martes, 15 de agosto de 2023

Las hermanas freudianas (Ensayo de relato erótico. Un España-Japón en el Día de la Marmota)

 LAS HERMANAS FREUDIANAS
(Ensayo de relato erótico. Un España-Japón en el Día de la Marmota)

Juan Gómez Capuz

Lo mío es de telenovela turca. No hay otra forma de definirlo. Andaba muy hundido este verano, tras la ruptura con Vivianna. Ella llevaba una doble vida: ciudaba niños por el día, pero por la noche subía vídeos a OnlyFans. Yo lo sabía, pero estaba cómodo en la posición de amante tapadera con derecho a roce. Y roce hubo y mucho, sobre todo en la posición de Andrómaca, porque a ella le gustaba controlar la situación. Pero todo empezó a torcerse cuando ella quiso emprender unha relación más “seria” con un hombre posesivo y celoso, según las malas lenguas un narco venido a menos, que la mantenía casi encerrada, aunque ella, incluso hasta las últimas semanas, encontraba al menos un día a la semana para escaparse y venir a verme. Pero al final él descubrió el doble juego de Vivianna (quizá por el chivatazo de su exmarido, también según las malas lenguas un antiguo narco, quien le recomendó que viera los vídeos de una actriz muy parecida a su chica) y decidió cortar con ella por las redes sociales. Aunque parece que ahora han vuelto, porque la cabra tira al monte, un poco en plan Íñigo y Tamara hardcore. De rebote, ella también decidió cortar los vínculos conmigo: quería cortar con aquel pasado tan ingrato y está claro que yo ya no servía como tapadera. Más que de telenovela turca, lo mío con Vivianna recordaba a novelas como 365 Días o Cata y el Duque.

Tras un intento frustrado en la agencia matrimonial Lxxxx, que aún colea de forma moribunda y que me dejó a mí mismo moribundo y con tendencias suicidas, decidí la aproximación a Celia y Elisa, dos hermanas que eran amigas de Vivianna. Se me olvidaba el detalle de que las tres son colombianas. Pues bien, Celia y Elisa han sido mi tabla de salvación hasta la fecha. Al principio fueron un medio, una forma de no perder completamente el contacto con Vivianna, pero con el tiempo se han ido convirtiendo en un fin en sí mismas.


A Celia y Elisa las llamo “las hermanas freudianas” por dos razones (ellas me llaman Teacher, apodo que me sacó Vivianna). La primera, porque eso de estar liado con dos mujeres que son hermanas biológicas tiene algo de freudiano: ya se sabe que la cultura judía ha sido muy dada a mezclar sexo y familia, desde los lejanos tiempos del levirato bíblico hasta los líos de Woody Allen. La segunda, algo más polémica, porque ambas tienen exactamente la misma respuesta sexual (aunque se llevan diez años de diferencia parecen homocigóticas), una respuesta sexual que hubiera entusiasmado al propio Freud: son capaces de tener un orgasmo vaginal y luego otro clitoriano en la misma sesión amatoria (el segundo debido a mis habilidades como catedrático de Lengua). Digamos que me meten dos goles en cada partido: uno de jugada de campo, que cuesta más pero tiene más mérito, y otro de libre directo. O sea, que el partido acaba como un España-Japón, 1-2. Sí, ya sé que la distinción freudiana del orgasmo vaginal como más maduro y el clitoriano como más infantil no se sostiene hoy en día, que es vista como caduca, patriarcal y mil cosas malas más. Siendo hombre, judío y germanohablante, es lógico que Freud no diera ni una en el clavo, aunque si lo miramos con cierta ironía, la idea de que el orgasmo clitoriano es más infantil sigue teniendo cierta validez... porque muchas mujeres lo consiguen hoy en día con un juguete.

Además, antes de embarcarme en este género literario totalmente novedoso para mí, he estado leyendo algunas novelas erótico-románticas escritas en España por mujeres y dirigidas a un público casi exclusivamente femenino. Es lógico el predominio femenino en la novela erótica porque para las mujeres es más excitante lo literario y auditivo (supongo que también se difundirán en formato de audiolibros) mientras que para los hombres es más excitante lo visual (revistas y películas). Aunque no siempre es así. Yo mismo, como soy tan raro (luego lo explicaré), siempre encontré muy excitante la buena literatura erótica: cuando a los 15 años descubrí Fanny Hill de John Cleland y El amante de Lady Chatterley de D.H.Lawrence en traducciones cutres de Bruguera, traté en vano de convencer a mis compañeros de colegio de curas (todos chicos) de las ventajas de la literatura erótica, pero ellos se cerraban en banda argumentando: “esto no excita, si no se ve nada, eres demasiado intelectual”. Es curioso y podría resultar ofensivo tanto para la ideología de género feminazi como para la masculinidad tóxica de extrema derecha, pues ambas pretenden una segregación de sexos mucho mayor que la que hizo el propio franquismo, pero una de las novelas que mejor describen el deseo y placer femeninos fue escrita por un hombre hetero hace casi 100 años: obviamente me refiero a la ya citada novela de D.H.Lawrence. Pero lo que me llama de verdad la atención, y hasta me cabrea, es que en esas novelas tan actuales y presuntamente feministas se sigue perpetuando un modelo heteronormativo y coitocéntrico, donde el hombre objeto es siempre un macho alfa altísimo, empotrador y con un pollón y además con actitud dominadora y de masculinidad altamente tóxica, pero parece que es lo que quieren leer las mujeres de hoy en día (y en el plano internacional es similar, con las 50 sombras de Grey). Hasta las activistas feas de la CUP han claudicado ante un macho alfa con pollón que las ha puesto durante tres años mirando a Cuenca y que luego ha resultado ser un policía nacional infiltrado, que por lo visto las dejaba mucho más satisfechas que los nenazas "aliados" con los que compartían vivienda okupada. En el plano literario español, es lo que ocurre en las novelas (de lectura agradable aunque algo frivolas, vacuas y superficiales, como una versión femenina y cañí de Paulo Coelho) de mi paisana Elísabet Benavent, de manera que cuando llevas muchas páginas ya no sabes si estás leyendo a Beta Coqueta o te has metido en Forocoches. En las novelas de Benavent, versión chulapa de Sex and the City, se glorifican las dimensiones de la anatomía masculina y la inmensa mayoría de los orgasmos femeninos (apenas descritos, por cierto, excepto el primero que tiene Valeria con Víctor) se producen gracias a la penetración. Creo que en la vida real no es así (al menos en un pasaje Valeria reconoce que con Adrián se quedaba a veces a medias); de hecho, con las hermanas freudianas es un exacto fifty fifty: la mitad con penetración y la mitad con cunnilingus. Incluso hay escenas (como el primer polvo tras una larga tensión sexual no resuelta entre Carmen y Borja, donde por cierto Benavent escribe la forma verbal envistió con v) con orgasmo simultáneo y fuegos artificiales. Me choca que las feministas critiquen hasta la saciedad los modelos coitocéntricos y machistas del cine de Hollywood y el cine porno y cuando las mujeres se ponen a escribir novelas eróticas y tienen todo a su favor para poder aportar su visión diferencial del encuentro sexual acaban cayendo en los mismos topicazos: el macho alfa, con vientre de tableta, altísimo, con pollón (ad maiorem gloriam penis), empotrador y que provoca 2-3 orgasmos en las mujeres solo con la bendita penetración. Resulta notoria esa discrepancia entre la ideología oficial feminista que considera a este tipo de macho alfa empotrador y coitocéntrico un modelo caduco y en extinción y las fantasías recurrentes de muchas mujeres actuales que idealizan a ese tipo de hombre y que se reflejan en la chick-lit y en las series derivadas de ellas (como Outlander y Los Bridgerton): creo que el balance es netamente favorable al segundo bando y revela claramente que muchas mujeres aún siguen deseandoese tipo de hombre más tradicional y activo, pero su fidelidad casi nibelunga a las ideas feminazis oficiales (llevadas hasta el extremo por el Ministero de la Verdad, perdón, de Igualdad, que quizá tenga los días contados. Actualización: Yolanda Díaz ha defenestrado por fin a las dos brujas) les lleva a una hipocresía y esquizofrenia flagrante. En ocasiones, en las novelas de Benavent el resultado de 1-2, España-Japón, es celebrado como un éxito notable, como hace Nerea tras su primer encuentro con Daniel. También en la novela de Megan Maxwell Pídeme lo que quieras...y te lo daré los encuentros sexuales apasionados entre Eric y Judith también suelen acabar en un 1-2, con goles de jugada de campo y de libre directo para Judith. Tengo la sensación de que Valeria, Nerea, Lola, Carmen y Judith en el fondo son freudianas. Como las hermanas. Como me gusta mí. También es curioso el tempo narrativo de la primera novela de Valeria: en una autora que no se corta en describir escenas sexuales explícitas y en usar el verbo follar en cada página, sorprende que se demore 100 páginas en alargar el proceso por el que Valeria no se decide del todo a ser infiel a su marido Adrián (con el que tiene una sequía sexual de seis meses) con el macho alfa de Víctor: casi parecen los escrúpulos decimonónicos de Emma Bovary, Ana Ozores y Anna Karérina o las prevenciones de las mujeres cuarentonas retratadas por Cristina Campos en la reciente Historias de mujeres casadas. Aunque hay que reconocer que tras tanta tensión sexual no resuelta, todo estalla en un fin de semana frenético entre Valería y Víctor, brillantemente descrito por Benavent aunque cayendo de nuevo en los topicazos de la penetración como única práctica posible y el orgasmo final simultáneo como guinda del pastel. Un fin de semana de 12 polvos, superando el récord establecido en los años 90 por Antonio David Flores ¿Qué diriamos si esas mismas escenas sexuales las hubiera escrito un hombre hetero? Seguramente lo habrían cancelado y lo hubieran puesto a parir por heteronormativo y coitocéntrico. Mi amigo Carlos Pérez de Ziriza, nada sospechoso de machista, señoro o reaccionario, en un ensayo colectivo llamado Ficciones, las justas, sobre la cultura de la cancelación, llega a plantear que “alguien debería explicar por qué determinadas ostentaciones de la virilidad resultan tan ofensivas mientras que las que hacen lo propio con la femineidad más procaz resultan una muestra de emancipación liberadora” (léase "empoderamiento") como ocurre por ejemplo en las series Autodefensa y Fácil. Y no digamos las novelas de Noemí Casquet como Zorras y sus apariciones televisivas incendiarias, en las que provoca y acosa a Broncano llegando incluso a entregarle el mando a distancia de un vibrador que ella ya lleva estratégicamente colocado (como he dado unas 500 clases de latín, lo diré en esa venerable lengua clásica: intra cunnum) con el objeto de que ella disfrute del placer en vivo y en directo, pero luego resulta que el malo malísimo de la película es Pablo Motos (quien, todo sea dicho, debido a su apellido se pasa de frenada con mucha frecuencia): de nuevo confirma la cita de Pérez de Ziriza acerca de que hoy se permite que las mujeres se pasen de vueltas, y mucho, en los programas de televisión y hagan apología de una procacidad inaudita que es vista como empoderadora, pero en cambio cualquier manifestación de virilidad es duramente condenada. Por cierto, la Casquet (llamándose "casquete" te puedes esperar cualquier cosa de ella) presume de tener más deseo sexual que todos los hombres del mundo mundial juntos, pero luego a la hora de la verdad un solo hombre normalito como yo (y que no levanta un palmo del suelo, ni en vertical ni en horizontal) le gana por goleada en el terreno del poliamor, como ya hemos explicado antes y veremos después. De la misma manera, de las novelas de Valeria se desprende la idea de que la única que folla y se corre en este país es Elísabet Benavent. Yo voy a intentar demostrar en estas páginas que no es así.

