sábado, 31 de julio de 2010

bodas de hambre

LOS ARTÍCULOS DE “EL POBRECITO HABLADOR”
(I: 2007-2008)

Juan Gómez Capuz


BODAS DE HAMBRE

Hoy en día, el españolito medio de mediana edad nunca pasa hambre. Para algo somos ahora un país rico y tierra de promisión. Que lo españolitos de otros tiempos sí pasaran hambre es algo que se encargan de recordarnos diariamente nuestras madres: “tendrías que haber pasado hambre, como nosotros”, “una guerra y hambre es lo que os haría falta haber pasado”. El recuerdo del hambre es ubicuo y me atrevería a decir que se convierte en la tercera obsesión de nuestras madres, después de lo de “ten una buena seguida y forma un hogar” y lo de “no te bañes hasta después de hacer la digestión”.

Pero esta ley general tiene una dolorosa excepción. En efecto, hay un acontecimiento social en el que los españolitos medios pasamos hambre. Mucha hambre. Me refiero a las bodas de hoy en día. No a las bodas de hace unos veinte años, donde cualquiera se ponía ciego de comida y de bebida, quizá porque nuestros mayores que pasaron hambre se esforzaban para que hasta la boda de los más humildes se convirtiera en una versión actualizada de las bodas de Camacho. Pero ¡ay las bodas de ahora!, deles Dios mal galardón.

Las bodas de ahora son muy raras y hay muchos detalles en ellas que no acabo de entender. Para empezar, la mayoría celebran el convite (que es lo que importa) en una especie de hoteles alejados a veinte kilómetros a la redonda de cualquier núcleo habitado. Antiguamente podía ocurrir que algún convite se celebrara en el hotel cercano a un aeropuerto, lo cual tenía –hasta cierto punto– un toque romántico tipo Casablanca . Pero ahora se trata de hoteles enclavados en lo más agreste del campo, a lo sumo cercanos al desvío de una autovía. Hoteles cuyo edificio en sí es una mierdecilla postmoderna, pero que están rodeados de mucha zona verde, acondicionada con carpas y sillas de cine de verano, seguramente para imitar las bodas yanquis que salen en las películas y las teleseries. Y si la boda es civil, puede ocurrir que te tengas que chupar también la ceremonia allí mismo, en sillas incómodas y asediado por escuadrones de mosquitos.

Como las bodas se celebran tan lejos de la civilización, ocurre que los novios deben fletar un par de autobuses para llevar allí a los invitados que no conducen y a los que conducen pero prevén que van a acabar tan ciegos que si vuelven en coche perderán más puntos que en un concurso de traslados. Y entonces te encuentras embutido en un autobús, rodeado por gente de todas las edades vestida con sus mejores galas, cantando Acelera, conductor de primera  o Qué buenos son los padres escolapios, como si se hubiera producido un flash back y hubiéramos vuelto al colegio en los años del Cuéntame .

Pero ese espejismo de haber vuelto a los años setenta y poder disfrutar de una cena opípara típica de las bodas de antaño se desvanece en cuanto llegas al moderno hotel en tierra de nadie. Yo creo que lo de llevarte en autobús a ese remoto lugar es una trampa, porque cuando descubres la engañifa del menú, te encuentras atrapado y no puedes volver a tu casa a pedir una pizza. Así los novios y el hotel evitan que nadie los deje en mal lugar.

El extraño menú de estas nuevas cenas de boda suele comenzar con unos aperitivos que sirven los camareros mientras estás en la amplia zona verde saludando a los parientes y protegiéndote de los mosquitos. De nuevo se trata de una copia de los usos yanquis: parece que los que diseñan este tipo de convites se pasan todo el tiempo de ocio viendo teleseries norteamericanas, y se piensan que estamos en el Valle de San Bernardino cuando en realidad vivimos a orillas del Mediterráneo. El problema es que hay algunos invitados que ya son verdaderos especialistas en esta nueva versión 6.0 de los aperitivos y copan literalmente el trayecto de los camareros, con lo cual lo normal es que el invitado bisoño no pille nada de comida y tenga que mirar luego la carta del menú para saber lo que en un mundo posible kantiano podría haber comido.

Pero lo peor viene cuando entras al comedor. Ahora comeré algo, dices. Y te entusiasmas al ver platos de diámetro similar al del planeta Júpiter, pero vuelve a ser una vaga y vana ilusión. Porque las reglas de la nouvelle cuisine  o cocina de autor predican una relación inversamente proporcional entre el diámetro de los platos y el contenido que hay en ellos: parafraseando el Poema de Mío Cid, “¡qué buen plato, si oviere buen manjar!”. De nuevo se te cae el alma a los pies, y te suenan las tripas, cuando compruebas que en aquellos platazos sólo hay unas pocas menudencias, como si fuera la ración de una top-model o de un bebé. Unas cosas rarísimas, que parecen cagarruchas de periquito y que los apóstoles de la cocina de autor  llaman virutas   y espuma  de no sé qué. Y además, debidamente deconstruido, para que el pobre comensal sea incapaz de establecer relación gestáltica alguna entre lo poco que tiene en el plato y la forma de cualquier manjar vagamente conocido. O sea, cagarruchas. Pero, sobre todo, siempre presentado en ese ambiguo estado de la materia llamado espuma  (para mí que esta gente tuvo un trauma freudiano infantil con la espuma de algo y nos lo intenta contagiar a todos). Después viene el sorbete  de si sé cuántos, pero sigue sin ser algo sólido que llene las sufridas tripas. Finalmente, llega el plato principal, que suele ser un trocito de carne medio cruda con más hueso que chichi y una guarnición más escasa que la de El Álamo al final de la película. Nueva desilusión. Y sólo al final, consigues una exigua porción de la tarta nupcial repartida entre trescientos invitados, pero la devoras con avidez.

Al final sales con más hambre que Carpanta y el Lazarillo, a dieta de buñuelos de viento (o de espuma), habiendo comido menos que Peter Sellers en El guateque  o que Torrente en un restaurante chino. Y deseas que el autobús te devuelva cuanto antes a la civilización. Y a tu nevera.

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