Juan Gómez Capuz
PROTAURINOS, ANIMALISTAS Y ANIMALADAS (A DESPROPÓSITO DE LA SEMANA TAURINA DE ALGEMESÍ).
Ayer se inició la Semana Taurina de Algemesí 2017. Unas fiestas locales que en los últimos años se han visto alteradas, como en otros lugares, por la dura pugna, por duelo a muerte en OK Corral, entre protaurinos y animalistas. Todo ello agravado por la presencia nada imparcial de reporteros de La Sexta que se dedicaban a echar más leña al fuego. Es habitual la llegada masiva de animalistas para protestar antes los festejos taurinos, pero parece que este año las cosas estarán más tranquilas. De hecho, según me comentan algunos nativos, los animalistas tenían previsto un plan B para no ser detectados antes de hora. Consistía en alquilar el crucero italiano que lleva el dibujo gigante de Piolín y desembarcar en Cullera bajo la “inofensiva” apariencia de turistas madrileños, para luego adentrarse al abrigo de la noche a través del Mareny, como si fueran el Vietcong. Pero el Ministerio del Interior se les ha adelantado y ha alquilado del crucero de Piolín para alojar a los heroicos polícias y guardiaciviles que van a Barcelona (funcionará como una curiosa mezcla de Caballo de Troya y Submarino Amarillo). La espinosa cuestión catalana también parece haber robado protagonismo a la Semana Taurina por otra vía: muchos de los animalistas antisistema que iban a liarla a Algemesí se han quedado en sus localidades de origen ante lo que se avecina del 1-O.
Esta lucha a muerte parece quedar siempre en tablas, porque Algemesí es un pueblo dividido al 50% entre cerriles protaurinos y ceporros animalistas. Y no se trata de una cuestión aislada. En el fondo, Algemesí es un pueblo que arrastra desde hace tiempo fuertes contradicciones internas, y quizá algún día tendrán que hacérselo mirar. Por ejemplo, destacan por ser una localidad muy nacionalista, en la línea pancatalanista, pero a la vez tienen un abierto ramalazo taurino y gitanero que en cualquier otro lugar de España se entendería como una clara deriva españolista. Cuando ves circular a 100 por hora a un coche por las estrechas calles del pueblo, enseguida percibes que llevan la música a toda virolla y siempre con canciones de Camarón, Camela, Lluís Llach o Pep Gimeno "Botifarra". Ya puestos, yo preferiría a El Fary y a Serrat. De la misma manera, presumen de ser una localidad de signo izquierdista y laico, pero a la vez dejan que aniden en el pueblo peligrosos fundamentalismos de signo católico e islámico. Además, tienen una extraña relación de amor-odio con Valencia capital: los más pudientes tienen un pisito en Valencia, pero siempre hablan mal de la capital. De hecho, muchas mujeres casaderas llegan a preferir como pareja a un morito del Raval antes que a un forastero de la capital que hable en castellano, aunque cuando oyes conversar a esas extrañas parejas, te das cuenta de que también hablan en castellano.
Cuando trabajaba allí, los nativos me urgían a que me decantara por un bando o por otro en el eterno debate taurinos versus animalistas. Con exquisita diplomacia, yo me declaraba siempre neutral. Pero ahora quiero salir del armario y hacer visible mi nuevo statu quo ante la cuestión: me declaro beligerante contra los dos bandos. Y siempre lo he sido. No siento la más mínima empatía o simpatía por ninguno de ellos. Es como si tuviera que decidir entre nacionales y republicanos, entre nazis y soviéticos o entre árabes e israelíes: para mí es un combate entre malos y malos.
Nunca me ha hecho gracia la fiesta taurina. Más allá de las cuestiones éticas sobre el sufrimiento del animal. Siempre he identificado los toros con la mentalidad cerrada de los pueblos de interior y con la ostentación de lujo de la derecha cinegética tan bien retratada por Berlanga, aunque todo lo que se expone en este artículo, relativo a los dos bandos, daría para una espléndida película alla maniera de Berlanga. Cuando pienso en los toros, veo una derecha rancia y casposa, de banderas gigantes del aguilucho, toreros que parecen Millán Astray y locutores mediáticos como Bertín Osborne, Carlos Herrera y Antonio Burgos, que parecen una de las múltiples encarnaciones del Eje del Mal.
