domingo, 24 de noviembre de 2013

Los nuevos peligros de la gran ciudad (proselitistas ubicuos, hosteleros agresivos, policía autonómica y gorrillas exóticos)


LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(VI: 2013)

Juan Gómez Capuz

LOS NUEVOS PELIGROS DE LA GRAN CIUDAD (proselitistas ubicuos, hosteleros agresivos, policía autonómica y gorrillas exóticos)

Soy un urbanita neurótico. Necesito mi dosis diaria de urbanina, de gentes que andan apresuradamente, aceras rebosantes de ciudadanos, semáforos, tráfico denso, ruido. Aunque trabajo en un pueblo (grande y relativamente urbanizado), ansío coger el tren de cercanías de vuelta a la gran ciudad. Podría bajar en alguna parada anterior del cinturón industrial y llegar antes a casa, pero mi obsesión es llegar con tren al corazón mismo de la gran ciudad, a una de esas míticas estaciones término cubiertas por una larga bóveda de cañón sobre la que el cielo se refleja en una prosaica uralita verde y andamiajes de hierro. Me gusta diluirme en la masa urbana que sale de los trenes presurosa e invade la estación a oleadas, como las naves aqueas llegaron a las playas troyanas. Somos anónimos Ulises que ya hemos llegado a Ítaca.

He nacido para vivir en la jungla del asfalto. Pero el problema de las urbes actuales es que cada vez son más jungla y menos asfalto. Quizá es que la relativa tranquilidad de una ciudad de 750.000 habitantes ha pasado a la historia y que hoy en día una ciudad media es casi una Nueva York en miniatura. Hay muchos aspectos de la gran ciudad que han cambiado en los últimos años y que la convierten en una selva selvática, áspera y fuerte, acechada por múltiples peligros y nuevos especímenes a los que no estábamos acostumbrados. Eso es lo que quiero plantear en el presente artículo.

Ya hablé en anteriores entregas de la variopinta fauna de proselitistas que acosa a los ciudadanos en las aceras y calles peatonales de la gran ciudad. En un par de años han cambiado algunas cosas. Los proselitistas religiosos casi han desaparecido del entorno urbano. Eso no quiere decir que ya no existan o ya no actúen, sino que utilizan otros medios. Por ejemplo, los fundamentalistas católicos parecen considerar que la calle es un escenario demasiado “pecaminoso”, “ciudadano” o “laico” y prefieren ejercer su ministerio en sus lugares de trabajo. A veces no consiguen cambiar de chip a tiempo y están a punto de darte la vara en el lavabo de caballeros, una táctica que más bien parece propia de otros colectivos. Estos fundamentalistas católicos también manejan con destreza los medios audiovisuales, sobre todo la radio (por eso de que los oyes pero no los puedes ver, como si fuera la voz divina llamando a Saulo), y aún conservan los restos del naufragio de la “TDT Party” en emisoras como Radio María y canales como 13 TV. Los proselitistas musulmanes tampoco bajan a pie de calle: ellos han sabido sacar partido como nadie de ese invento occidental que es la televisión y difunden su fe a través de Córdoba TV, que es como una versión cañí de Al Jazeera. Los que parecen totalmente desaparecidos en combate son los fundamentalistas protestantes: los evangelistas ya tienen llena su “parroquia” con hispanoamericanos y gitanos y no necesitan ir por la calle buscando almas descarriadas; los Mormones y Testigos de Jehová parecen haber sido barridos por los evangelistas y ni siquiera se les ve tocando al timbre de las casas para darte la vara en plan Avon.

Por todo ello, los proselitistas que nos acosan son casi exclusivamente laicos y pertenecen a variopintas ONGs. Afortunadamente, se identifican con petos de vivos colores y por ello los sufridos ciudadanos hemos aprendido a sortearlos, como una nueva destreza necesaria para poder sobrevivir en la jungla de la gran ciudad. Pero en muchas ocasiones es difícil. Por lo visto sus instructores son entrenadores de balonmano o policías/militares retirados y les enseñan a no dejar escapatoria a los ciudadanos “poco concienciados”: entre tres o cuatro cubren todas las salidas de una determinada zona y si consigues despistar a uno de ellos siempre hay otros dos que te “cazan”. Las salidas de las estaciones, bocas de metro, entrada a grandes almacenes y edificios oficiales y, sobre todo, las calles peatonales del Centro son los paraísos en los que actúan “a sus anchas”. Últimamente, además, han fichado a varios negritos (casi siempre se trata de ONGs francófonas que no creen en la civilización occidental y que sólo ayudan a los países del Sahel) para que no puedas escapar por velocidad. Y cuando te cazan, es difícil salir fácilmente de la trampa, pues (al igual que sus congéneres religiosos) tienen un discurso elemental pero bien aprendido y se anticipan a todas tus posibles objeciones. Creo que el programa Callejeros debería dedicarles un programa con metodología de documental de naturaleza salvaje (e imitando la voz de Félix a ser posible), aunque me da que ese programa simpatiza mucho con este colectivo y por eso no se atreve a hacerlo.

