacia el minuto 11 de partido comienzo a notar mis contracciones, sale el semen en chorros potentes que chocan con el látex y los espermatozoides ven interrumpida su misión de destino en lo universal (como comentaba Woody Allen disfrazado de espermatozoide en Todo lo que quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar). Me produce un placer especial notar que los chorros de semen chocan con el látex en un proceso de flujo y reflujo, percibes mejor el placer de la eyaculación. De hecho, para autoestimularme (como dicen ahora), al estar circuncidado, me gusta rozar el frenillo contra una sábana ya desgastada; me pongo de costado hacia la derecha y parece que podría simular la postura de la cucharita con una Celia, Elisa o Angélica virtuales, como en la película Her; cada roce te lleva a las puertas del orgasmo, pero hay un placer especial en contenerse y volver a reiniciar la jugada, el método del edging; y al final, si consigues mantener el roce directo del frenillo con la sábana hasta el momento mismo del orgasmo, el resultado final es espectacular, casi tan intenso y duradero como un orgasmo femenino, de ahí el éxito de juguetitos como el Arc Wave Ion que comparto con Angélica (de hecho, a la zona del frenillo se le llama ahora "clítoris masculino", en un ejercicio de revancha terminológica antifreudiana, ya que en ambas zonas de placer se concentran los receptores de Pacini, lo cual muestra que algunos hombres podemos ser imaginativos y creativos). Antes tenía que recurrir a métodos más expeditivos, como leer el Tractatus de Wittgenstein mientras me autoestimulaba. En estos últimos meses me cuesta más tiempo llegar al orgasmo, pero al menos reconozco que -tanto solo como acompañado- cuando lo consigo el semen sale con la misma fuerza de siempre (que al fin y al cabo es lo que proporciona placer subjetivo al hombre). Se reestablece el 1-1 en el marcador.

Llega el tiempo del descanso. Los dos estamos agotados y saciados. Nos tumbamos boca arriba e intercambiamos miradas y caricias. Con Vivianna, el agotamiento era tal que en algunas ocasiones llegué a escuchar mis propios ronquidos, lo cual revela un inusual estado catatónico intermedio entre el sueño y la vigilia. De vez en cuando me acaricia el frenillo, pero sabe que necesito bastante tiempo de recuperación. Podríamos aprovechar el tiempo con juguetes, pero Celia no está por la labor. Me confiesa que no tiene ninguno en casa, por miedo a que su hijo lo descubra, aunque no sé si creerla. Con la intelectual y atrevida Angélica la cosa es muy distinta. Siempre que viene a mi casa llega con un Conny, un Dolphin o un Rabbit y yo mientras voy recargando el Arc Wave Ion que tan buen resultado da con los hombres, sobre todo si están  circuncidados: al igual que algunos juguetes femeninos, como el Satisfyer, funciona mediante pulsos de aire que estimulan el frenillo y la parte inferior del glande (como hemos dicho, llamada ahora "clítoris masculino" en un ejercicio de revancha terminológica, aunque científicamente apropiada pues son estructuras biológicamente análogas que presentan los receptores de Pacini, un científico italiano cachondo aunque tuviera apellido de Papa de Roma) y te conduce al clímax en un minuto, aunque no quieras, te lleva por obligación (el Satisfyer también hace lo mismo y por eso algunas sexólogas están cabreadas, pero las usuarias no) y el hombre hetero acaba poniendo los ojitos en blanco, como si fuera una mujer o un gay pasivo (me recuerda al sketch de Martes y Treces de "El algodón no engaña" con Josema, un hombre hetero y señoro, haciendo un impagable papel de maruja orgásmica); en resumidas cuentas, te pega unos meneos que el semen llega a Vladivostok. También apunta buenas maneras ("la semana que viene os lo cuento", como decían las mujeres durante la pandemia) el F1s de Lelo (versión Prototype), que funciona mediante vibración y ondas sónicas (como el Satisfyer y otros, como el propio Sona de Lelo), quizá porque la gurú hispanofrancesa de la marca sueca, Valérie Tasso, es mucho más inteligente, critica el concepto de "empoderamiento", no odia a los hombres y defiende la idea de que hombres