martes, 31 de agosto de 2010

Realidad o ficción (La verdadera historia de Eleanor Rigby)

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(III: 2009) "Making Friends" Special Edition


Juan Gómez Capuz



REALIDAD O FICCIÓN (LA VERDADERA HISTORIA DE ELEANOR RIGBY)

La frontera entre realidad y ficción en literatura siempre ha sido mucho más borrosa de que muchas personas pudieran pensar. Por una parte, encontramos la frase tópica la de que “la realidad supera la ficción”, sobre todo en países donde reina el esperpento. Y por otra parte, es creciente el número de personas que no saben trazar la frontera entre ficción y realidad, sobre todo en la sociedad actual, donde los medios de comunicación de masas (televisión, cine, internet) han incrementado exponencialmente las realidades de ficción. El arquetipo de Don Quijote podría tener perfectamente su correlato actual en las amas de casa que consideran reales las ficciones de un culebrón o individuos ingenuos que van en busca de sus ídolos televisivos (como ocurre en las películas Persiguiendo a Betty y Borat, dos road movies claramente cervantinas en las que sus respectivos protagonistas cruzan el Medio Oeste norteamericano para buscar a su ídolo de ficción en la soleada California). Y también lo podemos ver en esos jóvenes internautas que piensan que la realidad es como el mundo virtual al que están acostumbrados y del que apenas son capaces de salir.

En la creación propiamente literaria, la confusión entre realidad y ficción también es notable y a veces puede desembocar en equívocos y paradojas. Por ejemplo, durante 28 siglos la Humanidad vivió convencida de que Troya fue una ciudad de ficción creada por Homero. Sólo la obstinación de un arqueólogo aficionado y aventurero, Heinrich Schliemann, -el cual, quizá medio loco de tanto leer la Ilíada, emprendió una búsqueda también quijotesca- nos pudo sacar del error: Troya existió en la realidad como ciudad próspera y hubo una larga guerra que la destruyó. De todo eso ya no hay duda. En cambio, hoy en día todavía se discute si Homero existió o no como escritor de carne y hueso. Es decir, que llegamos a la inmensa paradoja de que la ciudad de ficción sí existió en la realidad pero su creador quizá no existiera nunca, muchos siglos antes de que Unamuno planteara ese mismo problema casi metafísico en su novela Niebla .

