martes, 31 de agosto de 2010

El otro botellón del viernes (Historia de una avalancha)

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABALDOR"
(IV : 2010)


Juan Gómez Capuz



EL OTRO BOTELLÓN DEL VIERNES (HISTORIA DE UNA AVALANCHA)

El primer viernes tras acabar 2º de Bachiller, después de celebrar su graduación como Bachilleres y antes de enclaustrarse para preparar la Selectividad, nuestros jóvenes decidieron darse un homenaje y pasar una noche de fiesta. Como entre nuestros jóvenes cada vez prima más ese “pensamiento único” que la publicidad, los medios de comunicación y los políticos (todos ellos dignos herederos de Goebbels) quieren inculcar entre las masas, resulta que todos los jóvenes de la provincia de Valencia decidieron acudir al mismo local, deslumbrados por una apabullante y engañosa campaña de márketin. Obviamente, se trataba de una nueva macrodiscoteca recién estrenada, con nombre de árbol exótico, y que ocupaba un amplísimo espacio con amplias terrazas al aire libre. El aforo del local era amplio, pero entre el overbooking consentido por los organizadores y la picaresca de las entradas falsas, se vendieron 8.000 entradas cuando a lo sumo cabían 4.500 ó 5.000 personas. Ésa fue la causa del desastre.

Lo cuento en primera persona porque mi gran error consistió en acompañarles.

El inicio ya fue bastante lamentable, con un penoso traslado en autobús, de noche, por carreteras comarcales mal iluminadas y, sobre todo con continuas reprimendas por parte de un autobusero alarmado por un humo que cegaba sus ojos y que delataba relajantes efluvios jamaicanos.

A la llegada nos encontramos con cientos de autobuses repletos también de jóvenes. Demasiada gente, pensamos todos. Al principio a mis alumnos no pareció preocuparles, pues su inmediato objetivo, ya consuetudinario, era hacer un macrobotellón en el abandonado polígono industrial que circundaba la macrodiscoteca. Para ello nuestros jóvenes se habían provisto del líquido elemento, a medias refrescante y espirituoso, que consiguieron camuflar como pudieron en el portaequipajes del autobús pese a las protestas del conductor. El botellón transcurrió por sus cauces habituales, mezclando refrescos y alcohol sin demasiada ortodoxia del buen gusto y con un afán por la experimentación de nuevas e inauditas mezclas que superaba el nivel alcanzado en ámbitos similares por Flippy y Ferran Adrià.

Ya más contentitos (o más “a gustito”, como dijo aquél), hacia las dos de la mañana, nuestros jóvenes decidieron que ya era hora de intentar entrar en la macrodiscoteca. Tras recorrer varias manzanas de naves industriales abandonadas, intentando esquivar los restos del botellón colectivo, contemplamos que la cola para acceder al local superaba con creces a cualquier cola del paro en una gran ciudad hoy en día. Apiñados en una masa informe, se encontraban miles (y no exagero) de jóvenes ya pasaditos de alcohol, pastis, THC y sueño. Sólo había un acceso y los guardias de seguridad lo controlaban con mano de hierro (y tampoco exagero): aunque ni lo vi ni lo sufrí, me contaron que estos guardias de seguridad (la policía local ya tenía bastante con controlar el caótico tráfico de los accesos) emprendían de vez en cuando expediciones punitivas (en lenguaje políticamente correcto, “ataques preventivos”) contra esa multitud de jóvenes cada vez más inquietos, blandiendo sus cachiporras para aplacar los ánimos del personal.

Pero el problema más gordo vino poco después, cuando esa masa rebotada y descontenta, con los ánimos ya alterados a base de porros y de porras, decidió entrar por la fuerza en el local a modo de avalancha y poner en práctica lo que Ortega (no el de antes) llamó “la rebelión de las masas”. Nunca había sido protagonista anónimo de una avalancha, ni siquiera en partidos de fútbol o conciertos de rock, y puedo asegurar que es una experiencia que te incita a no repetir jamás. En una avalancha, las teorías del pensamiento único se hacen realidad: el individuo pierde toda su esencia y queda diluido como un eslabón más de una inmensa marea humana sin corazón ni pensamiento; ahora comprendo mucho mejor la psicología del hombre-masa y cómo funcionaban aquellas mastodónticas concentraciones humanas del partido nazi o, a escala menor, las horteras demostraciones pseudogimnásticas del franquismo y el bloque soviético. Cuando te encuentras atrapado en una avalancha que “se mueve”, nada importa tu voluntad sino que te mueves al ritmo de la masa, como en una inmensa y poco preparada coreografía tipo Thriller : tu único afán como individuo es no perder la verticalidad para evitar ser arrollado por la colectividad y conservar un mínimo de aire y espacio vital con un frenético braceo, como el náufrago que chapotea a la desesperada. En pocos segundos adquieres la convicción que sólo siendo un eslabón más de esa masa informe conseguirás salvarte. Al final, la avalancha duró relativamente poco y fue lo suficientemente intensa como para desbordar las defensas de los guardias de seguridad, los cuales no tuvieron más remedio que dejarnos pasar a todos.

Una vez dentro de la macrodiscoteca, con el corazón latiendo muy deprisa y la adrenalina por las nubes, con los brazos doloridos por el enérgico braceo de supervivencia, piensas que te has salvado de una buena. Y encima no era para tanto. La macrodiscoteca, a pesar de ocupar una superficie muy extensa, también se encuentra atestada de gente, con un continuo choque entre los que quieren entrar y los que quieren salir. Ya no hay avalanchas, pero debes seguir teniendo cuidado, sobre todo porque la superficie del local está salpicada (nunca mejor dicho) de pequeños estanques llenos de agua en los que puedes caer si no estás muy atento. La verdad es que la decoración del local era el colmo de lo hortera y el mal gusto, como una versión kitsch de los jardines colgantes de Babilonia mezclada con la mansión de nuevos ricos que aparecía en la película El guateque (pero sin elefante).

Para colmo, la avalancha me había separado de mis alumnos y aunque di mil vueltas, fui incapaz de encontrarles. Y cansado de este trote, salí de él. Cogí un taxi (que me costó un pastón) y volví a casa.

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