domingo, 23 de junio de 2013

Los españoles y el aprendizaje de lenguas extranjeras: historia de un desencuentro

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(VII: 2012-2013)

Juan Gómez Capuz


LOS ESPAÑOLES Y EL APRENDIZAJE DE LENGUAS EXTRANJERAS: HISTORIA DE UN DESENCUENTRO.

En los últimos años, la demanda por aprender lenguas extranjeras ha crecido considerablemente en España. Eso ha motivado que incluso algunos centros educativos de secundaria y bachillerato acojan extensiones locales de las escuelas oficiales de idiomas. Entre la gente más joven parece afianzarse la idea de que el dominio de al menos dos lenguas extranjeras es fundamental para su futuro laboral, dentro y sobre todo fuera de España. Pero hasta hace muy poco tiempo la actitud de los españoles era muy distinta y parece que, como en otros muchos ámbitos, nos hemos puesto las pilas tarde y mal. Como diría nuestro añorado y políglota Jose Mourinho, ¿por qué?

No hace falta ser un gran lumbrera, como los tertulianos de la tele y de la radio, para constatar que una de las grandes asignaturas pendientes de este país ha sido el aprendizaje de lenguas extranjeras. Ha sido uno de nuestros endémicos puntos débiles, que han debilitado la imagen de España y de los españoles en el resto del mundo. Recuérdese el ridículo en la primera participación de España en Eurovisión, cuando ningún miembro de nuestro jurado comprendía lo que nos decían desde Europa en francés e inglés. Y supongo que si los representantes de España en Eurovisión siguen cantando en castellano, no sólo se debe al poderío de nuestra lengua sino también al hecho de que nadie en España está cualificado para cantar en inglés ante un auditorio internacional. Aunque las comparaciones son odiosas, nos debería dar verdadera vergüenza ver cómo cualquier portugués, además de vender toallas, tiene un magnifico nivel de castellano e inglés, y cómo cualquier político de segunda fila de un país de juguete de Europa del Este se expresa fluidamente en inglés.

Hay muchos factores que en España han producido ese fatal retraso. En primer lugar, resulta obvio que el aprendizaje de idiomas en los niveles no universitarios siempre han sido muy deficientes: al principio, porque no había profesionales competentes y los métodos de la época eran absurdos y desfasados (“my tailor is rich”), centrados en un modelo de lengua escrita que no servía para la interacción comunicativa real; después, porque pese a contar con profesionales preparados, se han considerado las lenguas extranjeras como simples asignaturas que provocaban en los alumnos el mismo rechazo que las asignaturas tradicionales. Y nos hemos equivocado por completo, porque una lengua extranjera no es una signatura ni un conjunto de reglas gramaticales, sino una ventana abierta al mundo, el vehículo necesario para comprender la manera de ver el mundo que tienen otros pueblos y culturas (parafraseando la frase de Unamuno sobre que el nacionalismo es una enfermedad que se quita viajando, podríamos añadir que también se quita aprendiendo idiomas).

Y creo que aquí subyace otra de las grandes causas de nuestra “incompetencia” en lenguas extranjeras: parece que los españoles hayamos perpetuado la cerrazón y la desconfianza hacia Europa imperante desde los tiempos de Felipe II, quien prohibió a los españolitos estudiar allende nuestras fronteras. Incluso hoy en día, sobre todo en Castilla, se ha sobrevalorado la lengua castellana como única forma válida de ver el mundo y se ha considerado a quien hablaba otras lenguas, fueran autonómicas o extranjeras, como un hereje y un traidor. Muestra de esa actitud absurda y trasnochada es el hecho de que muchos españoles monolingües castellanos no comprenden ni aceptan que un deportista, artista o político español salga en un telediario hablando en inglés porque simplemente está en una competición o “evento” en el extranjero y emplea el inglés como lengua internacional. Estos españoles, en cuanto ven subtítulos en castellano y habla un español, sufren una subida de tensión y están a punto de organizar un golpe de estado. Por ello, nuestros personajes públicos han de hacer un ejercicio de funambulismo para no herir ninguna sensibilidad en nuestro complejo país. La muestra más palmaria es la curiosa regla no escrita que siguen los deportistas, sobre todo futbolistas y entrenadores (p.ej. Guardiola), consistente en responder en la misma lengua en la que se les ha formulado una pregunta, una especie de “cuius quaestio, eius responsum”, por analogía con el “cuius regio, eius religio” de las guerras de religión en la época de Carlos V (este sí que hablaba varios idiomas, porque no era español, sino un belga por soleares que se vino “de Erasmus” a España y se quedó, y además practicaba un curioso multilingüismo diglósico muy bien organizado: hablaba en castellano con los hombres, en francés con las mujeres, en latín con Dios…y en alemán con su caballo, chúpate esa Merkel/suck this one/licken Sie diese).