y mujeres tenemos derecho a disfrutar sexualmente por igual. Next week has come on a rainy day: probé el fin de semana el F1s de Lelo (versión Prototype) haciendo un alto, un kit-kat erótico-festivo, entre una masiva corrección de exámenes: como suponía, entre otras razones por el precio, ofrece un nivel intermedio entre el magnífico Arc Wave Ion y el pésimo Satisfyer masculino: el F1s te lleva pronto al clímax y este es intenso y sostenuto, como un buen concierto barroco, pero no acabo de ver el efecto mágico de las ondas sónicas, aunque algo se barrunta. En efecto, como apuntábamos, los juguetes masculinos de la marca Satisfyer son un completo desastre: en esa empresa alemana tienen claro que su nicho de mercado es 100% femenino y lo que fabrican para hombres lo hacen con desgana y para cubrir el expediente; el desfase de calidad y eficacia de los juguetes femeninos (buenísimos) y masculinos (chungos) llega al punto de que en las plataformas de venta online hasta las mujeres se quejan de ello, pues compraron el modelo masculino para tratar de equilibrar la situación y como decía una de ellas, "al final nos desilusionamos los dos". Se podría hablar incluso de mala praxis o mala fe, parece que quieran que los hombres nos deprimamos aún más al ver la diferencia de calidad entre los productos de ambos sexos (Lelo es también una marca de lujo con un público casi exclusivamente femenino, pero al menos se esfuerzan en crear productos aceptables para hombres como el F1s y sobre todo para parejas, como los anillos vibradores). Esta claro que hoy en día un hombre hetero es un ser sexuado de cuarta división, después de mujeres, gays y trans. El modelo estrella, el Satisfyer Man Heat Vibration, es un truño sin precedentes, e incluso su único aspecto positivo, su efecto calor, puede llegar a quemar de verdad; hasta un pastel de manzana recién horneado es mucho mejor y más barato. Yo solo lo he utilizado una vez (frente a las 60 del Arc Wave, pobre Vladivostok, espero que no se entere Putin) y si lo conservo es porque da el pego como nave imperial de Star Wars y en un momento de necesidad te puede servir para asar una morcilla de Burgos. Parece que en esta postmoderna Toy League, los hombres heteros sufrimos siempre las injusticias de ese árbitro alemán que favorece descaradamente al equipo rival y que consigue que siempre perdamos, de manera que en una muestra de "impotencia" los hombres heteros acabamos asumiendo el mantra que hizo famoso a Radomir Antic: "equipo ha jugado bien, pero árbitro nos ha perjudicado y por eso hemos perdido partido". Por tanto, no es que los hombres estemos en contra del placer femenino (sobre todo si quien suscribe estas líneas se vanagloria de "perder el encuentro" por 1-2 o 1-3 y hasta por más abultado orgasm average, sobre todo con Clara y doña Botero), como nos reprochan algunas feminazis en sus horrendos pódcast y explícitos foros (como Weloversize, mucho más asqueroso que Forocoches, que ya es decir) y así consiguen echar más sal en nuestra herida. El problema de base es la citada y brutal divergencia de calidad de esa marca alemana para mujeres y hombres, lo cual hace que la mera mención del nombre Satisfyer nos provoque pavor y sudores fríos a los hombres heteros. Y también la mala prensa que tenemos, porque aunque ahora las mujeres dispongan de una abrumadora ventaja biológica y tecnológica y lo hagan con mucha frecuencia y encima presuman de ello en TV y en las redes sociales, el estigma de ser unos pajilleros compulsivos siempre lo tendremos nosotros. Y por si eso fuera poco, ahora resulta que la mitad de los juguetes sexuales que se ofertan para hombres heteros son estimuladores de próstata (algunos con 12 cm de longitud y 3 de diámetro, igual es que los fabrican en Asia oriental y han copiado el estándar local), como si existiera una monumental conspiración LGTBI+ e Illuminati que pretende convertirnos a la larga en homosexuales pasivos: de hecho, en los portales de venta online de juguetes sexuales que desglosan la orientación sexual de los comprador@s, se da la curiosa circunstancia de que esos estimuladores de próstata son comprados