martes, 3 de agosto de 2010

La música de los setenta

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(I: 2007-2008)

Juan Gómez Capuz


LA MÚSICA DE LOS SETENTA



Para los que entramos en la cuarentena, la música de los setenta conserva el encanto de ser la banda sonora del paraíso perdido de nuestra niñez y primera adolescencia. La música con la que crecimos, de nuestros días de colegio, nuestros primeros bailes y nuestros primeros amores. Somos incapaces de enjuiciar esa música y a sus autores sin el tamiz de nuestras vivencias, y la conservamos mítica en el Olimpo de nuestros recuerdos. Por eso somos tan vulnerables a evocaciones revivalistas, a volver a comprar en cedés la música que hace veinticinco años escuchábamos en negros vinilos y liosas cintas de casete.

Para nosotros la música de los setenta es perfecta, porque sin ella no podríamos rememorar con tanto detalle las minucias de aquellos años en que tanto nosotros como el país íbamos creciendo y abandonando la niñez. Igual que son perfectos los juguetes, alimentos y demás parafernalia de aquella época, cuya sola mención nos dispara –como la magdalena de Proust– los recuerdos de aquel paraíso perdido.

Pero vista desde una perspectiva más neutra y objetiva, ¿es realmente tan perfecta, ideal y glamurosa la música de los setenta? Más bien parece que no, que frente a la década prodigiosa de los sesenta y a la nueva ola y movida de los ochenta, la música de los setenta fue un interregno mediocre y hortera. Se nos hace difícil desmontar nuestros mitos, pero así es la realidad. Procedamos.

El punto más débil de aquella música de los setenta es, quizá, la curiosa cosecha de pop europeo, continental como dirían los ingleses, frente a la hegemonía británica isleña de los sesenta. Ahí encontramos multitud de artistas horterillas que navegaban bajo pabellones de conveniencia y que, en muchos casos, iban o venían al Festival de Eurovisión. Buenos músicos eran ABBA, dos parejas de suecos bergmanianos, una morena y una rubia (como en la zarzuela) y dos chicos modositos que se parecían a Pedro Ruiz y Santiago Segura; aunque muchas veces sus buenas canciones y su buen inglés (en comparación con el de otros) quedaban ahogados por kilos de lentejuelas y zapatos de plataforma, a la vez que sus ímprobos esfuerzos por cantar en español les hacían parecer una familia de guiris perdidos por Benidorm. Mucho más horteras eran Boney M., un grupo de negritos sacados directamente de la baraja de las familias, aunque navegaban bajo pabellón alemán, lo cual resultaba –si cabe– todavía más surrealista. Sus canciones, compuestas por el productor Frank Farian hablaban de los temas y lugares más diversos y parecían la versión funky de la Enciclopedia Álvarez : en ellas se combinaban los latrocinios gallináceos de El Lute con Rasputín y Belfast, y hasta se atrevían con una versión del salmo Super flumina Babylonis . Por si esto fuera poco, se rumoreaba que ni siquiera cantaban ellos mismos, rumor que cobraría más fuerza cuando años después el ínclito Farian se viera envuelto en el fiasco de los Milli Vanilli. También bajo pabellón alemán, o quizá belga, navegaban las Baccara, un par de chachas españolas, las cuales cantaban en un inglés macarrónico que parecía haberse detenido en la lección 8 del Follow Me, repleto de sorries, sirs, ladies, sinners, winners y palabras terminadas en eishon . También bajo diversos pabellones de conveniencia, y cantando en diversos idiomas, navegaba el griego Demis Roussos, el Pavarotti del pop, con su voz agudísima y sus estribillos inefables.

Si hortera era el pop continental, ¿qué decir del español? En nuestro país, tras la crisis de los grupos, vivíamos una fiebre de solistas y gorgoritos: Herrero, Armenteros y Calderón producían como churros canciones clónicas (aunque algunas de ellas brillantes) para mayor gloria de Nino Bravo, Mocedades y otros solistas o grupos. Camilo Sesto y Juan Bau escribían ellos mismos sus propios gorgoritos. Basilio daba la nota de color hablando de unos cisnes y Pablo Abraira se especializaba en canciones que llevaran la conjunción o . Por si fuera poco, entre ellos competían para ir a Eurovisión. Además, nos topábamos a cada paso con multitud de cantautores soporíferos, con aire de funeral, con vestimentas oscuras, sacerdotes de la Transición. Y al final de la década, las canciones de parroquia con gorgoritos de los Pecos, el punk de mercadillo de Ramoncín y los Rolling tanguistas y boludos de Tequila. Y poco más. Y eso que las Baccara no contaban como españolas, aunque en compensación (?) nos trajimos de allende nuestras fronteras los estribillos estivales de Georgie Dann y las canciones de Raffaela Carrà, saturadas de arreglos de timbales que hubieran hecho las delicias de Richard Strauss.