De todas formas, no quiero ser tan malo con mi paisana Benavent. Debo reconocer que su escritura, aunque algo superficial, es entretenida y hasta adictiva. Me leí en tiempo récord su primera novela y he enganchado la segunda para ver cuál es el recorrido de la relación puramente física de Valeria con el macho man Víctor. Están muy trabajados los diálogos y sabe alternar las escenas sexualmente explícitas con las dudas y temores que experimentan todas las mujeres cuando se ven atrapadas entre dos relaciones estables, una matrimonial y otra extramatrimonial. El problema es que la autora proyecta en sus personajes femeninos esa aura de superioridad que tiene ella y que nos impide empatizar con Valeria y sus amigas: yo solo lo conseguí al principio de la segunda novela, cuando hace reflexiones más maduras y autocríticas y las cuatro muestran abiertamente sus dudas e inseguridades con sus nuevas relaciones amorosas; de hecho, muchas lectoras femeninas comentan en las redes sociales que nunca llegan a empatizar con Valeria y sus amigas. Aunque muchas veces, por ese tono de superioridad, Benavent quiere dar la impresión de que hoy en día se ha dado la vuelta a la tortilla de tal modo que parece que ahora todas las mujeres sin excepción tienen mucho más deseo sexual que los hombres, también es de agradecer en sus novelas muestras de modestia y realismo, como la sequía sexual de Valeria con Adrián, el hecho de que ella se quedara muchas veces “a medias” con Adrián, el dato sorprendente de que en diez años de matrimonio con Adrián, Valeria apenas ha recibido sexo oral y ahora lo descubre con Víctor (pues mira, en eso las hermanas freudianas ganan por goleada a la liberadísimia Valeria), la constatación de que estimular el punto G con la penetración es algo que sucede pocas veces y que solo consigue una vez con Víctor (de nuevo mi querida Elisa gana por goleada a la liberadísima Valeria en este "punto", como veremos más adelante), la reflexión del principio de la segunda novela acerca de que ella prefiere el contacto personal con Víctor antes que confiar enteramente su vida sexual a un vibrador de conejito que parece sacado de Sex and the City. Y sobre todo la reflexión también situada al principio de la segunda novela acerca de que las mujeres millennials se sienten muy liberadas pero que en el fondo es una falacia porque siguen dependiendo enfermizamente de los hombres en el plano sentimental, una idea que posiblemente esté tomada de la serie Girls de Lena Dunham. En resumidas cuentas, todo lo que describen Benavent, Dunham y Cristina Campos refleja el contraste entre la realidad sentimental de las mujeres actuales y sus propias fantasías sexuales dominadas por un evidente complejo de superioridad. Quizá sean más disparatadas otras novelas de chick-lit, como las de Connie Jett, autora argentina afincada en España (espero que no en Cataluña o Valencia, pues allí su seudónimo literario sería motivo de mofa, que se lo cambie por favor, que parece un mal chiste machista de los 70), que se transmuta en una peluquera choni murciana y salida colada por su novio veterinario al que engaña con un playboy alcohólico. Este último ejemplo demuestra también la irrefrenable tendencia de las mujeres actuales, que en las redes sociales parecen infalibles y perfectas en todo, casi seres de luz, a involucrarse en relaciones altamente tóxicas de las que salen escaldadas y convencidas de que todos los hombres somos igual de malotes. Más o menos lo que retrata, para la generación millennial, Lena Dunham en la serie Girls, que por cierto me gustó mucho porque el enfoque realista, estoico y escéptico de Dunham no es tan diferente del humor judío masculino de Woody Allen o Judd Apatow (de hecho, a Lena la han comparado con Woody y Apatow es el productor y descubridor de Lena). Es también muy interesante el extra del último DVD de la serie titulado “Los chicos de Girls” donde Lena dialoga con los cuatro actores masculinos y se establece un fértil diálogo entre la visión masculina y la femenina. La verdad es que los hombres heteros, después de llevarnos un buen susto al ver cómo en los últimos años las mujeres tomaban las riendas de la ficción literaria y televisiva y contaban sin tapujos sus deseos, fantasías y experiencias, al final nos hemos dado cuenta de que no es para tanto y que en el fondo es positivo que exista una reciprocidad y un feedback de experiencias y deseos entre el hombre y la mujer, y que han sido demasiados siglos en los que la mujer ha tenido que adoptar un papel pasivo que no le corresponde.

En las páginas que sigue se podrá atisbar las ventajas de esa igualdad y reciprocidad en mi relación con la bióloga austrohúngara (un homenaje al maestro Berlanga) Angélica, también amiga de las hermanas freudianas: ella no esconde su deseo hacia mí, es muy activa, le gusta mi culo, siente deseo por el porno visual, me pregunta qué películas porno he visto durante el fin de semana, desea un hombre activo y empotrador (yo resulto patético cuando sobreactúo tratando de cumplir sus fantasías empotradoras, pero ella lo valora y disfruta). A veces me pregunto si en esa relación los papeles de hombre y mujer se han difuminado, si ella encuentra morbo en una cierta inversión de los papeles. Mide 1,70 y me llama Chiquito (peor sería que me llamara Finstro o Pecador). No entiendo qué ve en mí que le pone tanto (para que sirva de ejemplo de body positive): soy bajito, blanquísimo, con tetillas de oficinista (a Angélica le gusta estrujarlas, como ella tiene 105 de pecho le parecen diminutas), bastante vello pectoral y algo de pancheta, sin ropa parezco una mezcla entre Austin Powers, Alfredo Landa e Ignatius Farray. ¿Qué les das, Menelao? Soy lo más opuesto posible a los machos alfa de las novelas previsibles de Elísabet Benavent y la gran mayoría de escritoras chick-lit, aunque por otra parte me siento cercano a los chicos de Girls (sobre todo al novio de Shoshanna). Siempre me he sentido avergonzado de los cuatro vectores de mi yo sexual: me gustan mucho las mujeres, estoy en las antípodas de un macho alfa, tengo una sensibilidad artística exacerbada y, como muchos artistas, tengo una libido bastante alta. Parece que esos cuatro vectores estén condenados a aniquilarse mutuamente, pero como ocurre con las cuatro fuerzas fundamentales de la Física (gravitación, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil), hasta ahora me han permitido funcionar razonablemente bien: he sufrido muchos batacazos (generalmente con mujeres normalitas, sobre todo aborígenes de los pueblos donde he trabajado o bien compañeras de trabajo) pero también he tenido algunos sonados éxitos (generalmente con mujeres espectaculares, como si fueran lobas con un sexto sentido para detectar que un hombre aparentemente tan normal y asexuado tiene ciertos talentos ocultos: como decía El Titi, la que prueba conmigo, repite). Angélica no es la primera ni será la última. Además de mi larga relación con la sexstar Vivianna, aún colea también, cual estrella moribunda, mi larga relación de diez años con la activista LGTBI bisexual Clara, argentina de ascendencia italiana con la que hablo italiano en la intimidad, cara mía (parece que tengo imán para las mujeres bisexuales, porque Vivianna también lo es y de hecho le pirraba involucrarme en tríos con sus amigas). Algo de mí (como decía Camilo Sesto) debe de gustarles, pues además no se cortan en verbalizarlo, como es norma general en las mujeres en los últimos años: en palabras de la sexstar Vivianna, “follas bien, eres cariñoso y tienes una lengua mágica”, “quiero mandanga y mimitos”, además del tópico mil veces repetido de que “nos queremos mucho y no solo por el sexo” (cuánto te añoro, Vivianna: no hi havia dos amants com nosaltres a València); Clara dictamina que “eres cariñoso y caliente” y afirma que mis habilidades orales no solo son superiores a las de cualquier hombre sino también a las de muchas mujeres (conmigo en el pilón, ella llega en dos minutos: end of the match, Teacher, 1 - Satisfyer, 1); Angélica confiesa que cada vez que llega a mi casa, a la mansión Playboy o Playmóbil (tengo muchos madelmanes, geypermanes y playmóbils), llega literalmente “mojada y lubricada”, igual que las hermanas. También me sorprendió que me confesaran otra de mis habilidades sexuales y la primera vez que me lo dijeron me olió a cuerno quemado, quizá por la educación heteropatriarcal que hemos recibido: que acaricio muy bien. Vaya mariconada, pensé al principio, pero enseguida me di cuenta de que era algo muy importante y se ha convertido en una de mis principales armas de seducción. Clara siempre me dijo que le gustaba que la acariciara con mis manos de pianista, aunque añadía a continuación de forma burlesca que eran unas manos "que nunca habían hecho un trabajo físico fuerte", lo cual era la pura verdad. Por cierto, me pasaba una hora acariciando a Clara y de regalo le recitaba poemas de Neruda imitando la voz de Neruda (sobre todo el poema XX, el de "es tan corto el amor y es tan largo olvido", uno de los mejores versos de la literatura universal): es lo que Quintiliano en su Institutio oratoria ya denominabla "declamatio post coitum" y que  también se documenta en algunas aves canoras.

Lo más importante de esas cinco mujeres que han llenado mi vida en los últimos diez años (Clara, Vivianna, Celia, Elisa y Angélica), mucho más allá del placer sexual (que ha sido enorme), ha sido el hecho de sentirme por fin, casi a la vejez, deseado como hombre y comprobar que tengo ciertas cualidades para complacer física y anímicamente a una mujer. Incluso en los dos últimos meses, en el mercado de invierno, he fichado dos jugadoras más: Artemisa, una diosa cazadora que se sabe el Kamasutra como si fuera un Catón (en cada encuentro aprendo una jugada más); y la señora Botero, una MILF colombiana de 45 años megamultiorgásmica (apenas la toco y ya es penalti y gol, parece Luís Figo o Mijatovic hecha mujer; con ella he llegado al España-Malta, pero siendo yo John Bonano; al principio parece su cuerpo un catenaccio, pero poco a poco llega el chorreo de goles) con unas medidas "de escándalo", algo así como 130-100-130: es lo más parecido a la Venus de Willendorf, a la Diosa Madre nutricia que existió antes del heteropatriarcado indoeuropeo (o al menos es lo que dicen los cuentos chinos de ahora). Esto es poliamor: quien lo probó, lo sabe. Lo mío sí es benching y lo demás son cuentos: menudo banquillo. He de reconocer que comprendo perfectamente el cabreo de muchas mujeres de hoy en día por haber negado a la mujer durante muchos siglos su condición de sujeto sexuado y deseante, porque yo he mismo he padecido durante años esa situación, solo que a manos de otras mujeres. Yo siempre reconocí, desde mi primer año en la Facultad, que las mujeres con buen nivel cultural son las más creativas, experimentadoras y gozadoras en cuestiones sexuales (me lo encontré de golpe después de 13 años en un colegio de curas con todos chicos), pero esas mismas mujeres cultas no actúan con reciprocidad: consideran que los hombres cultos, máxime si no tenemos buen físico, somos unos frikis asexuados malísimos en la cama y se burlan constantemente de nosotros; por eso he apreciado tanto que Clara, durante diez años, me haya dicho que los cerebritos y los artistas son los imaginativos y complacientes en la cama.

Es en buena medida la misma sensación que tienen las mujeres maduras de la novela de Cristina Campos Historias de mujeres casadas, de la que haré una breve e inocente crítica: es una novela de fácil lectura pero con un tono constante de vendetta feminazi; donde los personajes masculinos están desdibujados y cargados de defectos para convertirnos en los tontos del pueblo; donde Gabriela es un ser de luz y Germán un tontorrón a pesar de que él tiene un nivel intelectual mucho más alto y ella solo escribe artículos chorras para su revista; donde parece que que la autora ha elegido los peores matrimonios posibles para dejar en mal lugar a los hombres; donde parece que todas las mujeres protagonistas son seres de luz y donde para ser una novela mainstream hay más escenas de sexo explícito que en una película de Rocco Siffredi, pero si lo escribe una mujer es perfecto, es supercool y es empoderamiento, aunque la autora deteste esa palabra; por cierto, después de poner a parir a los hombres, al final SPOILER todas las mujeres de la novela acaban felizmente emparejadas con un hombre y algunas con dos, aunque eso sí no dejan de tocarse a todas horas "el trocito donde se concentra todo el placer", expresión que al cabo de 400 páginas se hace más cansina que el "rosebud" de Ciudadano Kane, y lo digo con segundas: así que la novela de Cristina Campos, más que chick-lit, debería considerarse clit-lit. Está claro que no son freudianas, como las hermanas y como Valeria y sus amigas. Como hemos dicho antes, Freud estaba tan equivocado que ahora ya no se lleva la "envidia de pene" sino la "envidia de clítoris", lo cual hubiera hecho las delicias de Lacan, Foucault, Beauvoir y Hite (no confundir con el arcipreste de Hita, que también era un cachondo). De hecho, la escena sexual explícita más gratuita, sucia y tonta de la novela es cuando presa de un amor apasionado (propio de una adolescente salida, aunque ella tiene 45 años), Gabriela ve a su amante Pablo en un museo o centro cultural y se mete en un lavabo y se autoestimula frenéticamente con el dedito hasta el final feliz (parece una escena tan cutre y de mal gusto que parece sacada de American Pie, de Torrente o de una película de Apatow o los Farrelly, pero si lo hace una mujer es ejemplar y no hay nada que objetar), pues lo único que pretende la Campos es demostrar, en un ejercicio de pura propaganda goebbelsiana, que una mujer puede llegar en un solo minuto al clímax si se toca donde toca (un gran descubrimiento, sobre todo 45 años después del Informe Hite), y que por tanto no tiene un tempo sexual más lento que el hombre y que por supuesto tiene tanto deseo sexual como él (aunque reconozca en otras páginas que Gabriela podía pasarse meses sin sexo, porque por lo visto la sexualidad femenina es una montaña rusa en la que se alternan periodos de mucho deseo con otros de deseo sexual hipoactivo, que es en realidad la principal amenaza de la sexualidad femenina y de la que lo hombres no tenemos en principio culpa; nosotros, como tenemos una sexualidad más simple que el mecanismo de un botijo, se pone a la fresca, se agita y sale el chorrete sin mayor problema, seguimos un ritmo uniforme y no damos esos bandazos; en cambio la sexualidad femenina es como un laberinto minoico o versallesco, de manera que normalmente disfrutan más, porque hay muchos más caminos por los que transitar, pero en bastantes ocasiones no encuentran la salida, léase meta o goal, se agobian, se bloquean y entran en un bucle fatal). Por fin, el 11 de febrero, en el suplemento Babelia de El País, el crítico Jordi Gracia hace una demoledora crítica de esta novela, y en muchos puntos coincide con lo que aquí señalo. Por ejemplo, que Cristina Campos pretende crear un universo de seres de luz, cuasi perfectos, pero al final le sale un retablo de personajes esperpénticos, cuasi almodovarianos: la protagonista, Gabriela, voluble, inconstante, procrastinadora, vaga, que se encapricha de un escritor que es casi la fotocopia de su marido y que se comporta como una rapera urbana tocándose debajo de la braguita a toda hora; Silvia, atrapada en una ambigüedad sexual, insatisfecha con un macho alfa empotrador (el deseo de casi todas menos ella, si vemos las novelas de Maxwell, Benavent y Connie Jett) porque es cien por cien clitoriana, pero no tiene agallas para abandonar a su marido y liarse con Zayra (como de costumbre en estas novelas, es una mujer la que consigue provocar el primer orgasmo en otra mujer, como si todos los hombres fuéramos unos inútiles totales con los dedos o con la lengua, y ya vemos en este relato que no es así); Cósima, personaje de la alta sociedad digno de Berlanga en la trilogía nacional que trama una venganza wagneriana contra su marido pijo yendo a Senegal y trayéndose a un maromo con un pollón de 30 centímetros, "la media del país" según sus vanidosas palabras (presumimos que ella también es clitoriana, pero a quién le amarga un dulce; por cierto, una periodista como se supone que es ella debería documentarse y saber que la media de mayor envergadura del miembro viril es la de Ecuador con 18 cm); y la viejales de Eugenia que se lo monta chachi piruli con su marido durante seis meses y con el fotógrafo los otros seis. También llama la atención el hecho de que Gabriela mata de hambre sexual a su marido Germán y solo le permite un encuentro sexual al mes ("él le mendiga sexo"), pero ella a todas horas no "para de tocarse por debajo de la braguita", en expresión literal de Jordi Gracia en su reseña: me imagino que esta situación es lo que la autora considera ejemplo paradigmático de empoderamiento femenino. Es decir, la historia absurda de cuatro amigas egocéntricas, presuntuosas, engreídas, vanidosas, sobrevaloradas a sí mismas y ultraclitorianas (a su lado Carrie, Valeria y sus respectivas amigas son mujeres "normales"): esas son las sevicias de la sororidad, Dios las crea y ellas se juntan. En suma, que la Campos pretende tender puentes imposibles en Corín Tellado y Megan Maxwell pero naufraga en cada página.

