miércoles, 18 de mayo de 2016

El Festival de Eurovisión: ayer y hoy

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"

Juan Gómez Capuz

EL FESTIVAL DE EUROVISIÓN: AYER Y HOY.

A mediados de los setenta, el Festival de Eurovisión constituía un verdadero acontecimiento social. A finales de mayo se reunían las familias para ver ese magno acontecimiento musical. La primera celebración de la que guardo memoria corresponde a una de sus ediciones más destacadas, la de 1974, cuando ganó el cuarteto sueco ABBA.

En este caso fue una especie de celebración vecinal. Nos habíamos instalado en 1973 en el piso nuevo y para reforzar los lazos entre vecinos de rellano, decidimos ver el Festival en el piso doble de mis vecinos de Almería. Estaba claro que ellos tenían más espacio. 

Como el principio del Festival, que siempre se ha celebrado en sábado, coincidía con la hora de la cena, mis vecinos improvisaron una especie de pic-nic en el que cada uno se podía servir de grandes platos de Duralex ahumado y comer en su asiento. Había tortilla de patatas, papas y, cómo no, boquerones y pestiños.

El Festival tenía dos partes bien diferenciadas. Primero las actuaciones musicales. Entonces participaban muy pocos países, comparados con los de ahora. Sólo los países de Europa Occidental, con las exóticas adiciones de Yugoslavia (por su vía independiente al socialismo) e Israel (porque no lo quería nadie o porque se sentía más cerca de Europa que de Asia, malgré tout). Como mucho, 15-18 países. No hacían falta semifinales, como ahora, ni los intocables Big Five que son los pasan siempre a la final porque son los que más dinero ponen (eso es lo que explica que España, en los últimos años, participe en todas las ediciones, malgré tout). La segunda parte era más emocionante. Eran las votaciones, y se suponía que estabas con al alma en un puño, por eso del orgullo patrio: un mal puesto en el Festival era peor encajado que una derrota de la Selección. Las votaciones constituían además un magnífico instrumento educativo, aunque creo que poca gente lo supo aprovechar: aprendías geografía, aprendías a contar de uno a doce en inglés y francés (idiomas oficiales del Festival) y también aprendías el nombre de los países participantes en inglés y francés. Eso sí, yo tardé varios años en descubrir qué país se escondía tras el exótico nombre de Guayómini, que a mí me sonaba a Pitiminí. Al final del Festival existía una especie de colofón, consistente en que el solista o grupo ganador volvía a interpretar la canción, pero sin los nervios del principio y saboreando ahora las mieles del triunfo.

A principios de los setenta, España aún era una potencia en Eurovisión. Quedaban cercanos los triunfos de Massiel en 1968 y de Salomé ex-aequo en 1969. También me quedaba cercana Salomé, pues mi madre, que tenía la carrera de canto, se pasaba el día charrando con ella en la peluquería de un pequeño pueblo de la Vall d´Albaida de donde era originario el padre de la cantante. Cuando yo llegaba a la peluquería (por aquel pueblo, aun siendo muy pequeño, me debajan ir solo a casi todos los sitios), Salomé me acariciaba el pelo, me daba caramelos y decía “ya está aquí el nen” (desde entonces, nunca me han vuelto a llamar “nen”) En años posteriores la representación española había conseguido un digno papel, con un 2º puesto de Karina en 1971, un 4º de Julio Iglesias en 1970 y sobre todo ese 2º puesto con sabor a primero de Mocedades con “Eres tú”, una canción que a veces ha sido definida como demasiado buena como para participar en Eurovisión. Incluso se crearon programas televisivos para elegir al representante español, como el mítico Pasaporte a Dublín, con lo cual los experimentos actuales no son ninguna novedad.