Incluso en la propia cultura moderna y popular, de las películas y las canciones, la frontera borrosa entre realidad y ficción aparece con frecuencia. En el cine, encontramos una reflexión similar a la de Unamuno en la película La rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen. Y en la cultura pop de las canciones, los descubrimientos posteriores nos han hecho replantear cuánto hay de realidad o de ficción en la de letra de una canción. El ejemplo más notorio es la canción Eleanor Rigby, del álbum Revolver de The Beatles (1966), considerada por muchos la canción más triste de la historia del rock. Durante muchos años la “versión oficial” de esta canción escrita por Paul McCartney fue que todo era una ficción en torno a la triste historia de una solterona que trabaja como ama de llaves de un clérigo, el padre McKenzie; ella vive en un sueño y en una ilusión quijotesca que le lleva a recoger el arroz vertido al final de las bodas y echárselo encima como si ella fuera la novia; finalmente muere en la iglesia y es enterrada por el propio clérigo, quien oficia por ella un funeral al cual no asiste nadie. Todo ello muy triste, pero ficción. Resulta además curioso y paradójico que estando en la cumbre de su fama, entre 1965 y 1966, Lennon y McCartney escribieran un puñado de canciones inmensamente tristes y desesperanzadas, como Help (la llamada de auxilio de quien ya no se reconoce a sí mismo), Nowhere man (la identificación con un don nadie que va dando tumbos por la vida), In my life (el recuerdo agridulce y nostálgico del pasado perdido y de las personas o lugares que ya no existen), Yesterday (la evocación del amor perdido) y For no one (una resignada canción de desamor), hasta culminar en la nihilista Eleanor Rigby, con su frase final de que “nadie se salvó”. Quizá no era oro todo lo que relucía. Incluso el propio McCartney, el más “optimista” de los cuatro respecto a los tiempos de la beatlemanía, suele señalar en las entrevistas que su principal recuerdo de aquellos intensos (pero quizá no tan no maravillosos) años son los interiores cromados de las furgonetas policiales en las que los encerraban para que la multitud idólatra no los aplastara en un arrebato iconoclasta colateral. Se puede estar muy solo en la cumbre del éxito. Volviendo a la pobre Eleanor Rigby, a la que se la había “pasado el arroz”, todo el mundo creyó que era una ficción arropada por un inquietante octeto de cuerda. Incluso su creador, McCartney, se esforzó por buscarle lógica al nombre: dijo que la llamó Eleanor Rigby por Eleanor Bron, una actriz que los acompañó en la película Help, y por Rigby, una tienda de licores que había en Bristol. Pero la verdad estaba mucho más cerca. La verdad siempre está muy cerca, aunque las personas –y sobre todo las autoridades- se esfuercen por alejarla e incluso por ocultarla. Resulta que a mediados a los años ochenta, con una beatlemanía renacida tras el asesinato de Lennon, a un periodista no se lo ocurrió mejor cosa que darse un garbeo por el pequeño cementerio adjunto a la parroquia de St. Peter´s, en el suburbio de Woolton, a las afueras de Liverpool, pues allí, en una fiesta campestre de julio de 1957 se conocieron unos jovencísimos John Lennon y Paul McCartney, los cuales además solían pasar las tardes tomando el sol junto a las tumbas del modesto cementerio. Pensaba el periodista que quizá allí encontraría alguna pequeña pista del universo literario que puebla las canciones de los Beatles. Y lo cierto es que encontró el premio gordo. Porque al poco de comenzar su búsqueda se topó con una gran lápida familiar en la que destacaba, en la parte central, un nombre vagamente conocido, acompañado de unas fechas: Eleanor Rigby, 1895-1939 . ¡Así que no era ficción! Más aún, a unos pocos metros encontró la lápida de un tal McKenzie . Rigby no estaba en Bristol, sino en el mismo lugar donde John y Paul se conocieron y tomaban el sol. La verdad siempre está más cerca y siempre es la solución más simple de todas, como hubiera sentenciado Guillermo de Ockham. McCartney no escondía “un cadáver en el armario” (como reza la proverbial expresión inglesa) sino “un cadáver en el patio”. Obviamente, Paul se sintió incómodo con la revelación y se vio obligado a confesar que quizá leyó el nombre de la lápida, y años más tarde, “inconscientemente” ese recuerdo emergió en forma de canción. A partir de entonces comenzó la búsqueda del personaje fantasma, al que todos habían tomado por ficticio. Y afloraron las similitudes entre la Eleanor Rigby ficticia y la Eleanor Rigby real. Para empezar, resultaba muy sospechoso que nadie hubiera advertido, durante casi veinte años, que la protagonista de una canción tan célebre había sido una persona de carne y hueso enterrada en un cementerio tan ligado a los comienzos de John y Paul… a no ser que nadie recordara su nombre ni su existencia. Por lo visto, la Eleanor Rigby real sí que se casó, pero no tuvo hijos y murió relativamente joven, a los 44 años. Tuvo dos hermanastras que sí fueron longevas solteronas, pero a las que apenas trató. Con todas ellas se extinguió la rama familiar, como en un sombrío relato de Edgar Allan Poe. De ahí que nadie la recordara. Para rizar el rizo, cuando en 1990 una maestra de una escuela especial solicitó a Paul McCartney una donación económica porque un alumno autista había aprendido a tocar la canción Yellow submarine (deliciosa fantasía infantil en las antípodas de Eleanor Rigby con la que, paradójicamente, comparte autor –Paul–, elepé –Revolver – y single, pues ambas fueron doble cara A de un mismo single que alcanzó el número uno de las listas), el exbeatle le envió, en lugar de dinero, un viejo estadillo salarial de un hospital de Liverpool fechado en 1911. La maestra estuvo a punto de deshacerse de los viejos legajos, pero pensó que quizá aquello fuera una pista. Y, efectivamente, allí aparecía el nombre de E.Rigby, una limpiadora de 16 años que percibía un ínfimo salario de apenas unas pocas libras al año. Una humilde limpiadora llamada E.Rigby que al tener 16 años en 1911 tenía que haber nacido en 1895, como la Eleanor Rigby de la lápida sobre la que habitaba el olvido hasta que un periodista la descubrió, como Schliemann a Troya, después de 18 años de olvido. Tan sólo nos queda imaginar (Imagine ) que quizá algún frío día de finales de 1938, al mismo tiempo que Freud agonizaba en Londres y Chamberlain llevaba hasta el esperpento su política de apaciguamiento, en alguna callejuela del penique con sabor a mar, unas jovencísimas Julia Stanley (de casada, Julia Lennon, la Julia de Doble Álbum Blanco ) y Mary Patricia Monahin (de casada, Mary McCartney, la “Mother Mary” de Let it be, casualmente enfermera algún hospital de Liverpool), ambas también fallecidas antes de cumplir los 50, se cruzaron, sin saberlo, con una triste, solitaria, fracasada y yerma Eleanor Rigby que se aproximaba al final de su existencia y que pocos meses después sería enterrada bajo una lápida que lleva su nombre. Una lápida que hoy es más importante que la de muchos personajes famosos, una lápida que figura en innumerables páginas de Internet, una lápida que aparece incluso en el propio videoclip que los Beatles supervivientes realizaron para la canción resucitada Free as a bird en la Beatles Anthology de 1995, una lápida que desde mediados de los años ochenta ha sido visitada por miles de personas que se sienten fascinadas por la paradoja (o por el morbo) de que el personaje de ficción haya acabado por ser una persona de carne y hueso con todas nuestras debilidades. Sólo que entonces, en 1939, nadie acudió. ¿Realidad o ficción?

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