Volviendo al tema Elvis/Loquillo de "mis problemas con las mujeres", durante muchos años, en los pueblos donde estuve y en los institutos donde trabajé, me sentí completamente invisible para las mujeres de cualquier edad y condición (tan solo las más mayores tenían buena opinión de mí, pues quizá atesoro cualidades que hace 40 años me hubieran convertido en un buen partido). Supongo que la mayoría de esas mujeres se montarían la película de que yo era asexuado, virgen, incel o gay. Así que estas cinco mujeres han sido lo único que me ha dado ganas de vivir en estos últimos diez años. Tiempo ha Ana fuese y no hubo nada; quedé roto con la ausencia de Vivianna y Clara siempre ha sido un espíritu libre, pero Celia, Elisa y Angélica me han devuelto de repente la ilusión, mientras que Artemisa y la señora Botero calientan banquillo para el futuro. Pero en este relato quiero centrarme en las dos hermanas freudianas, Celia y Elisa. Si tiene buena acogida, en posteriores entregas hablaré de las demás.

Como hemos dicho, hoy en día, quizá por la imposición de una ideología de género de dictadura clitoriana y la llegada de ciertos juguetes, parece que se haya demonizado el modelo coitocéntrico de toda la vida y que este tenga los días contados. Está claro que hay que ampliar ese modelo, sobre todo con la estimulación oral: el hombre que no sepa hacerlo, más vale que se apunte a un cursillo apresurado. Pero la experiencia real de muchas mujeres y los argumentos recurrrentes de la literatura chick-lit antes mencionada críticamente demuestran que ese modelo coitocéntrico sigue siendo apreciado y deseado. También por las dos hermanas freudianas. Además, en estos últimos meses en que nos hemos quitado las mascarillas, tengo la sensación de que las parejas de hombre y mujer de este país van por la calle más felices y enamoradas que nunca. Quizá los juguetitos clitorianos que tanto pavor nos han dado a los hombres heteros en estos últimos tres años no han conseguido poner la vida sexual patas arriba (véase el artículo de El Mundo "La gran estafa del orgasmo perfecto"), a pesar de la sobreexposición mediática de muchas mujeres en los meses más aciagos de la pandemia con sus mensajitos de “me acaba de llegar el paquete; ahora lo abro y cinco minutos os cuento cómo me ha ido” (supongo que les llegó a través de "Correos"). De hecho, el prestigioso periódico El Mundo Today informaba hace poco de que, según las agencias inmobiliarias, ha habido un auge sin precedentes de alquiler de trasteros por parte de mujeres para guardar todos los juguetes sexuales comprados compulsivamente y a precio de ganga (y muchas veces regalados entre ellas) durante la pandemia. Pero algo no ha acabado de funcionar a la perfección con los juguetitos, a pesar de que todo apuntaba que con semejante ventaja tecnológica estratosférica las mujeres iban a ganarnos por amplísima goleada. Al final todo se ha quedado en un España-Japón, 1-2, y da la impresión de que muchas mujeres (sobre todo las que viven solas con su gato) siguen igual de cabreadas que antes, quizá porque con tanta autoestimulación artificial y cibernética de alta intensidad, aunque se peguen el fiestón a solas, luego cuando se les acaba la batería y están con sus medios tradicionales o con un hombre de carne y hueso se pegan el batacazo padre y ya no sienten nada (un reciente artículo de SModa de El País lleva por título "Mujeres que llegan al orgasmo a solas pero son incapaces de lograrlo en pareja", o sea que no hemos avanzado mucho desde los tiempos de Shere Hite; por eso yo me siento orgulloso de perder 1-2 con las hermanas y otras amantes: aunque siempre pierdo el partido, siempre paso a la siguiente fase, que es lo que cuenta). Quizá con algunas Charos para las que la Santísima Trinidad se reduce al Satisfyer, el Lexatín y su gato funcione ese modelo, pero para la mayoría de las mujeres no. Declaraciones como la ya citada de Valeria de que prefiere tener a su lado a Víctor antes que al Rabbit y los pícaros comentarios de mi querida Angélica, que siempre me comenta que tiene muchos juguetes sexuales (casi todos ellos vibradores penetrativos, porque se confiesa mucho más vaginal que clitoriana, otra sorpresa ultrafreudiana en los tiempos que "corren"; y además tiene gato) pero que prefiere estar conmigo hora y media sin parar, demuestran lo importante que sigue siendo para las mujeres el contacto con un hombre sensible que sepa activar sus puntos gatillo de placer.

Después de leer muchos comentarios y foros de internet (y las declaraciones incendiarias de Camilla Läckberg), uno tenía la sensación de que complacer sexualmente a una mujer era más difícil que desenroscar el nuevo tapón del tetrabrik de Central Lechera Asturiana. Pero si hay deseo (por ambas partes) y ganar de complacer al otro/a, ocurre que en una situación real de aprendizaje afectivo-sexual (como diría la nueva ley educativa), al final todo sale como la seda. Es lo que me ocurre con las hermanas freudianas.

Hoy martes he quedado con Celia. Suele venir hacia las cuatro de la tarde, después de dejar a su hijo se seis años en el cole. Se casó con un hombre de su país, posesivo y farandulero, y la cosa no funcionó. Creo que él fue a por tabaco y no volvió. Ahora se desvive por criar a su hijo. Es muy cocinillas y prepara platos sabrosos para mujeres mayores de su barrio, a las que también atiende y acompaña a pasear. Pero a pesar de haber sufrido un comportamiento tan ingrato por parte de su exmarido, se desvive y se ilusiona cuando encuentra un hombre atento y cariñoso, aunque aún no tiene el cuerpo y el alma para una relación seria y de larga duración. La verdad es que el inicio de su relación conmigo recordaba al “enamoramiento de oídas” y el amor de lohn de los trovadores provenzales y las novelas de caballerías. Vivianna le hablaba tanto de mí que Celia me tenía idealizado. Cuando por fin nos conocimos en persona, Vivianna había entrado en su aciaga relación tóxica y por tanto Celia y yo tuvimos vía libre. Solo llevamos siete meses y apenas nos habremos “visto” 30 veces, pero parece que seamos amantes de toda la vida. Eso sí, su forma de referirse a mí todavía me confunde e inquieta. Casi nunca me llama por ni nombre o de tú. Como Vivianna, siempre tan bromista, me sacó enseguida el apodo de Teacher, ella lo ha adoptado y casi siempre me llama así. Por cierto, cuando hace tres años y medio, justo antes de la pandemia y el confinamiento, mis alumnos de 3º ESO (a los que por azares del destino he seguido dando clase hasta el 2º de Bachillerato de este curso) me sacaron, sobre todo las chicas latinas, el apodo de Teacher, me entró verdadero complejo de Teacher. Era Teacher para todos y todas los que me trataban con asiduidad, casi parecía que la canción de George Michael One More Try resonara constantemente en mi cabeza. Además Celia casi siempre me sigue hablando de usted, como si estuviéramos en una novela del realismo mágico. Solo cuando usa el vocativo Teacher se pasa al .

Celia es pequeñita, más bajita que yo, pero es toda una mujer. Tiene una piel algo más clara de lo habitual en las mujeres latinas, de manera que sus pezones y areolas son grandes y de un rojo intenso que me chifla, y no marrones como las de otras muchas mujeres latinas. Sus pechos son grandes, firmes y duros, nada caídos. Tiene el pelo largo y liso, y unos ojazos grandes y oscuros, levemente achinados, que miran siempre con dulzura. Tiene las caderas anchas y un culo bien puesto y superduro, como el de una garota brasileira. Los dos rasgos físicos que siempre me han atraído más de una mujer han sido los pechos y los ojos y en el caso de Celia me dejan maravillado.

Llega Celia al patio de mi chalet con un cestita, como si fuera una Caperucita latina. Como es tan cocinillas y sabe que vivo solo y cocino menos que los chicos de Big Bang Theory, siempre que viene a verme me trae algún plato sabroso de su tierra. Hoy me ha traído la joya de corona, un tamal valluno delicadamente empacado, todavía humeante y que huele de maravilla a las verduras y a la carne de cerdo y pollo que contiene. Otros días me ha traído arepas y hasta bandeja paisa. No voy a decir que prefiero el tamal a la propia Celia, pero casi: me recuerda a un abogado conocido de mis amigos, que cuando acudía temprano a liarse con una mujer casada cuyo marido acababa de salir a trabajar y ella le preparaba al abogado un opíparo almuerzo, mezcla de breakfast inglés y esmorzaret valenciano, nos confesaba que a veces iba más por el almuerzo que por lo otro.

Cuando entra le sugiero que podríamos comer antes, pero ella me replica que ha comido ya con su hijo y que además viene con cierta “urgencia” y cierta “humedad”. Así que el tamal valluno se queda en la mesa de la cocina. Ni siquiera me deja probar un cachito. Bueno, yo he podido comer también antes, para así poderme tomar la pócima mágica de Astérix y Obélix.

