PROTOHISTORIA DE LA CANCELACIÓN (LAS ÚLTIMAS CANCIONES DE THE BEATLES)
Juan Gómez Capuz
Pensamos que la caza inquisitorial sobre las letras de canciones es cosa del presente, de una sociedad identitaria, hipersensible (solo para lo que quiere), ofendidita, escandalizable, multiculturalista (es decir, que odia la cultura occidental), misándrica, neomoralista y biempensante (con valores que casi siempre caen de un extremo de la balanza ideológica, aunque a veces generan una reacción del otro extremo, como bien apunta Carlos Pérez de Ziriza en su trabajo en el volumen colectivo, muy recomendable, Ficciones las justas). En suma, una sociedad gilipollas.
Solo en ocasiones algunas talibanas han intentado una cruzada retroactiva contra el presunto machismo de canciones de grupos como Hombres G, como fue el caso de Ana Morgade, pero estos intentos retroactivos de cancelación tuvieron poco recorrido porque los pollaviejas cerramos filas a favor de nuestros ídolos de los 80.
Pero a finales de los años 60 ya hubo un grupo que sufrió en sus carnes los rigores de las interpretaciones disparatadas y de las cancelaciones absurdas. Con ellos empezó todo, como diría Gerard Piqué. Porque en sus tiempos de gloria en activo, The Beatles siempre fueron la piedra de toque y el chivo expiatorio: todas las letras de sus canciones, sobre todo cuando fueron haciéndose más complejas y a veces herméticas a partir de 1965, fueron analizadas hasta la paranoia for exégetas, jetas, followers y haters, a un nivel comparable al de ahora, pero 60 años antes y sin redes sociales.
Parece ser que la paranoia comenzó con las declaraciones sacadas de contexto de John Lennon en 1966 diciendo que The Beatles eran más famosos que Jesucristo, con la consiguiente quema de discos en Estados Unidos (recordaba a los convulsos años 30) y sus agitadas últimas giras llenas de sustos, sobre todo en Filipinas. Algunas canciones de Lennon de ese periodo ya suscitaron comentarios críticos, en una época aún posvictoriana en la que casi todo estaba prohibido por la derecha (nadie imaginaba, excepto Orwell, que 60 años después la izquierda haría casi lo mismo): la relación extramatrimonial en “Norwegian Wood (This bird has flown)” (traducida en la España franquista como “El ruiseñor voló” en las tercermundistas cintas de casete de las EMI-Odeon); la acumulación caótica y escatológica de “I am the walrus”, con aquella mención a la “sacerdotisa pornográfica que se ha bajado las bragas” (algo que hoy en día sería aplaudido como performance de empoderamiento feminista a lo Bad Gyal); la laudatio del médico que trapichea con drogas en “Doctor Robert”; las psicodélicas y lisergicas “She said she said” y “Tomorrow never knows”; y como culminación, “Lucy in the Sky with Diamonds”, cuyas siglas no dejaban lugar a dudas y que fue prohibida por muchas emisoras de radio (como dato que gustará mucho en España, hay que recordar que la BBC la tomó con los Beatles y vetó muchas más canciones suyas que el régimen de Franco, que solo se atrevió a prohibir “The Ballad of John and Yoko”, por sus blasfemias y su negacionismo de la españolidad de Gibraltar, y la sustituyó por “One after 909” en el Doble Azul). Por cierto, varias de las canciones citadas pertenecen al magnífico elepé Revolver, que en 2010 fue considerado el mejor álbum rock de todos los tiempos en un bizarro top ten elaborado por el periódico L´Osservatore Romano, cuando la revista más estándar Rolling Stone la había dejado en el puesto 3.
Pero si lo de Lennon era de esperar, quien abrió la caja de los truenos a partir de 1968 fue McCartney. ¿Qué peligro podía tener el bueno de Paul, aparte de ser un ecologista amante de la hierba? Pues resulta que muchas de las canciones de Macca del periodo 1968-1970 fueron malinterpretadas por mucha gente y provocaron enormes polémicas. Veamos algunos ejemplos.
