Juan Gómez Capuz, Doctor en Filología
¿Dónde está Breslavia? Breslavia está muy lejos. Tan lejos que Ernesto Sevilla, de Muchchada Nui, tendría que gritar a pleno pulmón para que le oyeran desde allí. Tras aplicar un riguroso método cartesiano, he llegado a la conclusión de que Breslavia está en Polonia. Veamos el proceso: el campeonato de balonmano que acaba hoy es el Europeo de Polonia 2016; España (los Hispanos) ha jugado la primera fase en Breslavia; ergo, Breslavia está en Polonia porque de lo contrario no tendría sentido llamarlo "Polonia 2016". El problema es, ¿a qué ciudad concreta responde el exótico, latinizante y arcaizante nombre de Breslavia? A bote pronto, a mí me suena a la Sildavia de la canción de La Unión o a topónimo de El prisionero de Zenda, la típica ciudad de la Europa profunda habitada por una mayoría eslava y una minoría gobernante germanófona. Y lo cierto es que no andaba muy desencaminado, puesto que la exótica Breslavia es la ciudad de Wroclaw, la antigua Breslau prusiana, la histórica capital de Silesia históricamente disputada entre Polonia y Alemania. Quizá lo de Breslavia sea una solución salomónica, para no tener que ir explicando que la ciudad se llama ahora Wroclaw pero durante mucho tiempo se llamó Breslau y que luego te acusen de revisionista. Lo mismo ha sucedido con otras ciudades de su entorno, pues la página de la Wikipedia donde está Breslavia remite a la no menos exótica y rimbombante ciudad de Leópolis, que casi parece de ciencia ficción, del Imperio Bizantino o de novela de caballerías, pero que en realidad corresponde a otra ciudad disputada, la polaca Lvov y la hoy ucraniana Lviv (el término latino tiene cierta lógica, porque los nombres polaco y ucraniano corresponden a una raíz eslava que significa 'león', de ahí Leópolis, “la ciudad del león”).
El problema es que tengo la sensanción de que Breslavia y Leópolis son nombres “viejunos” (como dirían en Muchachada Nui, pero sin gritar), que fueron acuñados en castellano en el siglo XVI, pero desde hace mucho tiempo quedaron en desuso. Basta consultar diversos atlas, tanto actuales como de hace 30 o 50 años, para comprobar que estas formas antiguas no aparecen nunca, y que esas ciudades son mencionadas como Breslau/Wroclaw y Lvov/Lviv, muchas veces con la doble forma que refleja su azaroso destino. ¿De dónde han salido, entonces, estas formas tan antiguas y latinizantes que dormitaban el sueño de los justos? Parece ser que ciertas instancias idiomáticas del castellano, como el Diccionario Panhispánico de Dudas, el DPD de la Asociación de Academias (yo lo llamo el Depende, porque muchas veces da como buenas varias formas para un mismo topónimo o gentilicio con lo cual el profesional que lo consulta no sabe a qué carta quedarse) y sobre todo la Fundéu de la Agencia EFE han apostado fuerte por recuperar los llamados “exónimos tradicionales” del castellano y han “resucitado” estas formas tan antiguas.