Subimos ya a la habitación, con la cama de matrimonio antigua que heredé de mis padres. Empiezan mis habituales caricias, los besitos en la nuca. Ella siempre acude con trajecitos tradicionales que remarcan su dualidad de niña-mujer. El de hoy es blanco y negro, con una falda plisada. Colocado a su espalda, le voy bajando la chaquetilla mientras sigo prodigando besos y caricias. Cuando llego a los enganches del sostén, procedo a desabrocharlos, pero con la emoción y mi torpeza para las cosas cotidianas, tardo un poco más de la cuenta. Su sostén negro se desliza por su vientre y por fin tengo acceso a sus pechos perfectos. De manera inmediata percibo mediante el sentido del tacto que sus pezones están erguidos y tiesos, sobresaliendo de su amplia areola. La sangre empieza a fluir por el cuerpo de Celia con generosidad y eso siempre es buena señal en una mujer. Ella trata de buscar la reciprocidad y busca con la mano mi paquete. Yo he sido siempre fiel a los calzoncillos blancos Abanderado que se siguen comercializando en los grandes almacenes (si Cristina Campos puede mencionar marcas comerciales en cada página, yo también). Nunca me han gustado los bóxers. Además, los gayumbos blancos de Abanderado me confieren ese aspecto vintage y lo-fi de macho ibérico de 2ª B y españolito medio del landismo que ya he comentado antes y que, por lo visto, sigue resultando muy atractivo para las mujeres latinas. Celia constata mi media erección, lo que los romanos llamaban el modus morcillonis. Tengo poca longitud pero de grosor está bastante bien y para mi sorpresa esa combinación también resulta placentera para las mujeres: ese dato estadístico de que las mujeres prefieren grosor a longitud en un pene parece que tiene cierta base real, quizá porque de ese modo se pueden estimular mejor las paredes vaginales por las que se extienden las raíces del clítoris. En el caso de su hermana Elisa, de la que luego hablaré, esa curiosa combinación de poca longitud y bastante grosor todavía le resulta más placentera, pues parece que desde el minuto uno de partido le doy en la diana del Área 51 conocida como punto G. De hecho, necesito usar siempre los preservativos Durex de Sensitive Suave (antes llamados Contacto Total, ale más marcas comerciales) de 56mm, pues con los de 52mm parece que me pongan una soga al cuello (aunque, claro, luego me sobre un kilómetro de longitud; parafraseando a Churchill, "nunca con tan poco se consiguió tanto"; dicen que Mick Jagger tiene características similares y mira lo que ha  follao ese hombre; parafraseando en este caso a la iluminada de nuestro tiempo, Greta Thunberg, lo mío es small dick energy de la buena). Como decía Woody Allen en Annie Hall, soy uno de esos hombres que curiosamente siente "envidia de pene", sobre todo en los vestuarios masculinos (además soy grower, por si fueran pocos mis "defectos"). Creo que ese contraste se podría explicar con los conceptos lógicos de extensión e intensión: los que tenemos poca extensión debemos compensarlo con mucha intensión, que puede consistir en comprarse coches grandes, invadir países (como Napoleón), tener muchas amantes, hacerlo con mucha frecuencia o estar pensando en ello todo el tiempo. Volviendo al encuentro con Celia, hay dos gomitas preparadas en la mesilla de noche. Finalmente, aunque no llevemos mucho tiempo, Celia ya sabe que al estar circuncidado siento especial placer en el frenillo (tranquilos, no soy humorista judío, pero casi) y por tanto sus caricias van directas a esta parte tan sensible. Unas cuantas caricias bien dirigidas consiguen la erección total: la química de Pfizer (o Teva) y el deseo se han coaligado y han conseguido su objetivo. Por mi parte, empiezo a acariciar el torso pequeño pero perfecto de Celia: un par de chupetones a unos pezones durísimos y unos lengüetazos bien dirigidos a su pubis moreno depilado confirman que ella no necesita muchos más preliminares. Nuestro menú sexual es muy curioso, porque los preliminares nos sirven más bien de postre: el masaje de besos o la lengüita, como dice ella, casi siempre tienen lugar después del coito. Ella ya se siente preparada, pero tiene la costumbre de favorecer la penetración con el gel lubricante Thai Passion de Control, que hace juego con sus bellos ojos achinados. Creo que los geles lubricantes son muy útiles y necesarios para las mujeres de todas las edades y me parece fantástico que se anuncien en televisión. Además, también también ayudan a la penetración cuando el hombre no está al cien por cien de erección.

Así que empieza el encuentro sexual que se puede describir con metáforas del fútbol: a partir de la metáfora básica del gol (recordemos que en inglés goal tiene un sentido más genérico como 'meta' u 'objetivo') he podido ir desenredando las demás, como el ovillo de Ariadna, aunque yo prefiero a Artemisa. Dicen que la primera penetración es la más placentera para ambos y es cierto. Celia emite un gemido ahogado porque sabe que ha comenzado la fiesta. Me gusta hacerlo con lentitud y suavidad, casi a cámara lenta, como si fuera una escena de porno para mujeres. Es un misionero ralentizado, pero la respiración de Celia comienza a acelerarse y sus pechos perfectos se hinchan con los pezones erguidos y salvajes. A ella le gusta moverse mucho al principio, como si estuviéramos luchando; a la tercera vez capté que lo hacía para encontrar el mejor ángulo de penetración posible y disfrutar más, con lo cual ese forcejeo inicial me pone a cien. Llega un momento en que perdemos la noción del tiempo y del espacio, que todo se curva a nuestro alrededor como diría Einstein (que era mucho más cachondo que Tesla). Ella aprovecha para bloquearme con sus piernas, mostrar cierto dominio y hacer que la penetración sea más profunda. Celia ya está entrando en otra dimensión y el éxito está ya asegurado. Es curioso que con una postura tan elemental consigamos tanto placer mutuo y una conexión tan cósmica. En las últimas semanas, he comprobado que se excita todavía más si con mis brazos flexionados le aprieto sus manos como si la estuviera arrestrando o atando al cabezal de la cama, parece que ese rollo 50 sombras de Grey le mola. Ella siempre me confiesa que se lo hago “tan rico y tan dulce” (qué bien suenan esos adjetivos adverbializados del español de América en esos momentos de pasión) que se abandona, se deja llevar y llega al orgasmo en cuestión de 5 o 6 minutos. No sé si también consigo estimularle el punto G con mi pollita pequeña y gruesa, como me ocurre con su hermana Elisa: Celia siempre es muy huidiza a la hora de expresar verbalmente sus goces sexuales, excepto cuando yo le hago la lengüita. En ocasiones también practicamos la postura de la cucharita y la amazona, pero si ella va directa al objetivo y el ángulo de penetración es el adecuado para ella, mantenemos la postura del misionero lento: si hay delantero centro, para qué queremos extremos. No nos gusta salir de nuestra zona de confort: cada encuentro con ella es casi idéntico al anterior, como una liturgia erótica, pero muy gozoso, como un día de la marmota sexy. Siempre consigo que Celia nunca se quede a media salida. No habla mucho durante el acto, pero sus miradas profundas y levemente achinadas y sus amplias sonrisas lo dicen todo.


-Rico, rico.

Primer aviso. Parece que el “rico, rico” sea un mantra típico de las mujeres colombianas. Las primeras veces que lo escuché, me alarmé bastante, ya que al estar con poca sangre en el cerebro (la sangre estaba en otro sitio), llegué a pensar que me había confundido y me había metido en la cama con Arguiñano.

Celia va directa al objetivo. Yo sigo a piñón fijo, con mi ritmo pausado y lento.

-Rico, rico. Ay Teacher, que bien me follas.

Segundo aviso. Esta vez el “rico, rico” me hace pensar en el tamal valluno que me espera en la cocina. Las pupilas achinadas de Celia se dilatan cada vez más.

El volcán colombiano empieza a entrar en erupción, el terremoto se acerca. Sus caderas y sus muslos se empiezan a mover de manera frenética y violenta, como si tuviera el baile de San Vito. Está a punto de nieve. Acelero un poco la penetración y la complemento con caricias, besos y palabras bonitas.  

-Rico, rico, Me corrooooo.

Tercer aviso y definitivo. Las contracciones de Celia son tan fuertes e intensas que prácticamente me expulsa de su vagina. Ya me estoy acostumbrando. En esos momentos le suelto una frase que nunca falla:

-Cuando te corres, te pones mucho más guapa todavía.

Ella gira levemente la cara y esboza un mohín vergonzoso, pero sus pupilas dilatadísimas y su sonrisa de oreja a oreja confirman el terremoto de magnitud 8. Cuando lo contemplas con tanta cercanía, cuando lo sientes incluso tú, no tienes más remedio que reconocer que el orgasmo femenino es muy superior al masculino, en duración, intensidad y timbre, aunque el precio a pagar por las mujeres es que en ocasiones el placer supremo sea más esquivo. En el caso del hombre, solo una estimulación continua e intensa del frenillo puede llevarte a un orgasmo que se pueda acercar un poco al femenino, de ahí el éxito de juguetes sexuales para hombres como el Arc Wave Ion, que suelo utilizar con Angélica, como comentaremos después.


Minuto y resultado: 0-1 al minuto 6 de partido. Vamos bien.

Yo aún sigo empalmado y le pido volver a entrar. Ella se pone un poco más de Thai Passion y me permite la entrada. Siguen cuatro minutos de mete y saca en los que ella también vuelve a disfrutar, pero sabe que le será imposible marcar un segundo gol. Solo una vez llegué a notar en ella las contracciones que anunciaban un segundo orgasmo por penetración, pero por lo visto no había suficiente energía telúrica para desencadenar otro terremoto tan pronto. Aún así, me sorprendió la fuerte intensidad de su medio orgasmo. Yo sigo a lo mío, pues en los últimos tiempos empiezo a notar los achaques de la edad y llegar al clímax me cuesta cada vez más tiempo: eyaculación retardada lo llaman, un síntoma muy claro de la pitopausia. ¿Qué coño hago yo con una mujer 23 años más joven? ¿Es quizás un enamoramiento de la pichula? ¿Quién me iba a decir que a los 25 no me comería un colín con Ana, mi novia virgen vasco-alemana opositora a Registro mezcla de Belinda Carlisle y Björk y que a los 55 me tiraría a media Colombia? Hacia el minuto 11 de partido comienzo a notar mis contracciones, sale el semen en chorros potentes que chocan con el látex y los espermatozoides ven interrumpida su misión de destino en lo universal (como comentaba Woody Allen disfrazado de espermatozoide en Todo lo que quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar). Me produce un placer especial notar que los chorros de semen chocan con el látex en un proceso de flujo y reflujo, percibes mejor el placer de la eyaculación. De hecho, para autoestimularme (como dicen ahora), al estar circuncidado, me gusta rozar el frenillo contra una sábana ya desgastada; me pongo de costado hacia la derecha y parece que podría simular la postura de la cucharita con una Celia, Elisa o Angélica virtuales, como en la película Her; cada roce te lleva a las puertas del orgasmo, pero hay un placer especial en contenerse y volver a reiniciar la jugada, el método del edging; y al final, si consigues mantener el roce directo del frenillo con la sábana hasta el momento mismo del orgasmo, el resultado final es espectacular, casi tan intenso y duradero como un orgasmo femenino, de ahí el éxito de juguetitos como el Arc Wave Ion que comparto con Angélica (de hecho, a la zona del frenillo se le llama ahora "clítoris masculino", en un ejercicio de revancha terminológica antifreudiana, ya que en ambas zonas de placer se concentran los receptores de Pacini, lo cual muestra que algunos hombres podemos ser imaginativos y creativos). Antes tenía que recurrir a métodos más expeditivos, como leer el Tractatus de Wittgenstein mientras me autoestimulaba. En estos últimos meses me cuesta más tiempo llegar al orgasmo, pero al menos reconozco que -tanto solo como acompañado- cuando lo consigo el semen sale con la misma fuerza de siempre (que al fin y al cabo es lo que proporciona placer subjetivo al hombre). Se reestablece el 1-1 en el marcador.