mayoritariamente por gays (para que pongan los ojitos en blanco). Tras esta larga digresión (el Heat Vibration me "enciende" los ánimos), vuelvo a Angélica, como ejemplo de mujer (que haberlas haylas, y muchas más de las que parece) que saben valorar a un hombre cariñoso, eficaz y preocupado por el placer femenino. Usamos los juguetes en el tiempo de descanso, después del primer coito. A mí se ocurrió la idea de usar cada uno el suyo en una especie de competición. Incluso me saqué de la manga el nombre, casi de videojuego, de “la carrera de Abbeville”: se trata de un episodio de la Segunda Guerra Mundial, ahora que los tanques alemanes vuelven a estar de moda 80 años después. Durante la batalla de Francia, las columnas panzer motorizadas de Rommel y Guderian se movieron con gran rapidez para poder llegar al mar a Abbeville y así cortar en dos el frente aliado, cosa que consiguieron y que provocó la subsiguiente evacuación de Dunkerque; pero el problema es que estaban tan obsesionados por llegar al mar cuanto antes que no disfrutaron del proceso de una de las mayores hazañas bélicas de la Historia, derrotar al mejor ejército del mundo en apenas diez días. “La carrera de Abbeville” es por tanto una metáfora de que muchas veces con los juguetes sexuales (sobre todo en el caso de las mujeres) estamos tan obsesionados con llegar cuanto antes al orgasmo que no disfrutamos del proceso. De hecho, en nuestros primeros intentos, Angélica y yo usamos la carrera de Abbeville como una competición de rapidez y llegamos empatados a Abbeville, a la petite mort, pero demasiado rápido. Tras varios intentos, nos dimos cuenta de que era mejor hacer caso al poema “Ítaca” de Kavafis, que proclama que es importante que el viaje sea largo, lleno de aventuras y peligros y que puedas volver a Ítaca más sabio que cuando partiste. Así que ahora practicamos “la carrera de Abbeville modo Ítaca”, con cambios de tempo, parones, acelerones, rozando el orgasmo pero sin conseguirlo hasta el final, lo que los enteradillos suelen llamar edging.

Con Celia va pasando el tiempo, y conforme yo voy recobrando nuevas energías pasamos a la segunda fase, al “masaje de besos de labios a labios”, a lo que ella llama la lengüita. Empiezo yo y así gano algunos minutos más del período de refracción. Comienzo a besarla en los labios, a disfrutar de su mirada alegre y levemente achinada. Sigo con el cuello, aunque unas veces le gusta más que otras. Finalmente me poso en sus senos rotundos y devoro con fruición las areolas y pezones de un rojo intenso. Es una delectación morosa en la que invierto tres minutos que se nos hacen eternos: a los hombres nos gustan mucho los pezones femeninos y las mujeres tienen gran sensibilidad erógena en ese punto, así que todos salimos ganando con el juego. Empiezo a explorar la meseta de su vientre, con besitos tiernos en torno a un ombligo que no tiene ningún piercing (los de Angélica, Clara y Vivianna sí lo tienen, parece que es la moda). Sigo bajando y detecto una piel estriada, lejano eco de su embarazo, pero sigue siendo muy natural y sensual. Por fin asoma el pubis y el monte de Venus. Celia tiene el pubis afeitadito, a la brasileña, aunque por doquier despuntan pelitos cortos erizados, como si la rosa tuviera tenues espinas. Le separo la pierna derecha y empiezo a indagar con la lengua en sus labios vaginales, simétricos y perfectos, algo oscuros, con una tonalidad fucsia de chipirón en salsa americana. Ella empieza a proferir los primeros gemidos de una larga serie. Por fin sitúo la lengua en su clítoris y me apresto a hacer honor a mi condición de catedrático de Lengua (entiendo más de marisco que un sindicalista). Enseguida noto un sabor muy agradable, nada salado, sino tibio y dulzón, como de un dulce de leche medio calentado en el microoondas (qué malos somos los hombres, incluso los escritores para describir colores, olores y sabores). Me encanta ese sabor. Los lengüetazos describen movimientos de abajo arriba y también circulares. No sabría definir bien mi técnica. Sé que lo hago por instinto y que siempre consigo el resultado deseado. Es curioso lo que sucede con mi narizota: por