Cuando los Beatles pasan varios meses en su retiro hindú en compañía del santón y acosador Maharisi Yogi (¿dónde están mis emparedados?), el Beach Boy Mike Love le propone a Paul, medio en broma, quizá por efecto colateral de algún cigarrillo de la risa, hacer una canción tipo “California Girls”, “Surfin´ USA” o incluso “Back in the USA” de Chuck Berry. Paul, también colocado y propenso a los retos estilísticos, recoge el guante y pergeña un espléndido rock and roll para piano titulado “Back in the USSR”: la historia de un espía soviético que al volver a su patria después de años de servicio en Ocidente, evoca todo lo bueno que tiene el Soviet Way of Life: la belleza de las chicas rusas y ucranianas que mantienen “calentito a su camarada”, el sonido hipnótico de las balalaikas, la belleza del paisaje desde el norte helado al sur cálido, lo que le permite jugar con la mítica canción de Hoagy Carmichael y decir que “Georgia is always on my mind”, pero claro, refiriéndose a la Georgia soviética. El problema es que una canción tan graciosa se publicó justo en los meses del mayo del 68 y de la Primavera de Praga, y mucha gente se cabreó. La extrema derecha norteamericana, la John Birch Society de la que tanto hablaba Bob Dylan, no supo captar la broma y calificó la canción como “prosoviética” y que los Beatles por fin se habían quitado la careta de agentes bolcheviques, como si fueran los Cinco de Cambridge. Por su parte, los dirigentes soviéticos, a la defensiva tras su brutal intervención en Checoslovaquia, interpretaron la ironía como una feroz crítica al modelo soviético y la consideraron prohibida in aeternum, diciendo que jamás se interpretaría en la Unión Soviética. Pero se equivocaron. La música rock entraba de tapadillo en la Unión Soviética a través de Berlín Este y del ingenioso método de grabar canciones en las placas de radiografías médicas (se ha estudiado poco ese apasionante tema). Cuando Elton John (eligieron al más modosito) fue autorizado a dar dos conciertos en la URSS en 1979, solo le pusieron como líneas rojas que no aireara su condición sexual (eran los lejanos tiempos en que la izquierda era tan homófoba como la derecha, aunque cueste creerlo, y si no que se lo pregunten al Che Guevara) y que no interpretara “Back in the URSS”: Elton cumplió la primera línea roja pero no la segunda, y fue la primera vez que se escuchó canción tras el Telón de Acero, pero sin mayores consecuencias. La apoteosis llegó en 1987, en plena Perestroika. Billy Joel, un norteamericano criado en plena guerra fría, autor de “Leningrad”, hijo de un alemán de Nuremberg de origen judío (estuve a punto de verlo en directo en Nuremberg en 1995), dio varios conciertos en aquella URSS en descomposición: en los bises del concierto se atrevió con “Back in the USSR”, nominalmente prohibida por unas autoridades desacreditadas, y aquello fue el delirio. Joel no sabía si sería arrestado (había más policías y militares que público), pero quedó estupefacto al ver que el público se sabía de memoria la letra de la canción, porque al estar tan prohibida se había convertido en una suerte de “pièce de résistance”, y fue agasajado con ramos flores y dobles banderas soviético-norteamericanas ondeando al viento. Todo aquello motivó que unos pocos meses después la discográfica oficial soviética Melodiya se pusiera en contacto con McCartney y le ofreciera editar un elepé de estándares de rock solo para el mercado soviético: ahí nació CHOBA V CCCP, el “álbum ruso” de Paul, cuya traducción es precisamente Back in the USSR, aunque lo más paradójico es que la canción que da título al disco no aparece en su interior como canción independiente: algunos críticos musicales especulan que quizá se debía a que la canción, como tal, seguía estando prohibida y por tanto no podía aparecer en una elepé oficial sociético. La última vuelta del destino se produjo en 2003, cuando Paul interpretó “Back inthe USSR” en la Plaza Roja, con Putin en primera fila, afirmando que era una de sus canciones favoritas (quizá se sintiera identificado con el protagonista de la canción).
Paul McCartney prosoviético da miedito, pero otra canción suya muy emotiva, “Hey Jude”, también dio mucho que hablar por tergiversaciones políticas. La canción en sí no tiene maldad: como todo el mundo sabe, está dirigida al hijo de John, Julian, para confortarle tras la agria separación de sus padres por culpa (como siempre) de Yoko Ono. Para que no “cantara” tanto, el siempre francófilo Paul reemplazó el nombre Julian por Jules, pero como aun así se le podía ver el plumero, finalmente lo cambió a Jude, un nombre no infrecuente en Inglaterra y que equivale en español a Judas. Como habían estrenado poco antes aquellas oficinas de Apple en Saville Row, al hueno de Paul no se le ocurrió mejor cosa que promocionar su canción escribiendo “Hey Jude” sobre la pintura blanca que solía ponerse en los inmensos ventanales de los edificios de oficinas de aquella época. Y ahí vino el lío. En aquella zona vivían muchos comerciantes judíos que habían sobrevivido al Holocausto y aquello les olió a cuerno quemado, les recordó aquellos carteles que las cuadrillas nazis pintaban con pintura blanca sobre los escaparates de las tiendas regentadas por judíos. Porque la carambola final del despropósito consistía en que Jude en alemán significa “judío” y se daba por hecho de que, como los Beatles habían actuado en Hamburgo, debían saberlo. Ergo interpretaron la canción como antisemita y apedrearon los ventanales del Apple (los Beatles sufrieron, paradójicamente, una Kristallnacht). Algunos versos de la canción, como el de “don´t carry the world upon your shoulders” incluso encajan con el “eterno judío”, el “ewiges Judentum” que decían algunos. Todavía hoy, en algunos conciertos, Paul debe aclarar que “Hey Jude” no tiene ninguna connotación antisemita, ni siquiera en el Festival de Glastonbury. Por si acaso.