Llega el tiempo del descanso. Los dos estamos agotados y saciados. Nos tumbamos boca arriba e intercambiamos miradas y caricias. Con Vivianna, el agotamiento era tal que en algunas ocasiones llegué a escuchar mis propios ronquidos, lo cual revela un inusual estado catatónico intermedio entre el sueño y la vigilia. De vez en cuando me acaricia el frenillo, pero sabe que necesito bastante tiempo de recuperación. Podríamos aprovechar el tiempo con juguetes, pero Celia no está por la labor. Me confiesa que no tiene ninguno en casa, por miedo a que su hijo lo descubra, aunque no sé si creerla. Con la intelectual y atrevida Angélica la cosa es muy distinta. Siempre que viene a mi casa llega con un Conny, un Dolphin o un Rabbit y yo mientras voy recargando el Arc Wave Ion que tan buen resultado da con los hombres, sobre todo si están  circuncidados: al igual que algunos juguetes femeninos, como el Satisfyer, funciona mediante pulsos de aire que estimulan el frenillo y la parte inferior del glande (como hemos dicho, llamada ahora "clítoris masculino" en un ejercicio de revancha terminológica, aunque científicamente apropiada pues son estructuras biológicamente análogas que presentan los receptores de Pacini, un científico italiano cachondo aunque tuviera apellido de Papa de Roma) y te conduce al clímax en un minuto, aunque no quieras, te lleva por obligación (el Satisfyer también hace lo mismo y por eso algunas sexólogas están cabreadas, pero las usuarias no) y el hombre hetero acaba poniendo los ojitos en blanco, como si fuera una mujer o un gay pasivo (me recuerda al sketch de Martes y Treces de "El algodón no engaña" con Josema, un hombre hetero y señoro, haciendo un impagable papel de maruja orgásmica); en resumidas cuentas, te pega unos meneos que el semen llega a Vladivostok. También apunta buenas maneras ("la semana que viene os lo cuento", como decían las mujeres durante la pandemia) el F1s de Lelo (versión Prototype), que funciona mediante vibración y ondas sónicas (como el Satisfyer y otros, como el propio Sona de Lelo), quizá porque la gurú hispanofrancesa de la marca sueca, Valérie Tasso, es mucho más inteligente, critica el concepto de "empoderamiento", no odia a los hombres y defiende la idea de que hombres y mujeres tenemos derecho a disfrutar sexualmente por igual. Next week has come on a rainy day: probé el fin de semana el F1s de Lelo (versión Prototype) haciendo un alto, un kit-kat erótico-festivo, entre una masiva corrección de exámenes: como suponía, entre otras razones por el precio, ofrece un nivel intermedio entre el magnífico Arc Wave Ion y el pésimo Satisfyer masculino: el F1s te lleva pronto al clímax y este es intenso y sostenuto, como un buen concierto barroco, pero no acabo de ver el efecto mágico de las ondas sónicas, aunque algo se barrunta. En efecto, como apuntábamos, los juguetes masculinos de la marca Satisfyer son un completo desastre: en esa empresa alemana tienen claro que su nicho de mercado es 100% femenino y lo que fabrican para hombres lo hacen con desgana y para cubrir el expediente; el desfase de calidad y eficacia de los juguetes femeninos (buenísimos) y masculinos (chungos) llega al punto de que en las plataformas de venta online hasta las mujeres se quejan de ello, pues compraron el modelo masculino para tratar de equilibrar la situación y como decía una de ellas, "al final nos desilusionamos los dos". Se podría hablar incluso de mala praxis o mala fe, parece que quieran que los hombres nos deprimamos aún más al ver la diferencia de calidad entre los productos de ambos sexos (Lelo es también una marca de lujo con un público casi exclusivamente femenino, pero al menos se esfuerzan en crear productos aceptables para hombres como el F1s y sobre todo para parejas, como los anillos vibradores). Esta claro que hoy en día un hombre hetero es un ser sexuado de cuarta división, después de mujeres, gays y trans. El modelo estrella, el Satisfyer Man Heat Vibration, es un truño sin precedentes, e incluso su único aspecto positivo, su efecto calor, puede llegar a quemar de verdad; hasta un pastel de manzana recién horneado es mucho mejor y más barato. Yo solo lo he utilizado una vez (frente a las 60 del Arc Wave, pobre Vladivostok, espero que no se entere Putin) y si lo conservo es porque da el pego como nave imperial de Star Wars y en un momento de necesidad te puede servir para asar una morcilla de Burgos. Parece que en esta postmoderna Toy League, los hombres heteros sufrimos siempre las injusticias de ese árbitro alemán que favorece descaradamente al equipo rival y que consigue que siempre perdamos, de manera que en una muestra de "impotencia" los hombres heteros acabamos asumiendo el mantra que hizo famoso a Radomir Antic: "equipo ha jugado bien, pero árbitro nos ha perjudicado y por eso hemos perdido partido". Por tanto, no es que los hombres estemos en contra del placer femenino (sobre todo si quien suscribe estas líneas se vanagloria de "perder el encuentro" por 1-2 o 1-3 y hasta por más abultado orgasm average, sobre todo con Clara y doña Botero), como nos reprochan algunas feminazis en sus horrendos pódcast y explícitos foros (como Weloversize, mucho más asqueroso que Forocoches, que ya es decir) y así consiguen echar más sal en nuestra herida. El problema de base es la citada y brutal divergencia de calidad de esa marca alemana para mujeres y hombres, lo cual hace que la mera mención del nombre Satisfyer nos provoque pavor y sudores fríos a los hombres heteros. Y también la mala prensa que tenemos, porque aunque ahora las mujeres dispongan de una abrumadora ventaja biológica y tecnológica y lo hagan con mucha frecuencia y encima presuman de ello en TV y en las redes sociales, el estigma de ser unos pajilleros compulsivos siempre lo tendremos nosotros. Y por si eso fuera poco, ahora resulta que la mitad de los juguetes sexuales que se ofertan para hombres heteros son estimuladores de próstata (algunos con 12 cm de longitud y 3 de diámetro, igual es que los fabrican en Asia oriental y han copiado el estándar local), como si existiera una monumental conspiración LGTBI+ e Illuminati que pretende convertirnos a la larga en homosexuales pasivos: de hecho, en los portales de venta online de juguetes sexuales que desglosan la orientación sexual de los comprador@s, se da la curiosa circunstancia de que esos estimuladores de próstata son comprados mayoritariamente por gays (para que pongan los ojitos en blanco). Tras esta larga digresión (el Heat Vibration me "enciende" los ánimos), vuelvo a Angélica, como ejemplo de mujer (que haberlas haylas, y muchas más de las que parece) que saben valorar a un hombre cariñoso, eficaz y preocupado por el placer femenino. Usamos los juguetes en el tiempo de descanso, después del primer coito. A mí se ocurrió la idea de usar cada uno el suyo en una especie de competición. Incluso me saqué de la manga el nombre, casi de videojuego, de “la carrera de Abbeville”: se trata de un episodio de la Segunda Guerra Mundial, ahora que los tanques alemanes vuelven a estar de moda 80 años después. Durante la batalla de Francia, las columnas panzer motorizadas de Rommel y Guderian se movieron con gran rapidez para poder llegar al mar a Abbeville y así cortar en dos el frente aliado, cosa que consiguieron y que provocó la subsiguiente evacuación de Dunkerque; pero el problema es que estaban tan obsesionados por llegar al mar cuanto antes que no disfrutaron del proceso de una de las mayores hazañas bélicas de la Historia, derrotar al mejor ejército del mundo en apenas diez días. “La carrera de Abbeville” es por tanto una metáfora de que muchas veces con los juguetes sexuales (sobre todo en el caso de las mujeres) estamos tan obsesionados con llegar cuanto antes al orgasmo que no disfrutamos del proceso. De hecho, en nuestros primeros intentos, Angélica y yo usamos la carrera de Abbeville como una competición de rapidez y llegamos empatados a Abbeville, a la petite mort, pero demasiado rápido. Tras varios intentos, nos dimos cuenta de que era mejor hacer caso al poema “Ítaca” de Kavafis, que proclama que es importante que el viaje sea largo, lleno de aventuras y peligros y que puedas volver a Ítaca más sabio que cuando partiste. Así que ahora practicamos “la carrera de Abbeville modo Ítaca”, con cambios de tempo, parones, acelerones, rozando el orgasmo pero sin conseguirlo hasta el final, lo que los enteradillos suelen llamar edging.

Con Celia va pasando el tiempo, y conforme yo voy recobrando nuevas energías pasamos a la segunda fase, al “masaje de besos de labios a labios”, a lo que ella llama la lengüita. Empiezo yo y así gano algunos minutos más del período de refracción. Comienzo a besarla en los labios, a disfrutar de su mirada alegre y levemente achinada. Sigo con el cuello, aunque unas veces le gusta más que otras. Finalmente me poso en sus senos rotundos y devoro con fruición las areolas y pezones de un rojo intenso. Es una delectación morosa en la que invierto tres minutos que se nos hacen eternos: a los hombres nos gustan mucho los pezones femeninos y las mujeres tienen gran sensibilidad erógena en ese punto, así que todos salimos ganando con el juego. Empiezo a explorar la meseta de su vientre, con besitos tiernos en torno a un ombligo que no tiene ningún piercing (los de Angélica, Clara y Vivianna sí lo tienen, parece que es la moda). Sigo bajando y detecto una piel estriada, lejano eco de su embarazo, pero sigue siendo muy natural y sensual. Por fin asoma el pubis y el monte de Venus. Celia tiene el pubis afeitadito, a la brasileña, aunque por doquier despuntan pelitos cortos erizados, como si la rosa tuviera tenues espinas. Le separo la pierna derecha y empiezo a indagar con la lengua en sus labios vaginales, simétricos y perfectos, algo oscuros, con una tonalidad fucsia de chipirón en salsa americana. Ella empieza a proferir los primeros gemidos de una larga serie. Por fin sitúo la lengua en su clítoris y me apresto a hacer honor a mi condición de catedrático de Lengua (entiendo más de marisco que un sindicalista). Enseguida noto un sabor muy agradable, nada salado, sino tibio y dulzón, como de un dulce de leche medio calentado en el microoondas (qué malos somos los hombres, incluso los escritores para describir colores, olores y sabores). Me encanta ese sabor. Los lengüetazos describen movimientos de abajo arriba y también circulares. No sabría definir bien mi técnica. Sé que lo hago por instinto y que siempre consigo el resultado deseado. Es curioso lo que sucede con mi narizota: por una mera cuestión de comodidad, mientras trabajo con la lengua presiono la nariz sobre el monte de Venus de ella y eso me permite mantener una posición relativamente cómoda. Yo pensaba que a ella (y a otras) le podía molestar, pero para mi sorpresa descubrí que le daba aún más placer a Celia. De hecho, dicen que la presión simultánea de clítoris y monte de Venus a modo de pinza puede provocar orgasmos gloriosos en las mujeres. Sigo disfrutando del dulce de leche durante varios minutos, que suelen ser entre 5 y 7, porque Celia es como un reloj para los orgasmos. Lo que me vuelve loco es el crescendo que ella va sintiendo, mayor aún que con la penetración, aunque cuando le pregunto con qué orgasmo ha disfrutado más su respuesta es freudiana y esquiva y nunca me lo aclara, quizá porque no quiere arriesgarse a perder en lo sucesivo ningún plato de ese menú sexual tan sabroso como su tamal. Pero creo que con la lengüita el proceso es mucho más placentero. Hacia el minuto seis comienzo a notar, aún más que con el coito, el inicio del terremoto colombiano: sus caderas y muslos empiezan a temblar descontroladamente, gime sin cesar, dice varias veces “ay, Teacher, que bien lo hases” (como si fuera una canción de Semen Up) y llega el momento glorioso en que arquea su espalda como si estuviera poseída y toda la energía acumulada se libera en un terremoto orgásmico devastador. Yo he aprendido que debo mantener la lengua en funcionamiento hasta que note su arqueo de espalda, pero debo parar poco después para no irritar su clítoris. Cuando a veces le digo que al principio ya ha disfrutado demasiado y que podríamos pasar por alto la lengüita, sus ojos achinados me miran con carita de niña pequeña triste a la que van a dejar sin postre y no tengo más remedio que confesarle que se lo digo en broma. Minuto y resultado: 1-2 al minuto 40, España-Japón conseguido. Así todas las veces. La tarde de la marmota con Celia.

Celia se recupera lentamente de la emoción y se dispone a ser la parte activa. En alguna ocasión hemos probado un 69, pero disponiendo de tiempo nos satisface más hacerlo por turnos, pues uno está totalmente concentrado en hacer gozar y el otro en gozar: nos gusta entregarnos por completo al otro. Dicen que así se lo montan las lesbianas y otra de las ideas sexualmente correctas de la actualidad es que las lesbianas son perfectas en todo y disfrutan mucho más que las heterosexuales, en este mundo al revés que nos ha tocado vivir. Con Vivianna hacía 69 frenéticos y salvajes, pues lo que ella pretendía era acelerar mi período de refracción, provocar otra erección inmediata y llegar al tercer clímax con penetración; en raras ocasiones conseguí hacerle una lengüita hasta el final feliz. Añoro aquellos momentos y ya no tengo el cuerpo para tanta guerra. Así que yo me tumbo boca arriba y Celia, con una sonrisa picarona y las pupilas achinadas aún dilatadas, comienza a darme besitos en la lengua, baja pronto a las tetilllas y sin demorarse mucho llega a la única zona erógena que tenemos los hombres (a no ser que te metas algo por el culete para estimular la próstata, pero como ya he indicado, yo no estoy por la labor, aunque Angélica ya me lo ha tanteado un par de veces, la traviesa). Mi miembro, diminuto en estado de flacidez (soy claramente grower, por si fueran pocos mis “defectos”) parece fuera de combate, pero Celia sabe cómo reanimarlo. Su boca, que también sabe a un dulce de leche recalentado, practica una hábil RCP que poco a poco va llenando los cuerpos cavernosos. A los tres minutos ya está morcillona y a los cinco consigue la erección completa (parece que aún hay sildenafilo en el Torrente sanguíneo). Cuando llegamos a este punto tan deseado, nos vence la tentación de volver a hacer el amor. Celia rasga el segundo Sensitivo Suave y yo empiezo una nueva jugada de ataque aunque sepa que va a ser imposible meter gol y que el 1-2, el España-Japón, va a ser inamovible. Pero para un cincuentón comenzar un segundo asalto a los 20 minutos es todo un chute de autoestima. No suelo durar más de cuatro minutos en esta última jugada y finalmente nos tumbamos reventados pero satisfechos.