una mera cuestión de comodidad, mientras trabajo con la lengua presiono la nariz sobre el monte de Venus de ella y eso me permite mantener una posición relativamente cómoda. Yo pensaba que a ella (y a otras) le podía molestar, pero para mi sorpresa descubrí que le daba aún más placer a Celia. De hecho, dicen que la presión simultánea de clítoris y monte de Venus a modo de pinza puede provocar orgasmos gloriosos en las mujeres. Sigo disfrutando del dulce de leche durante varios minutos, que suelen ser entre 5 y 7, porque Celia es como un reloj para los orgasmos. Lo que me vuelve loco es el crescendo que ella va sintiendo, mayor aún que con la penetración, aunque cuando le pregunto con qué orgasmo ha disfrutado más su respuesta es freudiana y esquiva y nunca me lo aclara, quizá porque no quiere arriesgarse a perder en lo sucesivo ningún plato de ese menú sexual tan sabroso como su tamal. Pero creo que con la lengüita el proceso es mucho más placentero. Hacia el minuto seis comienzo a notar, aún más que con el coito, el inicio del terremoto colombiano: sus caderas y muslos empiezan a temblar descontroladamente, gime sin cesar, dice varias veces “ay, Teacher, que bien lo hases” (como si fuera una canción de Semen Up) y llega el momento glorioso en que arquea su espalda como si estuviera poseída y toda la energía acumulada se libera en un terremoto orgásmico devastador. Yo he aprendido que debo mantener la lengua en funcionamiento hasta que note su arqueo de espalda, pero debo parar poco después para no irritar su clítoris. Cuando a veces le digo que al principio ya ha disfrutado demasiado y que podríamos pasar por alto la lengüita, sus ojos achinados me miran con carita de niña pequeña triste a la que van a dejar sin postre y no tengo más remedio que confesarle que se lo digo en broma. Minuto y resultado: 1-2 al minuto 40, España-Japón conseguido. Así todas las veces. La tarde de la marmota con Celia.

Celia se recupera lentamente de la emoción y se dispone a ser la parte activa. En alguna ocasión hemos probado un 69, pero disponiendo de tiempo nos satisface más hacerlo por turnos, pues uno está totalmente concentrado en hacer gozar y el otro en gozar: nos gusta entregarnos por completo al otro. Dicen que así se lo montan las lesbianas y otra de las ideas sexualmente correctas de la actualidad es que las lesbianas son perfectas en todo y disfrutan mucho más que las heterosexuales, en este mundo al revés que nos ha tocado vivir. Con Vivianna hacía 69 frenéticos y salvajes, pues lo que ella pretendía era acelerar mi período de refracción, provocar otra erección inmediata y llegar al tercer clímax con penetración; en raras ocasiones conseguí hacerle una lengüita hasta el final feliz. Añoro aquellos momentos y ya no tengo el cuerpo para tanta guerra. Así que yo me tumbo boca arriba y Celia, con una sonrisa picarona y las pupilas achinadas aún dilatadas, comienza a darme besitos en la lengua, baja pronto a las tetilllas y sin demorarse mucho llega a la única zona erógena que tenemos los hombres (a no ser que te metas algo por el culete para estimular la próstata, pero como ya he indicado, yo no estoy por la labor, aunque Angélica ya me lo ha tanteado un par de veces, la traviesa). Mi miembro, diminuto en estado de flacidez (soy claramente grower, por si fueran pocos mis “defectos”) parece fuera de combate, pero Celia sabe cómo reanimarlo. Su boca, que también sabe a un dulce de leche recalentado, practica una hábil RCP que poco a poco va llenando los cuerpos cavernosos. A los tres minutos ya está morcillona y a los cinco consigue la erección completa (parece que aún hay sildenafilo en el Torrente sanguíneo). Cuando llegamos a este punto tan deseado, nos vence la tentación de volver a hacer el amor. Celia rasga el segundo Sensitivo Suave y yo empiezo una nueva jugada de ataque aunque sepa que va a ser imposible meter gol y que el 1-2, el España-Japón, va a ser inamovible. Pero para un cincuentón comenzar un segundo asalto a los 20 minutos es todo un chute de autoestima. No suelo durar más de cuatro minutos en esta última jugada y finalmente nos tumbamos reventados pero satisfechos.

