lunes, 14 de enero de 2013

Deportes de antaño: el fútbol-patio

LOS ARTÍCULOS DE "EL POBRECITO HABLADOR"
(VII: 2012-2013)

Juan Gómez Capuz

DEPORTES DE ANTAÑO: EL FÚTBOL-PATIO.

Últimamente, en diversos blogs he leído evocaciones de un deporte que fue muy popular en los patios de colegio en los años 70 y principios de los 80, y que hoy en día parece volver a resurgir: era el fútbol de patio de colegio, jocosamente denominado a posteriori “fútbol-patio”, un totum revolutum o caos ordenado que permitía a la chiquillería del baby-boom imitar a sus ídolos (en aquella época, circa 1974-1984, Cruyff y Maradona) y, sobre todo, pasárselo en grande durante la media hora del recreo de media mañana. El fútbol patio fue afición compartida por los colegios privados de curas y por los colegios públicos, orientándose sobre todo a los alumnos de segundo ciclo de E.G.B., entre 11 y 14 años. Ahora bien, en los colegios privados de curas, con una ratio desbordada de 40 alumnos por aula, todos chicos (pues aún se practicaba la educación segregada a la que algunos lumbreras quieren volver), las pintorescas peculiaridades del fútbol patio que ahora comentaremos alcanzaron su máxima esplendor. Si el lector es un varón español entre 40 y 50 años, o uno más joven que quiere conocer esos hábitos lúdicos pre-cibernéticos por interés antropológico, le invito a sumergirse en un ejercicio de nostalgia sociológica al estilo de Palmiro Capón y Cuéntame.

En efecto, uno de nuestros esparcimientos favoritos, sobre todo durante los últimos cursos de la E.G.B., lo constituía el partidillo que jugábamos en el recreo matutino, de 11 a 11.30. Cuando no llovía, se nos permitía jugar en el patio grande, amplísimo y nuevo. Para aprovechar mejor el espacio, juntábamos dos canchas de balonmano o baloncesto y las convertíamos casi en un campo doble, a la larga, pero eliminando los extremos de las dos canchas originales. Con eso obteníamos una especie de campo de fútbol-7, de unos 40 metros de largo por 25 de ancho. Claro está que se trataba de un campo imaginario (o como dirían ahora, virtual), cuyas dimensiones y lindes sólo conocíamos nosotros, los iniciados, pero pronto nos acostumbramos a sus dimensiones y nadie protestó un fuera de banda o un córner (protesta, por otra parte inútil, pues siempre jugábamos sin árbitro).

Así explicado, todo parecía perfecto. Habíamos conseguido optimizar el espacio, como se dice ahora (observe el lector que los conceptos que usamos actualmente son una forma pedante y a veces cruelmente eufemística de explicar realidades que siempre han existido, sobre todo en los años 70, cuando empezamos a incorporarnos en la modernidad, especialmente los de nuestra generación, a la que inocularon desde niños con sintagmas, conjuntos y diagramas de Venn). El problema que surgía no era de espacio, ni de tiempo (media hora era más que suficiente para poder descargar toda nuestra adrenalina, y eso que siempre jugábamos vestidos de paisano, pues no había tiempo para cambio de ropa ni para duchas), sino de poblamiento. Para empezar, que el grupo de 6º B quisiera jugar un partidillo en esa cancha virtualmente engrandecida, significaba que casi todos de los 40 alumnos de ese grupo iban a jugar. Algunos se rajaban al final, porque eran poco deportistas, llevaban gafas o estaban resfriados, pero esos descartes apenas llegaban a diez alumnos, con lo que se planteaba de inicio un partido de 15 contra 15 en lo que hoy serían las dimensiones de una cancha de fútbol-7 (es decir, para los que no tengan ni repajolera idea de fútbol, de un partido de 7 contra 7). Eso suponía ya de entrada un superpoblamiento de la cancha. Pero también era normal que los de 6º A también quisieran jugar, y los 7º B, etc. ¿Cuál era el resultado? El multipartido, llamado a veces también fútbol-patio, aunque prefiero la denominación de multipartido por analogía irónica con el concepto moderno de multipropiedad, que ha resultado ser una engañifa o un caos a la hora de que varias familias compartan a lo largo de un año un apartamento o bungalow de playa. Nuestro multipartido también me recuerda al experimento actual de algunos canales de pago mediante el cual un espectador puede contemplar cuatro partidos de fútbol a la vez en una misma pantalla panorámica, la llamada multipantalla, aunque me imagino que se volverá tarumba. Pero a diferencia de los numerosos quebraderos de cabeza que en tiempos modernos ha ocasionado la multipropiedad y a la sobredosis de información visual de la multipantalla, nuestro multipartido funcionaba razonablemente bien, quizá porque habíamos interiorizado a la perfección en nuestro ADN futbolístico las reglas de tan singular juego. Volviendo al razonamiento anterior, el multipartido suponía en la práctica que se jugaban cinco o seis partidos simultáneamente en la cancha doble. Si cada partido ponía en juego unos 30 jugadores, 5 partidos suponían un total de… ¡150 jugadores en la misma cancha! A eso hay que añadir que en ocasiones también se jugaban a la vez dos partidos de baloncesto en las dos canchas verticales destinadas realmente a tal deporte, pero que nosotros habíamos transformado en una horizontal para jugar al fútbol-15; por tanto, los del baloncesto jugaban en perpendicular a nosotros, para complicar más el asunto. Cualquiera pensaría que tal densidad de niños y preadolescentes pululando en pos de cinco pelotas (obviamente, cada partido tenía su balón y se procuraba que fueran diferentes y de vivos colores) provocaría un verdadero caos y que las interferencias entre un partido y otro serían continuas. Nada más falso. Los cinco partidos eran como universos paralelos y los que jugaban en un determinado partido ignoraban por completo lo que sucedía en los otros, casi como si estos no existieran (y más ajenos nos resultaban todavía los dos partidos de baloncesto, cuyos jugadores nos parecían entonces traidores yanquis a la tradición futbolística hispánica). De hecho, creo que los astrónomos de mayor prestigio deberían haberse pasado por nuestro patio grande para comprender mejor los enigmas del universo, en especial, la teoría del caos y los universos paralelos. Allí, en el patio grande, cada uno iba “a su bola”, como se dice ahora. Era un partido de 15 contra 15 y lo demás no importaba. Y no debía importar. Una de las infracciones más severamente castigadas en nuestro código no escrito consistía en interferir en los lances de un partido ajeno. Más de una vez algún profesor de guardia acudió presto tras una agresión y preguntó:

-¿Por qué le habéis pegado a ese niño?

Pero siempre recibía de la multitud jugadora, con una sola voz y en plan Fuenteovejuna, la siguiente y contundente respuesta:

-Porque se ha metido en un partido que no era el suyo.

Interferir en un partido ajeno era una infracción muy grave. Pero lo que constituía un verdadero crimen nefando era que el portero de un partido detuviera un balón de otro partido que iba a gol. Lo normal era que los cinco porteros estuvieran acantonados en la raya de gol de su portería de balonmano, como si formaran una barrera o estuvieran en una garita militar. Pero cuando el balón de un partido se acercaba a esa área, los demás porteros se inhibían y se escondían detrás de la portería (sobre todo en los casos afortunados en que la portería tenía redes, que eran los menos). Y lo mismo ocurría con los demás defensas. Visto por un observador externo, parecía una compleja y harto ensayada coreografía, pero para nosotros era algo casi tan intuitivo como los complejos bailes rituales de las abejas y otros insectos. Por tanto, que un portero se atreviera a parar o despejar un balón de otro partido que iba claramente a gol era algo imperdonable. Recordaba a esas situaciones en las que un viajero en el tiempo, sobre todo hacia el pasado, intenta alterar los acontecimientos de esa dimensión, ya que al alterarlos repercutirán en el futuro. El portero que se atrevía a alterar el orden natural de las cosas era visto como un suicida o un clonador humano y por tanto era linchado sin compasión por los jugadores del otro partido. De todas maneras, sabiendo el castigo a que era acreedor, casi ningún portero se atrevía a interferir en partidos ajenos.

El inicio de cada partido seguía unos rituales también complejos. En primer lugar, en cada clase había dos alumnos especialmente hábiles con el balón (a la vez que poco hábiles con los estudios) que se erigían en capitanes de los dos equipos del grupo. Para elegir a los demás miembros del equipo, ambos capitanes se colocaban encarados a cierta distancia (como en un duelo a pistola) y comenzaban a acercarse haciendo pies y diciendo oro, plata . El que conseguía pisar al otro ganaba y tenía derecho a elegir primero a un jugador, aunque en la práctica, este ritual se reservaba para principio de curso, pues hacía perder mucho tiempo; los equipos elegidos a principio de curso seguían vigentes hasta que este acababa. Además, debemos tener en cuenta que la media hora del patio debía aprovecharse al máximo, pues también era el periodo destinado a comerse el bocata del almuerzo; por ello, la mayoría de los alumnos jugaban al fútbol-patio a la vez que iban devorando el bocata del almuerzo, al igual que hacen los ciclistas con el avituallamiento. Volviendo a los criterios de elección de jugadores, estos eran muy simples: primero los capitanes elegían a otros alumnos con habilidades futbolísticas, rápidos y regateadores, así como constructores de juego que pudieran funcionar como centrocampistas organizadores; a continuación elegían a alumnos robustos y brutos para que ejercieran el papel de defensa leñero e infranqueable; finalmente, elegían a los demás, que eran la morralleta de la clase, los que no tenían ninguna habilidad en el juego y sólo se apuntaban para pasar el rato. Esto explica también la peculiar disposición táctica del fútbol patio: los quince jugadores de cada equipo se repartían entre 1 portero, 3 defensas, 3 medios y 8 delanteros. Esta disposición netamente ofensiva era curiosamente parecida, según he visto en documentales, a la del antiguo calcio florentino, deporte de pelota masificado y ofensivo que todavía se practica en curiosos reenactments para nostálgicos y turistas; quizá nuestro fútbol patio fuera el eslabón perdido entre el calcio florentino y el fútbol moderno, y nosotros sin saberlo. De todas formas, aparte de la importante función que desempeñaban los escasos defensas y medios (por eso los elegían primero), el 80% de la posesión de balón en el fútbol patio correspondía a los dos capitanes, que ejercían como delanteros insignia de cada equipo. Todos los demás teníamos la obligación no escrita de pasarles el balón a la primera de cambio. Porque el resto de jugadores, la morralleta, éramos meros delanteros de apoyo (backing forward, supporting forward o anonymous forward en la terminología anglosajona) que estábamos allí sólo para hacer bulto (de los 150 jugadores que se daban cita en el patio, 80 eran delanteros de apoyo, que apenas jugábamos, de ahí que el campo no estuviera tan masificado como parecía a primera vista). Los únicos que jugaban de verdad eran los dos capitanes, y eso funcionaba así en el fútbol patio de todos los rincones de España. Quizá por eso en blogs o foros donde se evoca esta extraña modalidad de fútbol ya pretérita, se suelen establecer curiosas comparaciones con el juego actual de Madrid y Barça, excesivamente dependientes de sus dos megaestrellas, Cristiano Ronaldo y Messi (hasta el punto de que cuando están ausentes, sus respectivos equipos pierden o pasan por muchos problemas).