En aquella época, una España a medio camino entre pop y cañí fue capaz de plantarle cara al propio Reino Unido, a Guayómini, nada menos que a la mismísima Invasión Británica. Y eso que Reino Unido enviaba artillería pesada a Eurovisión, como una forma de confirmar su dominio musical en esa época. Lo curioso es que cuando enviaban artistas de primera fila conseguían buenos puestos pero rara vez ganaban, como si el público europeo se resistiera a reconocer ese manifiesto dominio británico, ese Britannia rules Eurovision. Antológica fue la derrota de Cliff Richard frente a Massiel en 1968 y en Londres, algo sólo comparable al gol de Zarra en Brasil '50. Se volvió a estrellar Cliff Richard en 1973 con un 3º puesto y sus amiguetes Shadows se quedaron con un 2º en 1975. La tardía vocalista filial de McCartney, la galesa Mary Hopkin, también se quedó con un 2º puesto en 1970, al igual que los New Seekers en 1972 y el refuerzo de la Commonwealth encarnado en una desconocida Olivia Newton-John se quedó en un 4º puesto en 1974, el año que comentamos. No obstante, Reino Unido obtuvo merecidos triunfos en los años finales de la Invasión Británica, con Sandie Shaw en 1967 y Lulu en 1969 (ex aequo con mi tita Salomé y mucha gente más). Curiosamente, cuando Reino Unido envió a músicos desconocidos con canciones alegres y festivaleras, sí consiguió el triunfo, como ocurrió con Brotherhood of Man en 1976 y Bucks Fizz en 1981, ya en época de la New Wave. En años posteriores, Guayómini perdió fuelle en Eurovisión y ni siquiera el recurso a pesos pesados como unos ancianos Engelbert Humperdinck y Bonnie Tyler pudo hacerle reverdecer viejos laureles. Más o menos como España.

En aquel Festival de 1974 en Brighton, España volvió a apostar por su lado cañí y eligió a Peret con su rumba “Canta y sé feliz”, que no se comió una rosca. Mi padres, que habían estado en Inglaterra en los años 60, casi celebraban con más entusiasmo los puntos de Guayómini (Olivia Newton-John) que los de España, mientras que mis vecinos de Almería tampoco se sentían identificados con la rumba catalana y apostaban por Suecia, porque uno de sus parientes vivía allí. Al final ganó “Waterloo” de ABBA, canción festivalera cantada en inglés, como ya empezaba a ser habitual en los países escandinavos. Y con ese triunfo comenzaba una de las mayores leyendas del pop europeo continental de todos los tiempos.

Aunque nuestra generación no fue tan adicta a Eurovisión como la nuestros padres, el triunfo de ABBA nos enganchó durante un tiempo. Frente a solistas caducos, aburridos y monocordes, ABBA representaba unos aires nuevos, tanto en la música como -por desgracia- en la imagen. Pero nosotros, a los siete años, aún no éramos maduros ni para relacionar esa música con el contexto glam, post-beatle, AOR y pre-disco ni para entusiasmarnos con los ceñidos pantalones azules de Agnetha. Sólo en los años venideros fuimos capaces de disfrutar de los últimos coletazos (con sus magníficos y crepusculares elepés Super Trouper y The Visitors) de aquel grupo mítico del naciente Europop de los 70 que siempre ha tenido la magia de hacernos retroceder en el tiempo. Esa evocación del pasado se tiñe de melancolía al escuchar sus últimas canciones, como “The Winner Takes It All”, “One of Us” y “When All Is Said And Done”, cuyas letras eran un fiel reflejo de cómo los dos matrimonios se desintegraban, manteniendo la creación artística hasta el final, malgré tout, the show must go on, como la orquesta que sigue tocando mientras se hunde el barco. Con el Festival de Eurovisión también descubrí poco después un curioso grupo danés de estilo hair-metal avant la lettre: se llamaba Mabel y practicaba ese hard rock melódico que estaban empezando a hacer los Scorpions y que a principio de los 80 cuajaría en el subgénero glorioso de las power ballads; con el tiempo, el líder, de sobrenombre Mike Tramp, se fue a Estados Unidos, donde formó una banda similar, White Lion, con grandes canciones como “Wait” o “When the Children Cry”.