Hacia las seis, Celia se va para recoger a su pequeño. Al pasar junto a la cocina, señala su maravilloso tamal y me dice “que lo disfrutes”, a lo que yo respondo que “ya he disfrutado”. Es curiosa esa instintiva asociación entre sexo y comida, que recuerda a una película de Bigas Luna o a la novela Como agua para chocolate de Laura Esquivel (otra muestra de que la combinación de sexo y comida seduce tanto a hombres como mujeres y que en el fondo no somos tan distintos). Esa combinación también funcionaba en el caso de Clara: tras una larguísima y apasionada sesión de sexo, que a veces llegó a terminar como un Albania-España del 93, en un 1-5, Clara me pedía siempre que le abriera una lata de anchoas, supongo que para recuperar, como si fuera una comida isotónica, todas las sales minerales perdidas tras tanto esfuerzo orgásmico. Me sentía un poco como el amante albanés de Susana Fortes. En el futbito soy Maradona y pichichi, pero en el sexo soy John Bonano: me ganan por goleada. Así que mi relación con Clara se podría resumir en “sexo, anchoas y activismo” y con un cameo del presidente Revilla (aunque no sé si da más miedo él o Arguiñano).

El viernes a las cinco de la tarde llega Elisa a mi mansión. Vino un día con esa curiosidad tan femenina, al estar sola en España y oír esos comentarios de su hermana. Ha vuelto varias veces. No suele traer comida porque no es tan cocinillas como su hermana. Elisa tiene 42 años, pero se conserva muy bien. Es bajita, tiene la piel bastante blanca y unos pechos pequeños pero firmes, con uns pezones y areolas muy rojos, algo más claros que los de su hermana. Su pelo es negrísimo, largo y algo rizado, tiene un aire de actriz secundaria de telenovela. Tiene un hijo de 17 años que vive en su país, así que técnicamente es una MILF, lo cual le confiere especial morbo. Está separada desde hace algún tiempo y siempre se lamenta de que su marido no fuera nunca cariñoso con ella, de manera que ella acabó perdiendo el deseo sexual por él, como les sucede a las mujeres maduras de la novela de Cristina Campos. Por eso mismo valora sobremanera la ternura, el cariño y los mimos que le prodigo. Sus besos son profundos y húmedos, con lengua, más sensuales que los de su hermana. Tiene prisa por subir a la habitación. También me confiesa que llega ya mojada, por lo cual los preliminares son relativamente cortos. También es freudiana y disfruta mucho de la penetración. Su vulva es más clara y está más escondida, pero es fácil entrar en ella. También es aficionada al Thai Passion. Parece que las hermanas sean gemelas, hasta homocigóticas. Comenzamos también con un misionero lento y romántico, sazonado por miles de besos húmedos. Como estamos sin pareja, nos gusta montarnos la fantasía de que somos marido y mujer que se reencuentran tras meses de separación, como si fuera una escena de Outlander. Por ello, con ella todo es más lento, pero más sensual. Parece que quisiéramos estar toda la eternidad en esa postura. “Rico, rico”, parece el eslogan de la familia. También me confiesa que con mi polla pequeña y gruesa tengo la habilidad de rozar una zona que para ella es muy sensible, y todo parece indicar que se trata del Área 51 que nunca aparece en los mapas, es decir, el famoso punto G. Valora sobremanera que la penetre con dulzura, porque así el roce en una parte tan sensible es especialmente gozoso y estimulante. En ocasiones solo tarda tres minutos en llegar al climax y me pide disculpas por haber sido tan rápida. Normalmente, a los seis minutos sus piernas comienzan a temblar, mucho más que las de su hermana, en un nuevo terremoto colombiano y lo acompaña de unos gemidos tan intensos que casi parecen de sufrimiento más que de placer supremo. Su orgasmo es bastante más largo y profundo que el de su hermana, quizá porque el epicéntro radica en su mágico punto G: su caso parece