Hacia las seis, Celia se va para recoger a su pequeño. Al pasar junto a la cocina, señala su maravilloso tamal y me dice “que lo disfrutes”, a lo que yo respondo que “ya he disfrutado”. Es curiosa esa instintiva asociación entre sexo y comida, que recuerda a una película de Bigas Luna o a la novela Como agua para chocolate de Laura Esquivel (otra muestra de que la combinación de sexo y comida seduce tanto a hombres como mujeres y que en el fondo no somos tan distintos). Esa combinación también funcionaba en el caso de Clara: tras una larguísima y apasionada sesión de sexo, que a veces llegó a terminar como un Albania-España del 93, en un 1-5, Clara me pedía siempre que le abriera una lata de anchoas, supongo que para recuperar, como si fuera una comida isotónica, todas las sales minerales perdidas tras tanto esfuerzo orgásmico. Me sentía un poco como el amante albanés de Susana Fortes. En el futbito soy Maradona y pichichi, pero en el sexo soy John Bonano: me ganan por goleada. Así que mi relación con Clara se podría resumir en “sexo, anchoas y activismo” y con un cameo del presidente Revilla (aunque no sé si da más miedo él o Arguiñano).

El viernes a las cinco de la tarde llega Elisa a mi mansión. Vino un día con esa curiosidad tan femenina, al estar sola en España y oír esos comentarios de su hermana. Ha vuelto varias veces. No suele traer comida porque no es tan cocinillas como su hermana. Elisa tiene 42 años, pero se conserva muy bien. Es bajita, tiene la piel bastante blanca y unos pechos pequeños pero firmes, con uns pezones y areolas muy rojos, algo más claros que los de su hermana. Su pelo es negrísimo, largo y algo rizado, tiene un aire de actriz secundaria de telenovela. Tiene un hijo de 17 años que vive en su país, así que técnicamente es una MILF, lo cual le confiere especial morbo. Está separada desde hace algún tiempo y siempre se lamenta de que su marido no fuera nunca cariñoso con ella, de manera que ella acabó perdiendo el deseo sexual por él, como les sucede a las mujeres maduras de la novela de Cristina Campos. Por eso mismo valora sobremanera la ternura, el cariño y los mimos que le prodigo. Sus besos son profundos y húmedos, con lengua, más sensuales que los de su hermana. Tiene prisa por subir a la habitación. También me confiesa que llega ya mojada, por lo cual los preliminares son relativamente cortos. También es freudiana y disfruta mucho de la penetración. Su vulva es más clara y está más escondida, pero es fácil entrar en ella. También es aficionada al Thai Passion. Parece que las hermanas sean gemelas, hasta homocigóticas. Comenzamos también con un misionero lento y romántico, sazonado por miles de besos húmedos. Como estamos sin pareja, nos gusta montarnos la fantasía de que somos marido y mujer que se reencuentran tras meses de separación, como si fuera una escena de Outlander. Por ello, con ella todo es más lento, pero más sensual. Parece que quisiéramos estar toda la eternidad en esa postura. “Rico, rico”, parece el eslogan de la familia. También me confiesa que con mi polla pequeña y gruesa tengo la habilidad de rozar una zona que para ella es muy sensible, y todo parece indicar que se trata del Área 51 que nunca aparece en los mapas, es decir, el famoso punto G. Valora sobremanera que la penetre con dulzura, porque así el roce en una parte tan sensible es especialmente gozoso y estimulante. En ocasiones solo tarda tres minutos en llegar al climax y me pide disculpas por haber sido tan rápida. Normalmente, a los seis minutos sus piernas comienzan a temblar, mucho más que las de su hermana, en un nuevo terremoto colombiano y lo acompaña de unos gemidos tan intensos que casi parecen de sufrimiento más que de placer supremo. Su orgasmo es bastante más largo y profundo que el de su hermana, quizá porque el epicéntro radica en su mágico punto G: su caso parece confirmar el dato de que las mujeres mejoran con la edad su capacidad orgásmica siempre que la estimulación sea la adecuada, y vaya si es la adecuada. Yo disfruto un montón del espectáculo, siendo a la vez parte activa y voyeur. Una vez recuperada, comprueba que mi erección no ha disminuido y se coloca encima, en la posición de vaquera. Desde que perdí a Vivianna no he vuelto a saborear un placer tan intenso en esa posición, pues con ella podía aguantar hasta quince minutos seguidos. De todos modos, con Elisa me gusta intentarlo para no perder la forma (ahora también lo practico con Artemisa, pues es muy "guerrera" y le gusta dominar). A veces va demasiado rápido y le pido que aminore, tampoco me gusta que se pase mucho tiempo en posición vertical, pero cuando se inclina no siento tanto placer como con Maryanna. No obstante, es una posición muy placentera para ella y en ocasiones se produce el 0-2. Para acortar distancias necesito volver a la posición del misionero lento y tras tanta emoción apenas necesito un par de minutos. Tras la culminación me prodiga caricias de MILF y besos sin fin, un período de refracción que se alarga unos diez minutos. Una vez transcurridos, me pide lengüita, también le gusta. Su vulva y su clítoris están mucho más escondidos, no es tan visible ni tan sabroso como el de su hermana, pero hacerle lengüita a una MILF desatada tras un superorgasmo de punto G tiene su aquel. Tardo algo más de tiempo con ella, quizá porque aún no le he cogido el punto (he estado menos veces con ella que con su hermana y siempre me lo recrimina), pero de nuevo el resultado final es espectacular, con las piernas temblando de placer supremo. Una vez recuperada, se dedica a estimularme a mí, aunque sus habilidades orales no llegan al nivel de su hermana y rara vez hay segundo asalto con ella, de ahí que prefiera las visitas de Celia. Pero no se puede negar que Elisa tiene el encanto especial de las mujeres maduras, que todavía están en sazón y con ganas de dar guerra si encuentran un hombre que sepa activar sus puntos gatillo de placer.

Elisa vino a verme ayer, pues yo quería acabar por fin este relato y tener vívidas y recientes mis sensaciones con ella. Hay que ver hasta qué punto nos sacrificamos los escritores. No sé si lo que he escrito ha sido demasiado explícito, demasiado misógino, demasiado cómico, demasiado grosero o demasiado dulzón o quizá un poco de todo lo anterior. Tengo claro que no he podido, sabido, o más bien, querido colocar de protagonista a una persona interpuesta y lo que he contado suena demasiado personal, está más cerca de La historia de mi vida de Giacomo Casanova que de un relato erótico al uso. Pero parafraseando un comentario que también está de moda estos día, he pretendido ofrecer con tantos detalles (experiencias, posturas, resultados, marcas, etc) estas experiencias sexuales para que por fin me crean de una vez y demostrar que los hombres heteros cultos, blancos, bajitos, tímidos y con poca cosa "también existimos y también follamos" (y de qué manera, pensará el lector o lectora que haya llegado hasta este punto). En  suma, que a pesar de las apariencias, somos seres sexuados. Este relato es sobre todo un acto de autoafirmación. Para "culminar" las metáforas futbolísticas que "salpican" este relato, no sé si me he quedado a media salida. He intentado evitar la crudeza explícita de escritores masculinos como Bret Easton Ellis o Michel Houellebecq y he tratado de acercarme al lirismo sensual y mediterráneo de Manuel Vicent en Son de mar y al lirismo anglosajón mezclado con la precisión quirúrgica de D.H.Lawrence. Y creo que mi forma de describir las experiencias tampoco es tan distinta a las de narradoras femeninas como Elísabet Benavent, Megan Maxwell, Cristina Campos, Julia Quinn o Diana Gabaldón. Forse altro canterà con miglior plectro, como le diría a Clara.


lunes, 4 de octubre de 2021

Monólogos de humor I: Los problemas de los solteros

 

 

LOS ARTÍCULOS DEL POBRECITO HABLADOR

Juan Gómez Capuz

MONÓLOGOS DE HUMOR I: LOS PROBLEMAS DE LOS SOLTEROS

Hoy en día parece que el estado civil no importa. Si marginan a alguien por alguna característica diferencial, siempre se pone por el medio alguna ONG defendiéndolo. Pero parece que a los solteros no nos defiende nadie.
Hay algunas circunstancias o eventos de la vida actual donde ser soltero es un serio inconveniente.
Uno de esos eventos, por supuesto, son las bodas. Un soltero en una boda es ya, de entrada, una provocación, parece que no es tu hábitat natural. Pero el problema más grave llega con la ubicación en las mesas del convite. Si eres simplemente amigo del novio, como me ha ocurrido con frecuencia, nadie sabe dónde colocarte, a no ser que los demás amigos del novio tengan entidad numérica suficiente para constituir mesa propia (o grupo parlamentario propio). Por ello, y quizá por el agravante de que además de soltero soy bajito y aparento menos edad de la que tengo, en muchas ocasiones han llegado a colocarme...¡en la mesa de los niños! (Pensaba que era una moda española, pero en la película Matrimonio compulsivo, el soletrón encarnado por Ben Stiller también es colocado en la mesa de los niños en una boda). Bueno, psa, no me importa, si al final te lo acabas pasando de miedo con las criaturitas. Mejor que con muchos adultos. Además, les mola que seas profesor. Yo creo que hasta ven normal que en su mesa coloquen a un profe. El asunto más delicado de esa ubicación viene cuando los camareros se empeñan en servirte también a ti el menú infantil. Tú empiezas a ver el asunto chungo e intentas negociar en plan colega con uno de los camareros:
-Ye tío, no jodas, que tengo casi 50 tacos, ponme el solomillo al roquefort con patatas, que tengo hambre, y no la chuminá esa de los cuatro nuggets de plástico con verduritas.
Pero como la Ley de Murphy persigue a los solteros en las bodas, siempre eliges al camarero más pringao y con menor poder de decisión, que te responde con una lógica inapelable:
-(Acento peruano) Usted está en la mesa de los niños y por tanto le corresponde el menú infantil. Es lo que han contratado los novios. No podemos hacer nada.
Muchas veces has tenido que elevar tus quejas a los propios novios, como si fueran el tribunal supremo de la boda, y han sido ellos los que, a modo de Deus ex machina, te han llevado el solomillo en el último momento. Claro que entonces despiertas una envidia mortal en los niños, y se acabó la magia con ellos: ahora solo eres un profe adulto que come solomillo. Pero no siempre hay final feliz, como en las peluquerías. En otros casos te tienes que conformar con el menú infantil, y tienes que mendigar por mesas ajenas para conseguir restos de solomillo. Y por supuesto, no hueles ni la tarta nupcial ni las bebidas alcohólicas. La de minimenús infantiles que me zampado yo en las bodas. Claro, que cuando llegas a casa, arrasas con todo lo que hay en la nevera, para compensar. Así empiezan los casos de bulimia.
Por cierto, otro daño colateral de ubicarte en la mesa de los niños es que cuando al final de la velada quieres entrarle a alguna soltera casadera, te mira con desprecio y te dice con retintín:
-Así que tú eras el que estaba en la mesa de los niños comiendo el menú infantil.
Y no te toma en serio y te rechaza.
Otro lugar complicado para los solteros son las salas de cine. Parece que al cine solo van parejas. Y muy enamoradas y sobonas. Hasta los matrimonios de toda la vida se convierten en parejas de novios adolescentes cuando entran en el patio de butacas, quizá porque les viene un flashback inmediato de cuando eran jóvenes y el cine, con su oscuridad, era el único lugar para dar rienda suelta a sus escarceos. De nuevo, el soltero sobresale por su imparidad.
Pero sin duda, el peor lugar para ser soltero son los pueblos de interior. Esa España tolerante que vemos en la tele solo existe en las ciudades, especialmente las grandes y de litoral. En un pueblo de interior, a un soltero no es que lo coloquen en la mesa de los niños: es que para ellos eres un niño. No importa que seas funcionario del grupo A: si eres soltero, eres un menor de edad de facto y pierdes casi todos tus derechos constitucionales. En esos pueblos existe el pleno emparejamiento y las edades de nupcialidad son propias de una sociedad agraria preindustrial. Sobre todo si se trata de un pueblo de interior de la Región de Murcia: hoy en día solo se permiten hacer bromas sobre Murcia y no voy a desaprovechar la ocasión. Un soltero urbanita y neurótico es el peor espécimen que puede aterrizar por aquellas tierras. En mi travesía del desierto por esos pueblos ha padecido un síndrome de Ulises mayor que el del propio Ulises. Y la relación con las mujeres aborígenes está condenada al fracaso: ellas no entienden que no te interesen los coches ni la caza mayor ni el lanzamiento de huesos de aceituna; tú no asimilas que ellas desprecien tus gustos musicales y literarios. A veces caes en un espejismo porque la primera semana encuentras una rara avis, una aborigen soltera y piensas: si le digo que escribo novelas y toco el piano, la tengo en el bote. Pero más que un bote es un salto en el vacío y sin red. Nada más oír eso tuerce el gesto y te contesta que no son aficiones propias de un hombre. Una (también de Murcia) llegó más lejos y me preguntó, a bocajarro y sin anestesia, si era gay. Peor que un menú infantil. Es cursioso este doble rasero: en una gran ciudad tienes que pedir perdón por ser hombre, blanco, heterosexual y con estudios superiores; en un pueblo de Murcia todo eso no basta para que te consideren un hombre de verdad. Pero, repito, son pueblos del interior de Murcia y allí hasta las leyes de la Física pierden su validez; son una singularidad del espacio-tiempo, como diría Sheldon Cooper (no me lo imagino en Murcia, aunque él procede del la Norteamérica profunda, que es más o menos lo mismo). Y lo curioso, e incluso masoquista, es que me gusta ver series y películas que tratan ese tema del síndrome de Ulises (Doctor en Alaska, Crimen en el Paraíso), quizá para relamerme las heridas del pasado, pero ese final feliz en el que el forastero acaba asimilándose, tras muchos tropiezos, a las costumbres del pueblo y se casa con una aborigen es para mí pura ficción.
Está claro. Hace falta ya mismo una ONG para solteros.

domingo, 9 de febrero de 2020

El zasca en la palabra (2). Nuevas palabras para viejísimos conceptos: lucha o guerra cultural, podemitas y voxistas.