La expectación familiar con el Festival de Eurovisión se extendió hasta mediados de los años 80. Fue un período irregular, donde alternaron grandes éxitos y sonoros fracasos para España. Destaca el 2º puesto de Betty Missiego en 1979, donde el jurado español se hizo el harakiri al ser los últimos en votar y dar 12 puntos a Israel, que ganó in extremis con “Hallelujah” de Milk & Honey. Un año antes también había ganado Israel con una gran canción festivalera y presagio de World Music que era “A ba ni bi” de Izhar Cohen (quizá el hermano artista del Brian Cohen de la película de los Monty Phyton, que llegó al concurso dispuesto a vengar la injusta muerte de su hermano). En cambio, volvimos a los 0 puntos de los primeros años cuando TVE volvió a apostar por la España más cañí representada por Remedios Amaya en 1983. 

A partir de los años 90 la cosa se desmadró y el Festival de Eurovisión se convirtió en una cantera de estética friki, kitsch, camp y demás adjetivos similares en cursiva. Si habíamos “naufragado” con Remedios Amaya en el 83, los gustos cambiaron (otra vez la World Music) y la apuesta electro-cañí de Azúcar Moreno obtuvo un buen 5º puesto y 96 puntos. Si el heavy metal finlandés había cosechado grandes fracasos como los cero puntos de Tojo y su canción antinuclear “Nuku pommlin” en 1982, los esperpénticos Lordi obtenían el triunfo y 296 puntos en 2006.

A mediados de los 90 los países del Este entraban en el Festival a la vez que asistíamos a la balcanización de Europa. Esto multiplicó el número de países participantes y hoy en día, pese a las semifinales, el número de países presentes en la final oscila entre 24 y 26. Con el tiempo, la mayoría de los países siguió la tendencia iniciada por los nórdicos de cantar en inglés. Se perdió el criterio de “cuius natio, eius lingua”, que pareció inmutable y sagrado durante 40 años. Tan sólo resisten Francia (por la grandeur) y España (por incapacidad manifiesta, aunque en esta edición, para escándalo de muchos, hemos perdido nuestra virginidad anglófona, aunque no nos ha servido de gran cosa; para el próximo año tendremos que hacer una canción sobre los maquis en 1944). Hasta la gran Alemania unificada ha claudicado desde 2006 (estuvo a punto de hacerlo a finales de los 70 cuando se plantearon enviar a uno de sus grupos estrella, Boney M., pero no lo hicieron, no sé sabe si porque no cantaban en directo o porque sólo cantaban en inglés). Pero, en mi opinión, lo más triste de estos últimos quince años del Festival de Eurovisivión ha sido asistir a la decadencia espiritual de tres grandes naciones: Israel, Rusia y Austria. Israel pasó de la World Music y los cardados semíticos de Izhar Cohen a la ambigüedad de la cantante transexual (y quizá descircuncisa) Dana International, con su estribillo medio en español “Viva la vida, viva Victoria, Afrodita” (que poco después copiaría parcialmente Coldplay), y pareció que el velo del Templo se iba a rasgar por segunda vez. La antigua URSS, después de criticar durante años el Festival por burgués, hortera, capitalista, kitsch y filo-gay, va y se convierte en Rusia y nos envía a las t.A.T.u (parece que con Putin no asistiremos a experimentos similares). Pero lo más demoledor ha sido lo de Austria. ¿Dónde está el árbitro de Europa? ¿Qué fue de aquel lema AEIOU, Austria Est Imperari Orbi Universo o Alles Erdreich Ist Österreich Ungetan? La verdad es que se veía venir, puesto que Austria, desde finales del siglo XVIII, ya dio inquietantes muestras de inestabilidad mental: Mozart, Schubert, Sissí, Mahler, Freud, Kafka, Klimt, Hitler, Willy Wilder, Wittgenstein, Popper, Falco, Schwarzenegger... y en 2014 Conchita Wurst, una más que hirsuta cantante transexual de nombre claramente artístico e hiperbólico (lo de Conchita pase, pero Wurst significa salchicha, y de las gordas, en alemán). El Festival de Eurovisión ha acabado con Austria. A lo mejor, lo que ha ocurrido es que el Fetsival de Eurovisión ha caído bajo la égida del "Imperio gay" que con tanta vehemencia denuncia Cañizares (resulta un tanto contradictorio que lo haga alguien que hasta hace poco se teñía el pelo de rubio).