Una vez establecidos los equipos, cada partido comenzaba de manera solemne: el capitán de uno de los equipos se dirigía al centro del campo (recordemos que nunca había árbitros) y mostraba sus habilidades pegando un patadón al balón de manera que este adquiriera la máxima verticalidad y se elevara al menos quince metros sobre el suelo. Sólo cuando el balón volvía a caer al suelo, comenzaba oficialmente el partido. Otro espectáculo curioso ocurría cuando el balón superaba los altos muros y se encalaba, dando en terrenos habitados por personas de mala reputación. En ese caso, todos los jugadores del partido (y aun los de partidos ajenos) entonaban a una sola voz la súplica de “la bola, la bola”, hasta que esta nos era devuelta. Lo que constituía un verdadero acontecimiento social era el lanzamiento de un penalti. Como no había árbitros, solo se señalaban los penaltis tan evidentes que incluso eran reconocidos por los integrantes del equipo infractor. Por supuesto, el encargado de lanzarlos era el capitán del equipo. No obstante, existía una especie de ley de la ventaja bajo el lema de “penalti y gol es gol”, de manera que un jugador que recibía una entrada salvaje, se daba de bruces contra el cemento y perdía dos dientes, pero pese a todo conseguía introducir el balón en la portería contraria, había anotado un tanto que se consideraba válido y la gente de su equipo lo consolaba diciendo:

-Tranquilo, no llores, no te preocupes por tus dientes, que ha sido gol.

Por último, otra curiosa regla del multipartido, y que en cierto modo fue pionera de normas posteriores del fútbol “normal”, la constituía el reto de “el que marque gana”, frase pronunciada dos minutos antes de que tocara el timbre del final de patio por jugadores del equipo de que iba perdiendo escandalosamente (por ejemplo, 10 a 3). Es decir, que todo lo anterior no valía y todo se decidía a este último lace, a cara o cruz, verdadero antecesor del moderno (y ya eliminado) “gol de oro”.

Esas eran las reglas del multipartido o fútbol-patio. Ahora me resultan muy extrañas, y hasta difíciles de poner en práctica (sobre todo las de no interferir en partidos ajenos y la de comer el bocata mientras se juega, pues es sabido que a los hombres adultos nos cuesta hacer dos cosas a la vez). Pero creo que si los compañeros de antaño nos reuniéramos para jugar de esa manera, a la media hora habríamos recordado todas esas reglas olvidadas en los desvanes de nuestro cerebro y podríamos jugar sin problema. No creo que las nuevas generaciones comprendan ni practiquen un ejercicio tan complejo como el multipartido. Entre que los colegios de curas son mixtos y que los preadolescentes son más dados a jugar con la PSP que a darles patadas a un balón (ahora prefieren dárselas a sus compañeros o al profesor), el multipartido es otra de las muchas atávicas costumbres de los años 70 y primeros 80 que ya han pasado a la historia.

2 comentarios:

  1. jajajajaja. ¡me quito el sombrero!
    He recalado aquí de casualidad y me he pasado un buen rato con tu análisis.
    Un abrazo.
    Lalo Kubala

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  2. Gracias por tu comentario sobre este artículo nostálgico-deportivo. Por cierto, ¿tu sobrenombre de Lalo Kubala guarda alguna relación con ese alter ego llamado Palmiro Capón y que también practicó el fútbol-patio en los Escolapios a finales de los 70? De hecho, este artículo sirvió de "calentamiento" para un partido de viejas glorias de los ue acabamos BUP en Escolapios de Carniceros en 1984.

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