confirmar el dato de que las mujeres mejoran con la edad su capacidad orgásmica siempre que la estimulación sea la adecuada, y vaya si es la adecuada. Yo disfruto un montón del espectáculo, siendo a la vez parte activa y voyeur. Una vez recuperada, comprueba que mi erección no ha disminuido y se coloca encima, en la posición de vaquera. Desde que perdí a Vivianna no he vuelto a saborear un placer tan intenso en esa posición, pues con ella podía aguantar hasta quince minutos seguidos. De todos modos, con Elisa me gusta intentarlo para no perder la forma (ahora también lo practico con Artemisa, pues es muy "guerrera" y le gusta dominar). A veces va demasiado rápido y le pido que aminore, tampoco me gusta que se pase mucho tiempo en posición vertical, pero cuando se inclina no siento tanto placer como con Maryanna. No obstante, es una posición muy placentera para ella y en ocasiones se produce el 0-2. Para acortar distancias necesito volver a la posición del misionero lento y tras tanta emoción apenas necesito un par de minutos. Tras la culminación me prodiga caricias de MILF y besos sin fin, un período de refracción que se alarga unos diez minutos. Una vez transcurridos, me pide lengüita, también le gusta. Su vulva y su clítoris están mucho más escondidos, no es tan visible ni tan sabroso como el de su hermana, pero hacerle lengüita a una MILF desatada tras un superorgasmo de punto G tiene su aquel. Tardo algo más de tiempo con ella, quizá porque aún no le he cogido el punto (he estado menos veces con ella que con su hermana y siempre me lo recrimina), pero de nuevo el resultado final es espectacular, con las piernas temblando de placer supremo. Una vez recuperada, se dedica a estimularme a mí, aunque sus habilidades orales no llegan al nivel de su hermana y rara vez hay segundo asalto con ella, de ahí que prefiera las visitas de Celia. Pero no se puede negar que Elisa tiene el encanto especial de las mujeres maduras, que todavía están en sazón y con ganas de dar guerra si encuentran un hombre que sepa activar sus puntos gatillo de placer.

Elisa vino a verme ayer, pues yo quería acabar por fin este relato y tener vívidas y recientes mis sensaciones con ella. Hay que ver hasta qué punto nos sacrificamos los escritores. No sé si lo que he escrito ha sido demasiado explícito, demasiado misógino, demasiado cómico, demasiado grosero o demasiado dulzón o quizá un poco de todo lo anterior. Tengo claro que no he podido, sabido, o más bien, querido colocar de protagonista a una persona interpuesta y lo que he contado suena demasiado personal, está más cerca de La historia de mi vida de Giacomo Casanova que de un relato erótico al uso. Pero parafraseando un comentario que también está de moda estos día, he pretendido ofrecer con tantos detalles (experiencias, posturas, resultados, marcas, etc) estas experiencias sexuales para que por fin me crean de una vez y demostrar que los hombres heteros cultos, blancos, bajitos, tímidos y con poca cosa "también existimos y también follamos" (y de qué manera, pensará el lector o lectora que haya llegado hasta este punto). En  suma, que a pesar de las apariencias, somos seres sexuados. Este relato es sobre todo un acto de autoafirmación. Para "culminar" las metáforas futbolísticas que "salpican" este relato, no sé si me he quedado a media salida. He intentado evitar la crudeza explícita de escritores masculinos como Bret Easton Ellis o Michel Houellebecq y he tratado de acercarme al lirismo sensual y mediterráneo de Manuel Vicent en Son de mar y al lirismo anglosajón mezclado con la precisión quirúrgica de D.H.Lawrence. Y creo que mi forma de describir las experiencias tampoco es tan distinta a las de narradoras femeninas como Elísabet Benavent, Megan Maxwell, Cristina Campos, Julia Quinn o Diana Gabaldón. Forse altro canterà con miglior plectro, como le diría a Clara.