Pero con quien puede acabar en los próximos años el festival es con Australia. "Aceptamos Australia como país europeo", podríamos decir parafraseando la típica frase de un juego de mesa. ¿Qué hace Australia en el Festival, aunque sea como invitado? La verdad es que no es la primera vez que participa un país extraeuropeo: Marruecos lo hizo en calidad de invitado en 1980 y tras la caída del Telón de Acero entraron varias repúblicas ex-soviéticas de Asia Central así como los países del Cáucaso. Además, Australia fue colonizada casi exclusivamente por europeos, sobre todo británicos e irlandeses, y mantiene estrechos vínculos con la monarquía británica, hasta el punto de que los australianos pueden ser nombrados Miembros del Imperio Británico, Sirs y Dames. Incluso una alumna mía de 2º de Bachiller confundió en un examen Asturias con Australia, lo cual demuestra la "europeidad" de las Antípodas. Lo cierto es que la afición de los australianos por el Festival de Eurovisión fue un efecto colateral de la gran fama que siempre ha tenido en este país el grupo sueco ABBA, vencedor de la final que comentábamos al principio y que pude ver en casa de mis vecinos de Almería (alfa y omega de este artículo). Esta abbamanía australiana se ha reflejado en muchos aspectos de la cultura popular de ese país y es elemento esencial de películas como La boda de Muriel. Sólo esperamos que el festival de Eurovisión no acabe con Australia.

domingo, 31 de enero de 2016

El zasca en la palabra (1). ¿Dónde está Breslavia? Exónimos tradicionales, exotismos políticamente correctos, resucitaciones autonómicas y demás parentela

EL ZASCA EN LA PALABRA (1). ¿DÓNDE ESTÁ BRESLAVIA? EXÓNIMOS TRADICIONALES, EXOTISMOS POLÍTICAMENTE CORRECTOS, RESUCITACIONES AUTONÓMICAS Y DEMÁS PARENTELA

Juan Gómez Capuz, Doctor en Filología

¿Dónde está Breslavia? Breslavia está muy lejos. Tan lejos que Ernesto Sevilla, de Muchchada Nui, tendría que gritar a pleno pulmón para que le oyeran desde allí. Tras aplicar un riguroso método cartesiano, he llegado a la conclusión de que Breslavia está en Polonia. Veamos el proceso: el campeonato de balonmano que acaba hoy es el Europeo de Polonia 2016; España (los Hispanos) ha jugado la primera fase en Breslavia; ergo, Breslavia está en Polonia porque de lo contrario no tendría sentido llamarlo "Polonia 2016". El problema es, ¿a qué ciudad concreta responde el exótico, latinizante y arcaizante nombre de Breslavia? A bote pronto, a mí me suena a la Sildavia de la canción de La Unión o a topónimo de El prisionero de Zenda, la típica ciudad de la Europa profunda habitada por una mayoría eslava y una minoría gobernante germanófona. Y lo cierto es que no andaba muy desencaminado, puesto que la exótica Breslavia es la ciudad de Wroclaw, la antigua Breslau prusiana, la histórica capital de Silesia históricamente disputada entre Polonia y Alemania. Quizá lo de Breslavia sea una solución salomónica, para no tener que ir explicando que la ciudad se llama ahora Wroclaw pero durante mucho tiempo se llamó Breslau y que luego te acusen de revisionista. Lo mismo ha sucedido con otras ciudades de su entorno, pues la página de la Wikipedia donde está Breslavia remite a la no menos exótica y rimbombante ciudad de Leópolis, que casi parece de ciencia ficción, del Imperio Bizantino o de novela de caballerías, pero que en realidad corresponde a otra ciudad disputada, la polaca Lvov y la hoy ucraniana Lviv (el término latino tiene cierta lógica, porque los nombres polaco y ucraniano corresponden a una raíz eslava que significa 'león', de ahí Leópolis, “la ciudad del león”).