EL ZASCA EN LA PALABRA (2). NUEVAS PALABRAS PARA VIEJÍSIMOS CONCEPTOS POLÍTICOS: LUCHA O GUERRA CULTURAL, PODEMITAS Y VOXISTAS.

Juan Gómez Capuz

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR" 2020

En los tiempos actuales de confusión y posmodernidad ha resurgido con fuerza un concepto ya antiguo, el de lucha o guerra cultural. Para quien no lo sepa, el término es una traducción del compuesto alemán Kulturkampf, utilizado para designar la lucha cultural de Bismark y el Segundo Reich contra el Papado, el Zentrum católico y otros sectores opuestos al boyante imperio unificador de los alemanes y vencedor de los franceses. A mí me gusta más la traducción “lucha cultural”, pues es más fiel al original alemán: aunque a veces las apariencias engañan y la palabra Kampf, con su pedigrí germánico y belicoso y su asociación con un bestseller de entreguerras, resulta ser una adaptación de la palabra latina campus, que ya en tiempos de Julio César designaba una batalla campal. Pero hoy en día parece imponerse la traducción “guerra cultural”, quizá porque es la más próxima al término que ha triunfado en inglés, cultural war, o quizá porque el tema se ha salido de madre y hemos subido un peldaño más en la escala de Def Com 2 (me refiero al código estadounidense, no al grupo musical que hace apología del terrorismo): la lucha cultural se ha convertido en una guerra sin cuartel.

Aunque el concepto de lucha cultural procede de la derecha, como hemos visto, durante mucho tiempo ha sido la izquierda, sobre todo la izquierda más radical, la que ha sacado más rédito electoral, siguiendo los postulados de un discípulo aventajado de Bismarck: Antonio Gramsci, quien ya propuso en los años 20 que el aspecto central de la lucha política es el liderazgo cultural o de las ideas, concebido (como era típico de la época) como una guerra de trincheras en la que se van ganando batallas que al final consolidan la hegemonía de un bando. Desde la derecha se ha etiquetado esta postura de “marxismo cultural”, originario de la Escuela de Fráncfort, el cual pretende destruir los valores tradicionales de la sociedad occidental y reemplazarlos por el multiculturalismo y diversas ideologías alternativas como la de género, el ecologismo, el animalismo y muchas cosas más. En cierto modo, la izquierda, después de ver cómo los postulados socialdemócratas y keynesianos eran asumidos en parte por el centro-derecha (hasta la reacción thatcheriana) y cómo la utopía comunista se desmoronaba en un castillo de naipes, apostó fuerte por esos valores alternativos como una forma de rellenar un vacío ideológico. En especial, destaca el énfasis otorgado al colectivo gay, frente a la tradicional homofobia estalinista, que aún se deja ver en ciertos regímenes. Es curioso cómo Podemos abrazó causas del todo ajenas a la izquierda radical tradicional y cómo consiguió arrastrar a ciertos sectores del PSOE a esa renovada lucha cultural. De repente, surgió la sigla LGTBI+ que no ha cesado de incorporar elementos, lo cual no deja de ser una paradoja: cuánta heterogeneidad puede haber en un colectivo dominado por los homosexuales varones y blancos (que son los reyes del mambo de este colectivo, como si se tratara de una novela de George Orwell). La T alude a los transexuales, que ya existían desde que Stan quiso convertirse en Loreta en La vida de Brian (es curioso, pero el nombre Loret(t)a parece estar vinculado a la transexualidad, pues también lo vemos en la canción Get Back de The Beatles). La B es de bisexuales (siempre marginados por todos) y a partir de ahí me pierdo, y eso que soy soltero (algo que no gusta ni pizca a los guerreros culturales de la derecha, a los cuales les llegará pronto su turno): yo pensaba que la I era de “indeciso”, pero resulta que se refiere a los “intersexuales”, y el signo “+” ni flores, quizá sea que por ser todo eso les dan un positivo, que se pueden añadir más colectivos o que son átomos cargados (cationes). Al final, parece la sigla de un modelo de coche alemán o de un complejo vitamínico. Del mismo modo, se potenció la ideología ecologista y animalista, así como el feminismo y la defensa de las minorías. 

Pero éramos pocos y parió la burra. Resulta que la derecha, después de décadas insistiendo más en la gestión y dejando de la lado la lucha cultural (quizá porque la daban por perdida ante la izquierda), ha surgido en tromba con la defensa de los viejos valores ultramontanos de toda la vida. La verdad es que el fenómeno no es nuevo, pues en Estados Unidos ya hubo varios fogonazos de guerra cultural en el siglo XX, sobre todo con el apoyo logístico del fundamentalismo protestante (el mismo que asoma ahora mismo en Brasil). Pero ha sido ahora cuando ha llegado a la vieja Europa. Primero, quizá, a los países del Este, que al igual que en el periodo de entreguerras cayeron en un efecto dominó bajo la égida de regímenes autoritarios, ahora han sucumbido ante esa nueva derecha autoritaria, anti-todo y con fundamento ideológico, como ocurre en Hungría y Polonia sobre todo. En el caso de Europea Occidental se han confundido dos fenómenos: una primera oleada de ultraderecha clásica, como el Frente Nacional francés y AfD, y una segunda oleada de derecha autoritaria tradicionalista, cuyo referente más cercano es Vox y los partidos de Hungría y Polonia. Veo una clara diferencia entre ambos modelos de derecha radical y cuando, como friki entusiasta de la Segunda Guerra Mundial, me preguntan cuál es el líder político de aquella contienda a quien más admiran los de Vox, respondo que en absoluto sería Hitler (a quien despreciarían por neopagano y de vida privada ambigua), sino más bien Pétain (y hasta cierto punto Salazar): una derecha tradicional, autoritaria, corporativista y paternalista, que considera a todos los ciudadanos (y especialmente a las minorías) como auténticos menores de edad, por lo cual se cree con el derecho de aplicar a todos una especie de “pin parental” que sustituya a los derechos y libertades democráticos.

Este ambiente de guerra cultural se refleja también en el vocabulario político, en especial a la hora de crear derivados referidos a los nuevos partidos populistas de los extremos. 

En el caso de Podemos, triunfó desde el principio, sobre todo en ambientes adversos y con connotaciones peyorativas, el extraño derivado podemita. En un breve pero esclarecedor artículo, Álex Grijelmo (recomiendo vivamente los artículos de Grijelmo y de Lola Pons sobre cuestiones lingüísticas) se extraña de que se haya preferido el sufijo -ita al más habitual -ista, pues de hecho nadie dice *podemista. Observa el maestro de periodistas que el sufijo -ita connota una relación más bien religiosa entre la idea o la persona y sus seguidores, además de tener per se un cierto valor peyorativo, como ocurrió con la palabra jesuita, que luego fue adoptada con orgullo por la propia orden. También es significativo que -ita sea un antiguo sufijo de origen francés que se aplica a muchos pueblos de Oriente Medio y que goza de una sólida tradición bíblica, aunque siempre con un toque sectario y hasta cierto punto herético: ismaelita, maronita, chiíta, alauita y, en el contexto de la Reforma protestante, husita. Hoy en día muchas de esas palabras han cambiado al sufijo árabe , conocido ya en castellano medieval y coincidente con el inglés, pero las viejas formas galicadas en -ita siguen teniendo el encanto de lo lingüísticamente vintage. Quizá influya en podemita cierta alusión envenenada a la actitud tan benevolente que este partido tiene hacia la cultura islámica. Y además este uso cuasi-religioso de los sufijos no es nuevo: para crear un derivado del partido inventado UCD, puesto que el castellano no se maneja bien creando derivados de siglas, se recuperó un antiguo sufijo bíblico y funcionó durante algún tiempo el derivado ucedeo, por analogía con los saduceos de la época de Jesús (y también por las constantes pugnas sectarias y cainitas entre las diversas familias de la coalición, que recordaban a las de los judíos en La vida de Brian). Y el exitoso ejemplo de podemita generó otros similares de efímera fama como sevillita, aplicado al ex ministro Zoido y por extensión a los “rancios” que defienden todas las tradiciones de Sevilla, en especial toros y procesiones (tal como constató el sevillita Antonio Burgos en un artículo titulado “El sevillita” y publicado en ABC, cómo no). También ha gozado de cierto uso el derivado aznarita, quizá por la devoción que la caverna profesa al líder mesiánico que resucitó a la derecha española y provocó el ciclón de las Azores (a mí me había gustado más aznarí, tan precido a nazarí).

En el caso de Vox ha triunfado el derivado esperable, voxista, con el sufijo -ista habitual para partidos e ideologías políticas. Pero este término tiene dos trampas. El primer problema de voxista es que, habida cuenta de la atávica confusión de b/v en castellano, en su forma oral alguien lo asimile con el boxeo, en la forma *boxista, como si los dirigentes de Vox fueran pertrechados con guantes de boxeo para enfrentarse a los numerosos enemigos de la patria (aunque de todos es sabido que Ortega Smith prefiere disparar un fusil de asalto en diversas posturas, como si fuera un kamasutra militar). Y lo más grave, este derivado hará pensar a frikis como yo en el Partido Rexista de Léon Degrelle en la Bélgica inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial: ambos casos se apoyaban en una palabra latina (Rex y Vox) y ambos partidos defendían una sociedad autoritaria y corporativista, más cercana a Pétain y Salazar, aunque la imparable deriva de años posteriores llevara a Degrelle a enrolarse locamente en las SS, demasiado neopaganas para estos aprendices de monaguillo.

P.D. En las últimas semanas también se ha difundido el curioso término lazi, cruce de lazo y nazi y que alude a los ultranacionalistas catalanes supremacistas. Aunque los que estudiamos bien la Historia en los años 70 y 80, también pensamos con cierta mala idea en el pueblo íbero de los lacetanos, que ocupaba una zona de la Cataluña central y profunda (Bages, Osona) donde este especimen es especialmente abundante hoy en día.

domingo, 1 de septiembre de 2019

Recuerdos de los años 70. I: Madelmanes y Geypermanes

RECUERDOS DE LOS AÑOS 70. I: MADELMANES Y GEYPERMANES

Juan Gómez Capuz

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR" 2019

A diferencia de nuestros hermanos o primos mayores, que primero se estrenaron con los Madelmanes y luego descubrieron los Geypermanes, los que nacimos a finales de los años 60 descubrimos ambos muñecos articulados a la vez. 

Posiblemente disfrutamos antes de los Madelmanes porque los heredamos y porque eran más baratos. Eran unos muñecos de unos 17 centímetros, articulados pero de manos rígidas, sin pies sino con un muñón que encajaba en el calzado. Se solían vender juntos el maniquí con su atuendo, pero al desnudarlos (es lo primero que hacíamos) observamos que iban pudorosamente tapados con una camiseta imperio blanca y unos gayumbos blancos del landismo marcando paquete: todo un caballero español. Se deterioraban con rapidez. Era frecuente el aflojamiento de articulaciones, como si todos padecieran “de fábrica” alguna enfermedad degenerativa (yo creo que fueron uno de los primeros experimentos de la hoy habitual “obsolescencia programada”: éramos tantos los niños del Baby Boom que fabricar muñecos con fecha de caducidad representaba todo un chollo). Nosotros intentábamos remediar esos problemas articulatorios con métodos caseros, a medio camino entre la Pretecnología aplicada, la “Medicina Fantástica” del Doctor Rosado y los futuros programas de Bricomanía. Solíamos rellenar sus articulaciones con arena o con aquella masilla tóxica de polvo de tiza y pegamento que tan buenos resultados nos daba al construir figuras de chapa y alisar las superficies. Si se producía un daño más grave, la rotura de articulaciones, se solucionaba uniéndolas con tiras de esparadrapo, pero la rigidez articulatoria que tenía de por sí el muñeco se acentuaba y acababa andando como un zombi con almorranas. También solían padecer la amputación de pulgares, como si los hubiera secuestrado alguna banda mafiosa y enviaran una “prueba de vida” a sus familiares o superiores: nuestros modestos “pegamentos universales” de Imedio y Supergen no podían arreglarlo, pues los pulgares se volvían a soltar enseguida. Lo que más grima daba era el hundimiento de los globos oculares, que convertía su anodina y clónica cara en muertos vivientes de las películas de terror del Cine Ribalta: lo intentábamos solucionar rellenando el hueco con cera caliente y, una vez enfriada, pintando el iris con un Rotring 0,4; el problema es que era muy difícil pintarlo centrado y la mayoría volvían a tener ojos pero se quedaban bizcos, lo cual también daba miedo. Si tenemos en cuenta que hay mucha gente que experimenta un temor atávico a los muñecos por si cobran vida, imagínate tener nueve años y dormir rodeado de Madelmanes bizcos con artrosis y que andaban como zombis con almorranas. Con el tiempo se modernizaron, de manera que perdieron la camiseta y estaban a pecho descubierto y los ojos estaban pintados y eran más resistentes, pero su degeneración articulatoria siguió siendo notoria. 