Pero en los últimos años ha cobrado fuerza un colectivo que emplea maneras mucho más agresivas que los proselitistas de las ONG. Se trata de los camareros que trabajan en locales del Centro, sobre todo desde que Valencia se convirtió en escala favorita de los cruceros que surcan el Mediterráneo. Esa forma de actuar no es nueva: en los alrededores de la Jefatura de Tráfico, cerca de donde vivo y donde ocurrió el silenciado accidente de metro, han crecido como hongos decenas de gabinetes para la revisión psicotécnica necesaria para poder renovar el carnet de conducir, y es frecuente ver a mujeres de buena presencia enfundadas en una bata blanca a veces muy ceñida abordar a los transeúntes, pensando que todos lo que pasamos por allí vamos a renovar el carnet (y algunos acabamos pensando que es una película en enfermeras). Pero en el caso de los restaurantes, la situación se ha desmadrado: camareros y camareras salen con descaro de su “zona técnica” y te abordan, llegan a veces a cogerte del brazo para que contemples los detalles de la carta del día. Curiosamente, no actúan de igual manera con los guiris de los cruceros, que serían su objetivo prioritario, pues parece ser que en el restaurante algún experto en pragmática intercultural les ha explicado que los guiris anglosajones, germánicos y nórdicos suelen mantener una separación física mayor que los latinos y además sienten aversión al contacto físico con extraños.

En Valencia no tenemos policía autonómica. Y visto lo visto en otras comunidades y el turbio empleo de la Radiotelevisión pública en la nuestra, creo que es una bendición. Bueno, de vez en cuando pululan algunos coches nuevos, pintados de azul claro y blanco como los coches de policía de las series americanas de los 70, que parecen ser el embrión de una policía autonómica valenciana, pero es muy probable que ese embrión sea “congelado” (como nuestros sueldos) y finalmente desechado (para desesperación, supongo, de los fundamentalistas católicos antes mencionados). Pero el dato real es que no tenemos una policía autonómica “cañera” como la que hay en una comunidad vecina y a la vez lejana como es Catalunya. ¡Caray con los Mossos d´Esquadra! Van “a trossos y mossos”, te pegan y “te muerden”, te dan con la escuadra y el cartabón. Tan solo se puede decir en su descargo que son muy “democráticos”, pues igual vejan y apalean a inmigrantes que a empresarios. Los sueños de la razón autonómica han producido verdaderos monstruos (y despilfarros). Es paradójico y esperpéntico lo que ocurre en nuestra piel de toro (perdón a los antitaurinos, aunque Espriu ya usó la metáfora): toda la vida quejándonos de la Guardia Civil -sobre todo los que somos intelectuales, artistas y gentes de mal vivir- y ahora resulta que los malos malísimos son los Mossos d´Esquadra (La Ertzantza tampoco sirve para mucho, pero al menos no pega tanto y queda bien en las películas de James Bond). A su lado, la Guardia Civil es un cuerpo ejemplar, que realiza bien con pocos medios tareas tan importantes como la protección del medio ambiente, el control aduanero, la lucha contra el narcotráfico y el contrabando (jugándose la vida en ese nido de piratas que es Gibraltar) y, sobre todo, impedir los asaltos masivos y planificados de la valla de Melilla por parte de subsaharianos que siempre han ido de chulitos por la vida. De todas maneras, los Mossos d´Esquadra siguen teniendo apologetas entre la clase política y los medios de comunicación, gentecilla que viene a decir que si te pegan en catalán te duele menos que si te pegan en castellano. De hecho, un equipo de investigadores de una prestigiosa universidad catalana (en teoría pública, aunque desde su fundación se ha dedicado únicamente a formar a los cuadros medios y altos del funcionariado del Principado) han realizado un experimento donde demuestran empíricamente esa idea sintética a priori (lo de que si te pegan en catalán te duele menos). En un reciente artículo titulado "Painless effects of brain neurotransmitters involving sounds of Catalan language (after being hit)" y publicado en la revista Neuroscience, estos investigadores confirman que la lengua catalana posee unos fonemas (palatales y sibilantes sonoras) cuyos armónicos y frecuencias de onda inhiben la actuación de los neurotransmisores responsables de la sensación de dolor físico en el hipotálamo, mientras que la lengua castellana, por el contrario, al ser más áspera en su fonética (recordemos que en su origen es latín vulgar muy rústico hablado por medio vascos) sí potencia la aparición de estos neurotransmisores del dolor. Cosas veredes, amigo Sancho.

El último peligro que debemos reseñar en nuestras ciudades modernas es el recrudecimiento de las actividades perpetradas por las mafias de gorrillas aparcacoches en las calles más céntricas de la ciudad. Además, cada zona está controlada por gentes de una determinada procedencia geográfica, cada vez más exótica: los hindúes controlan por completo la zona del Mercado de Jerusalén, mientras que los rumanos son especialmente activos en las calles que desembocan en la flamante Estación del AVE. Lo que llama la atención es que actúan casi las 24 horas del día, y cuando uno acude al tren de cercanías a las 7 de la mañana ya están ahí “controlando” el tráfico. O más bien lo que de verdad llama la atención es que los cuerpos policiales se dediquen a exprimir con multas a los automovilistas y a los ciudadanos que protestan legítimamente contra el recorte de libertades y la privatización de los servicios públicos y en cambo se inhiban (como los neurotransmisores) ante esta flagrante alteración del orden público, quizá porque al detener a personas que no tienen ni papeles ni cuentas corrientes ni pagan sus impuestos no obtengan beneficios económicos inmediatos en forma de multas.

En fin, estos son los nuevos peligros de la gran ciudad. Y los que tenemos vocación de urbanitas nos debemos acostumbrar a ellos.

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