El problema es que tengo la sensanción de que Breslavia y Leópolis son nombres “viejunos” (como dirían en Muchachada Nui, pero sin gritar), que fueron acuñados en castellano en el siglo XVI, pero desde hace mucho tiempo quedaron en desuso. Basta consultar diversos atlas, tanto actuales como de hace 30 o 50 años, para comprobar que estas formas antiguas no aparecen nunca, y que esas ciudades son mencionadas como Breslau/Wroclaw y Lvov/Lviv, muchas veces con la doble forma que refleja su azaroso destino. ¿De dónde han salido, entonces, estas formas tan antiguas y latinizantes que dormitaban el sueño de los justos? Parece ser que ciertas instancias idiomáticas del castellano, como el Diccionario Panhispánico de Dudas, el DPD de la Asociación de Academias (yo lo llamo el Depende, porque muchas veces da como buenas varias formas para un mismo topónimo o gentilicio con lo cual el profesional que lo consulta no sabe a qué carta quedarse) y sobre todo la Fundéu de la Agencia EFE han apostado fuerte por recuperar los llamados “exónimos tradicionales” del castellano y han “resucitado” estas formas tan antiguas.

Hay que recordar al lector que cuando la recién creada Monarquía Hispánica de los Reyes Católicos se abre al mundo y comienza a dominar Europa, se hace necesario adaptar los topónimos extranjeros a las pautas fonéticas y gráficas del castellano. Hasta aquí todo normal y justificado. El problema del castellano es que, desde sus inicios, tuvo una fonética muy elemental y pobre, un virus inoculado por su vecino el vasco cuando nació en las montañas del norte de Burgos y sur de Cantabria, apenas romanizadas. El vasco, lengua no indoeuropea, siempre fue enemigo de vocales abiertas y neutras (se limitó al a e i o u), de la v labiodental y, sobre todo, de las sibilantes y palatales sonoras (s sonora, fricativa g y africadas dg y dz). El castellano, tocado ya en sus genes, aún conservó dos almas (como el PSOE) y tuvo una norma meridional de Toledo que sí realizaba las sibilantes y palatales sonoras. Pero en el siglo XVI, con el traslado de la corte a Madrid (y por unos años, a Valladolid), la norma norteña seguidora de la fonética vasca triunfó definitivamente y se produjo la llamada “revolución fonológica”, que más bien era una involución. Eso es lo que explica que la fonética del castellano sea tan recia, tan monolítica y tan elemental, que se diferencie tanto de las lenguas de su entorno, incluso las románicas peninsulares (aunque el castellano ha conseguido inocular su virus vasco al gallego y al valenciano apitxat, variedades fuertemente castellanizadas). Eso también explica la proverbial torpeza de los castellanohablantes monolingües a la hora de aprender y hablar otras lenguas. Y todo esto viene a cuento porque creo que también condicionó la fuerte tendencia a castellanizar de manera radical topónimos que sonaban a chino porque contenían fonemas perdidos por el castellano en ese proceso. Con los topónimos alemanes, puestos de moda por la política común de Carlos rey emperador, un belga políglota que se vino de Erasmus a España y se quedó, la castellanización siguió pautas latinizantes y eclesiásticas: Colonia, Baviera, Ratisbona, etc. Eso lo podemos ver en el mítico cuadernillo de resumen de gramática latina del Diccionario Vox Español-Latino (los alumnos de hoy piensan que ese diccionario sirve para traducir la letra de “La gozadera”) que nos salvó el culo muchas veces y que también incluye, a modo de bonus tracks, una lista de las diócesis del mundo mundial (nunca supimos muy bien por qué). También fue habitual adaptar los topónimos alemanes acabados en -au por la forma latinizante en -via: Friburgo de Brisgovia y nuestra querida Breslavia (en latín, Vratislavia), y cuidadín, que el cudernillo del Vox de 1980 sitúa Breslau entre las diocésis de... Alemania. Con los topónimos ingleses, puestos de moda por Catalina de Aragón y un Enrique VIII al que se le empezaba a ir la pinza, las castellanizaciones son radicales y de auténtica risa, prueba de que el inglés nunca se nos ha dado bien: Windsor se convierte en Vindisoro, Falmouth en Falamonte, Jane Seymour en Juana Semua y el ayatolá presbiteriano John Knox, nada menos que en Juan Quenoques (aunque algunas versiones en inglés de topónimos hispánicos también son de risa como Cape Horn por Cabo de Hornos y Key West por Cayo Hueso). Ante tal caos, el castellano empezó a importar formas intermedias acuñadas en francés, como Londres o Moscú, como un mal menor. Algunas castellanizaciones quedaron mejor y aún se usan, como Ana Bolena (de Ann Boleyn), Juan Calvino (de Jean Calvin) y Martín Lutero. Tomo estos datos de la famosa polémica entre Lapesa y Madariaga a mediandos de los 60. Y otra de las consecuencias de esta radical tendencia castellanizadora era su extensión a los antropónimos: como hemos visto en los ejemplos, se instauró la norma, no seguida por ninguna lengua europea de nuestro entorno, de traducir al castellano los nombres de pila de personajes extranjeros. Una norma que se ha mantenido durante siglos y que ha llegado hasta casi anteayer, hasta los años 60, cuando el casticista Madariaga se lamentaba de que John Kennedy no se hubiera adaptado como Juan Quenedio, que casi parece nombre de presentador o humorista. Todavía en los años 40 se hablaba de Adolfo Hitler y José Stalin. Sólo en los años 70 empieza a cambiar la tendencia, no sólo con nombres actuales sino con revisiones de nombres antiguos: el DRAE de 1970 aún hablaba de “Carlos Marx, Federico Engels y sus secuaces”, mientras que el DRAE de 1984 ya habla del “materialismo histórico de Karl Marx y Friedrich Engels”. Los niños del Baby Boom nos criamos leyendo a Julio Verne, mientras que los niños de hoy leen, si es que lo hacen, a Jules Verne, que mola más.