Los Madelmanes se diversificaron en multitud de series: soldados, exploradores, buzos y hombres rana, montañeros, pilotos, astronautas y, en una época posterior, indios, vaqueros, tramperos y piratas. Incluso en ese período posterior llegaron a crear una Madelmana pirata, con cinturita de avispa y bonitos pechos torneados, pero no recuerdo haberla comprado, porque de lo contrario nunca la habría olvidado (es curioso, pero en los foros de Internet el femenino de Madelman es siempre el analógico Madelmana, siguiendo el paradigma capitán/capitana, orangután/orangutana, y nunca el pseudoinglés *Madelwoman, quizá porque cuando le pusimos nombre en aquella época aún no sabíamos ni papa de inglés). También crearon muchos accesorios, como el mortero, el bazooka, el trineo para exploradores árticos y la canoa para exploradores de la serie vaquera. El problema es que nuestro grupo de frikis obsesionados con la Segunda Guerra Mundial echaba en falta mayor precisión y realismo en la serie bélica: había diversos modelos militares como el soldado, el oficial, el soldado de montaña, el soldado antitanque con lanzallamas, el comandante de tanques, el enfermero, el piloto, pero ninguno de ellos pertenecía a ningún ejército concreto. No podíamos reconstruir las batallitas de los sobres sorpresa. Además, todos los Madelmanes militares llevaban un casco enorme en relación con su diminuta cabeza, poco realista, de manera que hoy en día nos parecerían niños soldado. Solo algunos compañeros especialmente brutos consiguieron un plus de realismo haciendo funcionar “de verdad” el lanzallamas: se ponían junto al soldado antitanque que lo manejaba y manipulaban una jeringuilla con alcohol y un mechero, y aquello sí conseguía ser un lanzallamas en miniatura, chamuscando al Madelman rival y de paso parte de su habitación. Y las demás series no nos interesaban demasiado, a no ser que tuviéramos un peculiar instinto sádico, de prueba y error, como algunos compañeros que “sometían” a los Madelmanes a diversas “pruebas de iniciación”: enterraban a los soldados del 7º de Caballería en la arena dejando su cabeza untada con miel cerca de un hormiguero (como hacían los indios en las películas del Oeste); a los piratas les clavaban un alfiler calentado con un mechero y luego los ahogaban en la bañera tras hacerlos caminar por una pasarela; a los infantes de marina les ponían paracaídas de paracaidistas enanos de quiosco y sin comprobar antes si el paracaídas podía compensar el peso del muñeco, los lanzaban desde un quinto piso, pero el peso del Madelman era tan grande que vencía la resistencia del diminuto paracaídas y se precipitaba al suelo con la aceleración normal, de manera que el muñeco acababa hecho trizas (era como el chiste de Gila, donde el soldado paracaidista solo servía para una vez porque lo lanzaban sin paracaídas); metían al espeleólogo en las cañerías e incluso en el alcantarillado; metían al esquimal junto a los cubitos de hielo del congelador (su madre, y sobre todo su abuela, se llevaban un buen susto); y como “traca final” colocaban sobre el astronauta bichos como libélulas (con las alas arrancadas), caracoles o arañas como si quisieran emular la película Alien (y al final “salvaban” a la Humanidad poniendo un petardo de los gordos que hacía explotar al Madelman y a sus huéspedes “invasores”.

Nosotros, en cambio, teníamos intereses mucho más sanos: queríamos muñecos militares que reprodujeran con detalle los uniformes y armas de los ejércitos de la Segunda Guerra Mundial. Por ello, inmediatamente quedamos fascinados con los Geypermanes. Eran bastante más grandes, de unos 30 centímetros de altura, aunque más inestables de pie, con manos flexibles de goma que podían agarrar las armas y con cabello y barba hiperrrealista en una cabeza de goma. El problema es que en un clima cálido como el nuestro, la goma tenía una obsolescencia inmediata y si los dejabas al sol, el pelo se quedaba roñoso como si tuviera tiña y las manos deformadas como tuvieran lepra. Por eso era perentorio guardarlos en cajas de zapatos durante el día, como si fueran vampiros. No llevaban ropa interior y cuando los desnudamos (cosa que hicimos enseguida, al igual que con los Madelmanes) vimos, al más puro estilo Siniestro Total, que no tenían pilila. La verdad es que ese detalle provocó una cierta “justicia poética”, porque los maniquíes negros de soldado yanqui y casco azul de la ONU tampoco tenían pilila y así no nos traumatizamos antes de tiempo (aún pasarían 35 años hasta que viéramos al negro del Whatsapp). El otro gran inconveniente es que eran mucho más caros que los Madelmanes, y nuestra colección de Geypermanes iba a paso de tortuga. Afortunadamente, se vendían por separado maniquíes desnudos sin pilila y uniformes militares (los únicos que nos interesaban), de manera que aun teniendo solo ocho o diez muñecos, podías vestirlos de mil maneras y organizar batallitas con los ocho o diez que también tenían nuestros amigos.

Lo que más nos atrajo de los Geypermanes es que la serie de “Soldados del Mundo” era la más numerosa y que muchos de ellos correspondían a modelos reales de diversos países enfrentados en la Segunda Guerra Mundial. Nuestro grupo de frikis, obviamente, quedó prendado de los modelos de soldado y ofcial nazis, y de hecho son los que más admiración siguen despertando en los foros de Internet, y se venden a precio de oro en E-Bay (hasta el progre de Palmiro Capón, que iba al Colegio Nuevo, quedó fascinado por los Geypermanes nazis). Esos modestos muñecos se convirtieron en una de las principales “magdalenas de Proust” de nuestra infancia. La mayoría perdimos esos dos muñecos en mudanzas o los dimos a primos más pequeños, y es algo que siempre hemos lamentado (aunque si los hubiéramos conservado hasta ahora, no sé como tendrían la cara y las manos los pobres muñecos; quizá es mejor recordarlos jóvenes y lozanos, como pasa con las estrellas de rock y del cine). El soldado y el oficial nazis tuvieron éxito por la incorrección política y el extremado realismo: el casco, un poco grande, gris y con el escudo a franjas oblicuas roja, blanca y negra; el uniforme en color feldgrau de campaña; los correajes y ese detalle travieso y revisionista de la minúscula esvástica en la hebilla del cinturón; la no menos traviesa cruz de hierro que se prendía a la ropa con dos diminutas puntas afiladas (con las que me pinché más de una vez); la magnífica réplica del subfusil MP40 con culata hueca abatible y de la pistola Luger P08; las dos granadas de mango Stielhandgranaten 24; la gorra de plato con anteojos de sol verdes y las botas de caña alta y los pantalones bombachos del oficial. Todo parecía perfecto, aunque nuestro grupo de frikis encontró alguna pequeña inconsistencia, como el hecho de que los soldados de verdad no llevaban la pistola Luger sino tan solo la MP40, ya que la pistola estaba reservada a los oficiales. Otro detalle erróneo es que a veces incluían en el equipamiento alemán un bazooka norteamericano, cuando lo más apropiado hubiera sido un Panzerfaust o al menos un Panzerschreck (que curiosamente fabricó la marca alemana Adidas).

También tenía gran rigor historiográfico el soldado ruso, con su gorro de piel con orejeras y la ametralladora ligera con bípode Degtyaryov DP con cargador de tambor en la parte superior (volví a echar de menos el subfusil Bereshka en sus complementos) y con las granadas de mango RDG 33, parecidas a las alemanas pero con el mango más corto.

 Ahora bien, la mayoría de los modelos militares eran anglosajones. Estaba el soldado norteamericano (tanto con maniquí blanco o con maniquí negro), pero parecía más propio de guerras posteriores como Vietnam ya que portaba el uniforme mimetizado y el fusil de asalto M16 con asa y cañón ligeramente cónico, y no el subfusil Thomson. En cierta manera, el soldado norteamericano era la base de varios modelos, como el policía militar con su casco y correaje blancos (nos recordaba a Calimero, como luego comprobamos en la mili, donde los llamábamos así) y el médico militar. El que también tenía buen rigor histórico era el soldado británico de la Segunda Guerra Mundial, con su típico casco de plato de sopa, el subfusil Sten y una aparatosa máscara antigás. También había varios soldados de comandos, siempre con barba y con gorro (como Pérez de Tudela y de la Quadra Salcedo), y que por ciertos detalles como el subfusil Sten parecían corresponder a los comandos británicos que realizaron atrevidas incursiones sobre la Francia y Noruega ocupadas por los nazis. También había un soldado australiano con su típico sombrero de ala ancha doblado por un lado y que portaba un lanzallamas (que tampoco funcionaba a no ser que lo implementáramos con una jeringuilla llena de alcohol y un mechero).

Había tambien otros soldados casi de fantasía, “de nenas”, como el granadero de la guardia británico con su chaqueta roja y su altísimo gorro negro (dentro del cual guardaba el bocata), el cadete de West Point y el policía montada del Canadá. Estos tres servían más bien para tenerlos en una estantería como adorno que para jugar con ellos. No hubiera quedado bien chamuscarlos con nuestro lanzallamas casero, meterlos en las cañerías o lanzarlos desde un quinto piso.

El otro aspecto destacable de los Geypermanes era la multitud de complementos, incluyendo vehículos. Si tenemos en cuenta que los Geypermanes eran realmente grandes, alguno de estos complementos era casi gigantesco. Yo pude conseguir un todoterreno, pero de color beige arena típico del Afrika Korps: allí podían ir hasta cinco Geypermanes. El bazooka era realmente grande y llevaba unos balines que, disparados al tensar el muelle que tenía dentro, daban unos zambombazos que podían hacer hasta daño a un adulto. Había incluso tanquetas con cuatro ruedas y un armamento ligero de 37 o 20 mm, que se parecían bastante al vehículo de reconocimiento alemán SdKf 222, con sus cuatro ruedas de camión y la de recambio al medio. Pero la joya de la corona era la moto BMW R75 con sidecar artillado donde cabían dos Geypermanes nazis, diseñada tanto en color verde oliva como en el beige arenoso del Afrika Korps. También había una balsa neumática para los comandos británicos. El problema de todos esos complementos es que eran infinitamente más caros que los muñecos y solo juntando el arsenal de varios amiguetes podías simular un combate en condiciones. El problema de juntar juguetes de varios niños es que siempre te desaparecían piezas propias y al final preferías jugar tú solo (sobre todo en mi caso, ya que era hijo único).

Es una lástima que los muñecos y complementos de aquellos maravillosos años los hayamos perdido con el tiempo. Hoy en día son carísimos los que se revenden en Internet y E-Bay (30 euros por unidad o incluso 80 en el caso del soldado nazi) y aunque hace siete años Geyper quiso sacar una serie especial para nostálgicos y coleccionistas, el stock fue tan escaso (300 Geypermanes del soldado nazi para toda España, más frikis y revisionistas/nostálgicos del extranjero) que no sirvió de nada. Me imagino que muchos los compraron para luego revenderlos a precio aún más caro. En cambio, hace unos años, con la ayuda de la editorial de coleccionables Altaya, volvieron a sacar la colección completa de Madelmanes a precios irrisorios (que se rebajó a dos euros por unidad o por complemento en librerías de saldos). Aunque no me fascinaban tanto como los Geypermanes, no quise tropezar por segunda vez en la misma piedra y me los compré todos (excepto el de la Madelmana pirata, que no se reeditó o que se agotó muy pronto y se convirtió por tanto en mi ideal inalcanzable, vago fantasma de niebla y luz).

P.S.Este artículo está extraído de mi novela Días de colegio (Almería, Letrame, 2018), a la venta en formato físico o e-book en diversas plataformas de venta online. En este libro se hace, a lo largo de sus casi 500 páginas, un completo repaso de la música, los juguetes, la educación, los alimentos, los transportes y todos los aspectos que marcaron nuestra infancia y adolescencia en el periodo 1975-1985. He comenzado esta sección con los Madelmanes y los Geypermanes, con especial atención a estos últimos y sus modelos de soldados de la Segunda Guerra Mundial, justo cuando se cumplen 80 años del inico de aquella contienda.