martes, 31 de agosto de 2010

Jueces o enriqueces (los super-jueces)

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(IV: 2010)


Juan Gómez Capuz



JUECES O ENRIQUECES
(LOS SUPER-JUECES)

El sistema judicial español, caracterizado por el poder omnímodo de los jueces en detrimento de los jurados populares, los defensores, los fiscales y los diversos cuerpos policiales, amén de la cada vez menor independencia política de estos jueces, constituye un caldo de cultivo propicio para la aparición de jueces-estrella. Estos super-jueces, imbuidos con los super-poderes antes mencionados, aplican su peculiar visión de la las leyes para desconcierto de la opinión pública y, sobre todo, de los pobres ciudadanos implicados en un juicio que además de tardar mucho acaba con una sentencia arbitraria y casi surrealista. Algunos periodistas (colectivo que a veces también cae en paranoias similares) piensan que estos jueces actúan así por afán de notoriedad o para obtener algún tipo de beneficio pecuniario. Quizá la fama y el dinero sean “efectos colaterales” de la labor de estos jueces, pero en mi opinión actúan así en virtud de un motivo mucho más grave y peligroso: actúan por convicción, por principios, porque piensan que están llamados a ejercer una misión salvadora en una sociedad decadente e injusta. Es decir, les mueve la misma motivación que a los superhéroes de los cómics y películas… y a los líderes mesiánicos que convirtieron el siglo XX en un inmenso cementerio. Para que se vea con mayor claridad, pondré dos ejemplos de jueces españoles, muy alejados ideológicamente pero con un similar complejo mesiánico. Y además pondré esos dos ejemplos en particular porque su misión salvadora finalmente ha sido frenada por el Consejo General del Poder Judicial. Creo que a estas alturas del artículo resulta obvio que no me gustan las leyes ni los jueces, que a pesar de ser de Letras la última carrera del mundo que hubiera elegido es la de Derecho. Y por tanto he de reconocer que experimento un placer indescriptible cuando estos superjueces teóricamente invencibles acaban siendo cazados. Como dice el proverbio evangélico, no juzguéis y no seréis juzgados.

El primero de estos superjueces es Fernando Ferrín Calamita, responsable de hasta hace poco de uno de los dos juzgados de familia de Murcia. Se trata de un juez ultraconservador, padre de familia numerosa, cuya “misión salvadora” consistía en denegar la adopción de niños por parte de parejas lesbianas (es decir, que el hijo natural de una las dos mujeres no pudiera ser adoptado por la otra) y obligar a que los hijos de inmigrantes se inscribieran en el registro civil con nombres “cristianos y españoles”. Más aún, en un detallado artículo publicado por El Mundo en junio de 2007 (para que se vea que este periódico también ataca a jueces conservadores… sobre todo si las víctimas son homosexuales o inmigrantes) titulado “En Murcia, familias como Dios manda” nos explica que Ferrín Calamita también presionaba matrimonios que estaban en trámites de divorcio para que no se divorciaran o que en su primer destino detenía a las mujeres que hacían top-less en la playa (Por cierto, los medios ultraconservadores se han escandalizado porque a este juez se le nombrara sólo con el segundo apellido, Calamita, y no con los dos: quizá influya en ello la paronimia de su segundo apellido con cierto sustantivo abstracto del castellano). Otra de las cosas que podemos deducir de este artículo de El Mundo y de mi propia experiencia profesional en la Región de Murcia es que en dicha región el único modelo de familia válida, “como Dios manda”, es la formada por un hombre y una mujer que se han casado por la iglesia antes de cumplir los treinta años, con una prole numerosa (al menos tres hijos) bautizada con nombres (generalmente compuestos) tomados del santoral cristiano. Cualquier otro tipo de unidad familiar o de comportamiento individual está muy mal visto por la sociedad murciana, sobre todo en los pueblos de interior del Altiplano y del Noroeste, donde la vida sigue igual como la pintó Azorín hace 100 años. Alguien podría pensar que se trata de un ataque a colectivos muy concretos, como los homosexuales, las lesbianas y los inmigrantes. Pero mi experiencia personal en aquellas tierras me dice que el problema es mucho más profundo y mucho más grave: se trata del miedo y del odio al que es “diferente”. Y para ser “diferente” no es necesario pertenecer a los tres colectivos antes citados: basta, por ejemplo, con estar divorciado, situación bastante frecuente en la sociedad urbana actual; basta, simplemente, con tener más de treinta años y estar soltero, sobre todo si te encuentras en un pueblo de la Murcia profunda donde la edad media de nupcialidad se sitúa en los 20 años; basta, sencillamente, con tener un nivel cultural estratosféricamente superior al de los gañanes y gañanas que te rodean (uno acababa sintiéndose como el protagonista de la novela La conjura de los necios ); basta, lisa y llanamente, con tener ciertas aficiones, como la literatura y la música, comunes y bien valoradas en otras comunidades autónomas, pero que aquí son juzgadas por las propias mujeres aborígenes como “impropias de un hombre”. Y es obvio que en casi todos esos aspectos yo era “muy diferente” de la gente que me rodeaba y que me veía como poco menos que un extraterrestre, y por tanto se espantaban de que la educación de sus hijos estuviera en manos de una persona tan poco recomendable. En ese yermo contexto, Ferrín Calamita no ha inventado nada sino que, más bien, ha sido el “brazo ejecutor” de unas atávicas costumbres todavía vigentes en su tierra, brazo y costumbres que me alcanzaron de lleno como víctima. Por tanto, como decía Serrat, “entre esos tipos y yo hay algo personal”.

El caso diametralmente opuesto al de Ferrín Calamita ha sido el de Baltasar Garzón, un juez progresista ligado a los inicios de la asociación Jueces para la Democracia . Hay que reconocer que, al principio, lo de Garzón tuvo su gracia. Tuvo gracia cuando dio la espantada del PSOE en los últimos coletazos del felipismo y renunció a su escaño para volver a la carrera judicial. Tuvo mucha más gracia cuando, mediante una serie de carambolas jurídicas, consiguió inmovilizar en Inglaterra durante casi un año al sangriento dictador Pinochet, sometido a un kafkiano arresto domiciliario tan sólo aliviado por las visitas de una chocheante Thatcher. Pero una vez adquirida fama internacional –como ha ocurrido con algunos de nuestros presidentes de Gobierno- parece que se le fue la olla y se dedicó en cuerpo y alma a su labor de superhéroe. Adicto al trabajo (workalcoholic como dicen los americanos), lo mismo instruía sumarios contra ETA, contra el GAL, contra el terrorismo islamista y contra exdictadores de monocolor pelaje. El poco tiempo libre que le quedaba lo dedicaba a dar conferencias millonarias, pues no quería renunciar a su parte del “botín”. Luego vino lo de la Memoria Histórica y el afán por excavar fosas en todos los sitios, como si Víctor Frankenstein hubiera ido a California en plena fiebre del oro. Si le hubieran dejado las manos libres, creo que ahora Garzón trataría de procesar a Woody Allen por “pertenencia a banda musical”, peligrosísimo delito si tenemos en cuenta las numerosas veces que los Rolling Stones y James Brown dieron con sus huesos en la cárcel o el exilio que hubieron de padecer músicos como Kurt Weill o Rostropovich. Pero hace poco, oscuros colectivos que dicen tener las manos limpias han frenado su meteórica carrera. Parece que el superhéroe Garzón ha claudicado y prepara su exilio dorado en los organismos de la Unión Europea, al igual que ha ocurrido siempre con los malos políticos españoles que han escapado por la puerta de atrás de las elecciones europeas.

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