Hoy en día parece haber una política de mayor respeto hacia las formas originales extranjeras, a no ser que dispongamos en castellano de un “exónimo tradicional” plenamente en uso. Incluso el DPD y la Fundéu han claudicado en algunos casos y reconocen que es aceptable la forma alemana Bremen porque el tradicional Brema cayó en desuso, pero a la vez siguen prefiriendo Hesse y Dresde a Hessen y Dresden. La globalización de nuestros días también ha hecho proliferar formas intermedias inglesas (a veces latinizantes) que en ocasiones desplazan sin razón alguna a las tradicionales castellanas, como Bavaria en lugar de Baviera. También complica el asunto la tendencia anticolonialista de algunos países que ahora se llaman de otra manera aunque siguen siendo igual de pobres, como el antiguo Alto Volta convertido en Burkina Faso, Ceilán convertido en Sri Lanka, o Birmania convertido en Myanmar (ninguna fuente normativa se atreve a crear un gentilicio derivado de Burkina Faso, a ver quién es el guapo que lo hace: ¿burkinafasiense?). Por no hablar del pinyin revisionista chino donde Pekín pasa a ser Beijing. Además, hay que añadir el frente interno, ya que muchos topónimos gallegos, vascos, catalanes, valencianos y baleares han recuperado su forma autóctona, en ocasiones sancionada con votaciones parlamentarias, como Girona, Lleida y Ourense. El problema de todos estos cambios no sólo es la dualidad de formas del topónimo, sino la creación de dobletes entre el topónimo extranjero y el gentilicio tradicional castellano, que casi nunca se modifica: al igual que tenemos dobletes latinos/patrimoniales como pecho/pectoral y oreja/auricular, y algunos con topónimo y gentilicio latinizante eclesiástico, como Badajoz/pacense, Huielva/onubense, tenemos ahora dobletes como Bejing/pekinés, Sri Lanka/ceilandés o cingalés, Myanmar/birmano, Girona/gerundense, Lleida/leridano, que pueden ser útiles como preguntas para un concurso, pero que confunden, y mucho, al hispanohablante medio (cuando el Lleida estuvo en primera división, algunos madrileños me preguntaban si Lleida era un pueblo de la provincia de Lérida). Y no sólo al hispanohablante medio, sino también al camionero ruso o rumano que ha de llevar cucurbitáceas y malocotones de Almería al resto de Europa y que, con el caos que esto crea en los mapas de GPS, acaba perdiéndose en un pueblo de La Rioja o en Nueva Suabia, Antártida. 

Por eso, pienso que esta tendencia reciente de volver a exónimos tradicionales que quedaron fuera de uso, como Breslavia y Leópolis, puede acrecentar esta ceremonia de la confusión, sobre todo si formas tan exóticas y viejunas vuelven a aparecer en los GPS.