Una canción prosoviética tiene un pase, otra antisemita también, pero una canción religiosa no se podía aceptar en el mundo del rock, a pesar de la creciente espiritualidad de finales de los 60, con los propios Beatles coqueteando con el Maharishi (y el Maharishi coqueteando con sus mujeres) o los delirios religiosos de gente como Santana, Cat Stevens, Bob Dylan, del propio George y otros (hay un magnífico libro, Aleluya del poeta y traductor Alberto Manzano, que analiza con detalle la curiosa imbricación entre religión y rock). Esa canción religiosa, pues en el fondo es una gloriosa power ballad góspel, es "Let it be". Todo el lío viene de otra malinterpretación de la letra. En aquellos momentos de descomposición del grupo, Paul sintió la visión de su madre, fallecida en 1957 de cáncer de mama (como Linda 30 años después, igual que la muerte violenta de Julia Stanley también tuvo su réplica en la de su hijo), que le animaba a tomar las cosas con calma. Además de ciertas metáforas de raigambre religiosa (“in my hour of darkness” remite a salmos y música religiosa barroca), el lío vino al hablar de “Mother Mary”: obviamente Paul se refería a su “madre Mary”, pero en la liturgia anglicana, que no cree en el dogma católico de la virginidad de María, Mother Mary es la designación habitual de la Virgen María. Ni siquiera la contraargumentación teológica del propio Paul, sosteniendo que su madre era católica irlandesa y que nunca le habría enseñado a él la expresión Mother Mary sino Virgin Mary, consiguió convencer al personal. Aún hoy, en bizarros sitios web latinoamericanos se traduce “Mother Mary” por “Virgen María”. Para más inri, resulta que la expresión let it be 'así sea', se considera en inglés la traducción más exacta de la fórmula latina amen (tal como aparece en Lucas 6:27). Recuerdo que el crítico musical Juan Antonio Cillero, en su antología de letras de los Beatles en la editorial Júcar, echaba pestes de esta canción por considerarla demasiado “beata” (aunque a mí “beata” me suena más a actriz porno húngara clásica, quizá porque los extremos se tocan). Esta diatriba religiosa también afectó, aunque no tanto, a la canción “Lady Madonna”: a partir de una imagen que había visto en la revista National Geographic, Paul construyó la historia de una madre soltera que se las ingenia para mantener a su numerosa prole, pero el término Madonna, con sus connotaciones de catolicismo latino, también escoció a mucha gente. De nuevo, Juan Antonio Cillero malinterpretó la canción (una de las pocas cuyo título no se tradujo al español en época franquista, cuando era obligatorio por ley) al sostener que era una canción de Lennon en la que criticaba a las familias numerosas católicas y defendía el uso de la píldora. Eso sí que es dorar la píldora.
Otra canción crepuscular de Paul, “Get back”, también suscitó polémica. En la canción se critica a una mujer transexual llamada Loretta Martin (es curioso, pero la transexual de La vida de Brian, un grupo tan conectado a los Beatles, también se llama Loretta) y aunque en la parte inicial se habla de un hippy californiano llamado Jojo, parece ser que en la versión originaria se trataba de un paquistaní. A todos ellos se les invita “a volver al lugar del cual proceden”. O sea, tránsfoba y xenófoba a más no poder, según los estrictos cánones actuales.
Pero el culmen de la incorrección política maccartniana fue su apología de la violencia. Embarcado de nuevo en un tour de force estilístico, Paul quiso hacer una canción más dura y sucia que las de The Who y al hacerla sentó las bases del naciente heavy metal. La cnión se llamaba “Helter Skelter”, un término que parece hacer referencia a las toboganes en loop de los parques de atracciones. De nuevo, la traducción oficial tardofranquista fue delirante: “Ni crudo ni cocido”, como si aludiera a la tragedia aérea de los Andes. Hoy en día se prefiere el modismo rimado “A troche y moche”. El problema es que otro desequilibrado muy peligroso llamado Charles Manson malinterpretó la canción como un llamamiento para ejercer la violencia indiscriminada a través de las chicas de su secta llamada La Familia. El resultado fueron los asesinatos múltiples que pusieron un sangriento punto y final a la Década Prodigiosa. Muy tocado por la asociación clarísima de su canción con los crímenes (Helter Skelter apareció escrito en las paredes con sangre de las víctimas), Paul tardaría más de 40 años en volverla a interpretar en directo.
Toda una cadena de malinterpretaciones, un cúmulo de fatalidades absurdas (como decía al definir el esperpento Valle Inclán, tan parecido al Lennon discapacitado de Magical Mystery Tour) hicieron que estas maravillosas canciones ya sufrieran a finales de los 60 los primeros y nocivos efectos de la cancelación y la ideologización pasada de vueltas.