Por tanto, hablar idiomas extranjeros en España no sólo es poco frecuente sino que a menudo es un riesgo y una heroicidad. Lo puedo decir por experiencia propia, porque cuando comento de pasada que hablo siete idiomas, muchos monolingües castellanos se espantan de que puedan existir “tantas” lenguas. Pero yo cuento varias veces con los dedos y me salen siete: castellano, valenciano/catalán, inglés, francés, alemán, italiano y portugués. Y además doy clases de latín. Pero para muchos biempensantes españoles yo seré un “bicho raro” y posiblemente “un mal español” como mi paisano Berlanga (Franco dixit). Aunque para ser justos, también debemos señalar que los grandes defensores de la enseñanza en catalán, gallego y vasco tampoco sienten mucha simpatía por las lenguas extranjeras europeas: constantemente cuestionan su validez y utilidad, y son especialmente hostiles hacia el inglés, lengua a la que consideran “frívola, invasora e imperalista”.

Además, el hecho de que haya realizado mis estudios de lenguas extranjeras en instituciones vinculadas a los gobiernos o embajadas de estos países y no en la tiránica Escuela de Idiomas española ha complicado más aún las cosas. Mis títulos de 7º/Avanzado de Inglés en el British Council, mi DELF 1º Degré en el Institut Français y mi Zertifikat Deutsch als Fremdsprache en el Centro Alemán/Instituto Goethe nunca han tenido ninguna validez en España como méritos para acceso a la función pública o como méritos para plazas universitarias. Los he conservado por motivos sentimentales, porque me costaron bastante esfuerzo y porque en Europa sí serán tenidos en cuenta. Sólo ahora, cuando las autoridades españolas pretenden que los títulos equivalentes del Instituto Cervantes tengan validez, se empieza a hablar de homologar los títulos citados, de acuerdo con los niveles del marco común de referencia europeo, según el cual mi nivel de inglés sería un C1, y los de alemán y francés un B1. Pero sigue siendo un reconocimiento honorífico, pues las instituciones citadas aducen que no tienen autoridad para hacer la equivalencia y las Escuelas de Idiomas rechazan estos certificados con el curioso y esperpéntico argumento de que “no están en castellano”. Y volviendo a lo anterior, el hecho de haber estudiado en estos centros vinculados a los gobiernos o embajadas de estos países ha sido visto por algunos españoles biempensantes como un acto de traición a la patria española: algunos han llegado a insinuar que yo era un agente secreto al servicio de potencias extranjeras, en concreto el Reino Unido, Francia y Alemania, como si yo fuera una versión actualizada de mi tocayo Juan Pujol, alias “Garbo”. Y ahora debo confesar que es cierto: mi propósito siempre ha sido que España y sus comunidades autónomas (en especial, Madrid, Catalunya y Euskadi) caigan en la esfera de influencia de la Commonwealth, de la Francophonie y del IV Reich (el destino de la Comunidad Valenciana no me preocupa tanto, porque de todos modos seguirá siendo el puticlub de Europa).

En cuanto a los muchos jóvenes españoles que leéis mis artículos, quiero que tengáis claro que si en estos tiempos de crisis deseáis salir adelante, aquí o en el extranjero, debéis alcanzar un nivel B2 de inglés y un nivel B1 de otra lengua europea, preferentemente francés o alemán (son ellos los que me pagan, claro). Si os gusta la poesía y la musicalidad, elegid el francés porque cualquier cosa dicha en francés suena a poesía; si os gusta la lógica y la expresión del pensamiento abstracto, elegid el alemán porque cualquier cosa dicha en alemán suena a filosofía (o asusta). Yo, personalmente, prefiero el alemán (malgré elle, es decir, la Merkel). En todo caso, debéis recordar que cualquier lengua extranjera tiene sus dificultades. El inglés no tiene apenas flexión, pero tiene un orden de palabras muy estricto, los malditos phrasal verbs y, sobre todo, es una pesadilla para la comprensión oral (los listenings); además, cuanto más inglés estudias, más tienes la sensación de saber menos o de comprobar que las cosas se dicen en inglés de una manera completamente diferente (parodiando la frase de Groucho Marx sobre dejar de fumar, se podría decir que “aprender inglés es muy fácil: yo lo he intentado miles de veces”). Por su parte, el francés también presenta dificultades en la comprensión oral y tiene unos verbos irregulares muy complicados (agravados por el hecho de que sólo se pronuncia en realidad la primera parte de la palabra, como en el chiste de Gila de que para pronunciar bien el francés tienes que taparte del ojo derecho). Y finalmente el alemán tiene todas las dificultades juntas: verbos irregulares, verbos separables al estilo de los prhasal verbs, orden de palabra estricto, casos como el latín, y lo peor, los sustantivos tienen tres géneros y diversas formas de hacer el plural que debéis aprender de memoria; además, todo eso se olvida deprisa si no se repasa, con lo cual la lengua alemana necesita más mantenimiento que un tanque, porque el género y los plurales son como las mujeres en el Don Juan tenorio: basta una hora para olvidarlas.

Así que, queridos jóvenes, aprended idiomas cuanto antes. Y aprendedlos bien.

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