Hay que recordar al lector que cuando la recién creada Monarquía Hispánica de los Reyes Católicos se abre al mundo y comienza a dominar Europa, se hace necesario adaptar los topónimos extranjeros a las pautas fonéticas y gráficas del castellano. Hasta aquí todo normal y justificado. El problema del castellano es que, desde sus inicios, tuvo una fonética muy elemental y pobre, un virus inoculado por su vecino el vasco cuando nació en las montañas del norte de Burgos y sur de Cantabria, apenas romanizadas. El vasco, lengua no indoeuropea, siempre fue enemigo de vocales abiertas y neutras (se limitó al a e i o u), de la v labiodental y, sobre todo, de las sibilantes y palatales sonoras (s sonora, fricativa g y africadas dg y dz). El castellano, tocado ya en sus genes, aún conservó dos almas (como el PSOE) y tuvo una norma meridional de Toledo que sí realizaba las sibilantes y palatales sonoras. Pero en el siglo XVI, con el traslado de la corte a Madrid (y por unos años, a Valladolid), la norma norteña seguidora de la fonética vasca triunfó definitivamente y se produjo la llamada “revolución fonológica”, que más bien era una involución. Eso es lo que explica que la fonética del castellano sea tan recia, tan monolítica y tan elemental, que se diferencie tanto de las lenguas de su entorno, incluso las románicas peninsulares (aunque el castellano ha conseguido inocular su virus vasco al gallego y al valenciano apitxat, variedades fuertemente castellanizadas). Eso también explica la proverbial torpeza de los castellanohablantes monolingües a la hora de aprender y hablar otras lenguas. Y todo esto viene a cuento porque creo que también condicionó la fuerte tendencia a castellanizar de manera radical topónimos que sonaban a chino porque contenían fonemas perdidos por el castellano en ese proceso. Con los topónimos alemanes, puestos de moda por la política común de Carlos rey emperador, un belga políglota que se vino de Erasmus a España y se quedó, la castellanización siguió pautas latinizantes y eclesiásticas: Colonia, Baviera, Ratisbona, etc. Eso lo podemos ver en el mítico cuadernillo de resumen de gramática latina del Diccionario Vox Español-Latino (los alumnos de hoy piensan que ese diccionario sirve para traducir la letra de “La gozadera”) que nos salvó el culo muchas veces y que también incluye, a modo de bonus tracks, una lista de las diócesis del mundo mundial (nunca supimos muy bien por qué). También fue habitual adaptar los topónimos alemanes acabados en -au por la forma latinizante en -via: Friburgo de Brisgovia y nuestra querida Breslavia (en latín, Vratislavia), y cuidadín, que el cudernillo del Vox de 1980 sitúa Breslau entre las diocésis de... Alemania. Con los topónimos ingleses, puestos de moda por Catalina de Aragón y un Enrique VIII al que se le empezaba a ir la pinza, las castellanizaciones son radicales y de auténtica risa, prueba de que el inglés nunca se nos ha dado bien: Windsor se convierte en Vindisoro, Falmouth en Falamonte, Jane Seymour en Juana Semua y el ayatolá presbiteriano John Knox, nada menos que en Juan Quenoques (aunque algunas versiones en inglés de topónimos hispánicos también son de risa como Cape Horn por Cabo de Hornos y Key West por Cayo Hueso). Ante tal caos, el castellano empezó a importar formas intermedias acuñadas en francés, como Londres o Moscú, como un mal menor. Algunas castellanizaciones quedaron mejor y aún se usan, como Ana Bolena (de Ann Boleyn), Juan Calvino (de Jean Calvin) y Martín Lutero. Tomo estos datos de la famosa polémica entre Lapesa y Madariaga a mediandos de los 60. Y otra de las consecuencias de esta radical tendencia castellanizadora era su extensión a los antropónimos: como hemos visto en los ejemplos, se instauró la norma, no seguida por ninguna lengua europea de nuestro entorno, de traducir al castellano los nombres de pila de personajes extranjeros. Una norma que se ha mantenido durante siglos y que ha llegado hasta casi anteayer, hasta los años 60, cuando el casticista Madariaga se lamentaba de que John Kennedy no se hubiera adaptado como Juan Quenedio, que casi parece nombre de presentador o humorista. Todavía en los años 40 se hablaba de Adolfo Hitler y José Stalin. Sólo en los años 70 empieza a cambiar la tendencia, no sólo con nombres actuales sino con revisiones de nombres antiguos: el DRAE de 1970 aún hablaba de “Carlos Marx, Federico Engels y sus secuaces”, mientras que el DRAE de 1984 ya habla del “materialismo histórico de Karl Marx y Friedrich Engels”. Los niños del Baby Boom nos criamos leyendo a Julio Verne, mientras que los niños de hoy leen, si es que lo hacen, a Jules Verne, que mola más.