También fue una época de recuperación del pop norteamericano, avasallado en la década prodigiosa por la invasión británica. Pero vaya pop. Salvando algunos grupos de folk-rock como Eagles, el resto era para llorar de lo hortera y cutre que eran. Incluso el Rey, Elvis, volvió, gordo y lleno de lentejuelas, para dar conciertos en Las Vegas. Los cantantes de folk y country parecían la familia Ingalls: la cabeza pensante de Neil Diamond, los guitarrones y los mostachos de Crosby, Stills & Nash (¿eran mejicanos?), las cuidadas barbitas de Kris Kristofferson y Kenny Rogers, las gafitas de John Denver antes de estrellarse con su avioneta, costumbre norteamericana que evocaría Don McLean en su espléndida American Pie, en referencia a Buddy Holly y Ritchie Valens. Aparecía también una hortera música de baile representada por Donna Summer (al principio, bajo pabellón alemán también), los Bee Gees y la pareja John Travolta y Olivia Newton-John. Hacia el final de la década surgieron engendros aún peores, como la familia de negritos llamada Jackson Five (liderada por el benjamín Michael, aún negro también) y, sobre todo, esa esperpéntica mezcla de Action Man, Geyperman y Teletubbies llamada Village People, hirsutos cantantes (¿cantaban ellos?) que pronto se convertirían en iconos gay.

Pero incluso lo más granado del pop británico de los setenta, de los nombres que todavía se conservan con letras de oro en la historia de la música pop, tenía también su lado hortera y muchos autores se veían sumidos en una seria crisis creativa tras los excesos de la década prodigiosa. Es el caso de los cuatro ex-Beatles, desorientados tras la ruptura, embarcados en conciertos benéficos o sumidos en delirios mesiánicos, y que además utilizaban sus mediocres canciones para mandarse recaditos. O los Rolling Stones, los verdaderos Globe Trotters del rock, en cuyo cinco inicial habían sustituido al occiso Brian Jones por Mick Taylor y luego por Ron Wood, el gemelo feo de Rod Stewart, todos ellos en plena crisis creativa y más drogados que un chino en las guerras del opio (o que un ciclista en el Tour). O el propio Rod Stewart, que se añadía cada mes una mecha rubia a modo de trofeo metonímico por cada rubia que conquistaba, y que se esforzaba en cantar a pesar de tener las cuerdas vocales más destrozadas que el Dodge Dart de Carrero Blanco. O Queen, grupo que demostraba que la tierra de nadie entre el heavy metal y el glam rock era la ópera. O Mike Oldfield, en plan Jesucristo Superestar (como en la portada de Ommadawn ), orquestando interminables efluvios mahlerianos hasta que ocho años después se dio cuenta de que lo más comercial era volver a las canciones pop de tres minutos. O Supertramp, con canciones interminables en las que el piano eléctrico, el saxo tenor de Halliwell y el falsete de Hogdson te producían un intenso dolor de cabeza. Por no hablar de los falsetes de los Bee Gees, que parecían sacados de algún serrallo. O las gafotas de Elton John y el cardado de Jeff Lynne, que veía cómo cada disco suponía la huida de uno de sus músicos de la sección de cuerda. O el barbitas progre de Cat Stevens, antes de sufrir el camino de Damasco que le llevaría al fundamentalismo islámico y a apoyar la fatwa contra Salman Rushdie. Y para rematar la década, los Sex Pistols, The Jam y The Clash, desaliñados, con las guitarras desafinadas y las cuerdas medio sueltas.

Pero en el fondo, y a pesar de todo lo expuesto, para nosotros la música de los setenta seguirá idealizada como banda sonora de nuestros recuerdos de la niñez: las sublimes canciones de Nino Bravo, las canciones protesta de una España que despertaba, Elvis aún era el Rey, ex-Beatles y Rolling buscaban un nuevo camino, ABBA era todo glamour, Michael Jackson aún era negro, los Village People aún estaban dentro del armario y, sobre todo, John Travolta y Olivia Newton-John eran nuestra pareja ideal, guapos y delgados. Mejor recordarlos así.

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