Hoy en día parece haber una política de mayor respeto hacia las formas originales extranjeras, a no ser que dispongamos en castellano de un “exónimo tradicional” plenamente en uso. Incluso el DPD y la Fundéu han claudicado en algunos casos y reconocen que es aceptable la forma alemana Bremen porque el tradicional Brema cayó en desuso, pero a la vez siguen prefiriendo Hesse y Dresde a Hessen y Dresden. La globalización de nuestros días también ha hecho proliferar formas intermedias inglesas (a veces latinizantes) que en ocasiones desplazan sin razón alguna a las tradicionales castellanas, como Bavaria en lugar de Baviera. También complica el asunto la tendencia anticolonialista de algunos países que ahora se llaman de otra manera aunque siguen siendo igual de pobres, como el antiguo Alto Volta convertido en Burkina Faso, Ceilán convertido en Sri Lanka, o Birmania convertido en Myanmar (ninguna fuente normativa se atreve a crear un gentilicio derivado de Burkina Faso, a ver quién es el guapo que lo hace: ¿burkinafasiense?). Por no hablar del pinyin revisionista chino donde Pekín pasa a ser Beijing. Además, hay que añadir el frente interno, ya que muchos topónimos gallegos, vascos, catalanes, valencianos y baleares han recuperado su forma autóctona, en ocasiones sancionada con votaciones parlamentarias, como Girona, Lleida y Ourense. El problema de todos estos cambios no sólo es la dualidad de formas del topónimo, sino la creación de dobletes entre el topónimo extranjero y el gentilicio tradicional castellano, que casi nunca se modifica: al igual que tenemos dobletes latinos/patrimoniales como pecho/pectoral y oreja/auricular, y algunos con topónimo y gentilicio latinizante eclesiástico, como Badajoz/pacense, Huielva/onubense, tenemos ahora dobletes como Bejing/pekinés, Sri Lanka/ceilandés o cingalés, Myanmar/birmano, Girona/gerundense, Lleida/leridano, que pueden ser útiles como preguntas para un concurso, pero que confunden, y mucho, al hispanohablante medio (cuando el Lleida estuvo en primera división, algunos madrileños me preguntaban si Lleida era un pueblo de la provincia de Lérida). Y no sólo al hispanohablante medio, sino también al camionero ruso o rumano que ha de llevar cucurbitáceas y malocotones de Almería al resto de Europa y que, con el caos que esto crea en los mapas de GPS, acaba perdiéndose en un pueblo de La Rioja o en Nueva Suabia, Antártida.
Por eso, pienso que esta tendencia reciente de volver a exónimos tradicionales que quedaron fuera de uso, como Breslavia y Leópolis, puede acrecentar esta ceremonia de la confusión, sobre todo si formas tan exóticas y viejunas vuelven a aparecer en los GPS.
Buen día, profesor Gómez. Mi nombre es Carlos. He intentado comunicarme por mail con usted en relación con alguno de sus libros, pero no he recibido respuesta; no sé si los correos a los que le escribí están en funcionamiento. Le escribo ahora por aquí porque he dado con este blog y veo que está vigente. Ojalá pueda responderme. Mi correo es irato808@hotmail.com
ResponderEliminarSaludos
Hola, Juan. Espero que estés muy bien tras tantos años sin contacto. Soy María Jesús Rodríguez Medina (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria); ¿me recuerdas? Estoy intentando localizarte para enviarte un libro y no hay manera. Incluso te he mandado un mensaje a FB. Por favor, hazme llegar un correo electrónico o alguna forma de poder localizarte. Un abrazo desde Canarias.
ResponderEliminarMaría Jesús
Hola María Jesús, cuánto tiempo. Mi correo electrónico es gomez-capuz@telefonica.net
EliminarDirección: C/Previsora, 22, bajo, 46017 Valencia
Juan