Pero es que los animalistas también me han caído gordos siempre. No me refiero a los amantes de los animales, a los que recogen desvalidos cachorros de perros y gatos abandonados en las cunetas y los contenedores y los crían pacientemente a biberón en espera de que alguien los adopte y les dé una vida digna. En los últimos meses he visitado muchas páginas de este tipo, con el errático propósito de adoptar, y me ha conmovido el esfuerzo de estas personas. Cuando expreso mi fobia por los animalistas, me refiero a los que han secuestrado esos ideales y los han puesto al servicio de una ideología antissitema que pretende tomar los cielos por asalto. Muchos naturalistas profesionales como Álex Lachhein han rastreado los orígenes de este animalismo politizado, derivado en última instancia de Antonio Gramsci y la Escuela de Frankfurt con el propósito de cambiar de cuajo los referentes y las raíces culturales de la Europa Occidental. Es la última vuelta de tuerka al zoón politikón de Aristóteles. Es lo que se denomina marxismo cultural, que es peor aún que el económico, porque supone poner en lo alto de la pirámide social a todas las minorías y, en el caso caso extremo de esta tendencia, a los propios animales, como si quisieran llevar a la práctica Rebelión en la granja de Orwell. El ecopacifismo de los 70 fue la versión 1.0, mientras que el animalismo actual es la versión 2.0, muy diferente en las formas, porque uno de los aspectos que más me espantan de esta nueva ideología antisistema es que no hay ni rastro de pacifismo, sino que se conducen con una violencia inusitada contra toreros e incluso contra niños enfermos que no piensan como ellos. Prueba palmaria de que su verdadero interés no es defender a los animales sino alcanzar el poder como sea.
Pero hay otros detalles del nuevo “animalismo político” que también me parecen contradictorios. Mediante una metodología inductiva, a fuerza de leer noticias sobre sus actuaciones, he llegado a la conclusión de que los animalistas sienten una indisimulada simpatía (y yo diría incluso empatía) por los animales depredadores y agresivos, los que son estrictamente carnívoros (mientras que los animalistas suelen ser veganos, otra flagrante contradicción). Quizá porque los propósitos políticos de los animalistas son también agresivos. En el caso del hervíboro toro de lidia, está claro que ahí hay otros condicionantes, de signo antiespañolista y antitradicionalista. Pero si rastreamos la andanzas de los animalistas españoles, está claro que su animal totémico es el lobo. El lobo es para ellos el bueno de la película y del cuento, y los estragos que pueda hacer sobre los rebaños de los ganaderos o no importan o son una mera posverdad. Pero no estaría de más recordar que el lobo era también un animal totémico para los nazis, y en especial para Adolf Hitler, quien se hacía llamar en la intimidad Wolffie, que bautizó su cuartel de campaña como Wolfsschanze, “guarida del lobo” y que siempre mostró un especial afecto hacia Blondie, no la cantante sino su hembra de pastor alemán, es decir, un perro lobo. Hitler también era animalista y vegano, y promulgó las primeras leyes que protegían a los aninales, pero eso no le eximía de ser un monstruo genocida, porque lo cortés no quita lo valiente. Trataba mejor a los animales que a las personas, y parece que muchos animalistas actuales funcionan de la misma manera.
Esta lucha a muerte parece quedar siempre en tablas, porque Algemesí es un pueblo dividido al 50% entre cerriles protaurinos y ceporros animalistas. Y no se trata de una cuestión aislada. En el fondo, Algemesí es un pueblo que arrastra desde hace tiempo fuertes contradicciones internas, y quizá algún día tendrán que hacérselo mirar. Por ejemplo, destacan por ser una localidad muy nacionalista, en la línea pancatalanista, pero a la vez tienen un abierto ramalazo taurino y gitanero que en cualquier otro lugar de España se entendería como una clara deriva españolista. Cuando ves circular a 100 por hora a un coche por las estrechas calles del pueblo, enseguida percibes que llevan la música a toda virolla y siempre con canciones de Camarón, Camela, Lluís Llach o Pep Gimeno "Botifarra". Ya puestos, yo preferiría a El Fary y a Serrat. De la misma manera, presumen de ser una localidad de signo izquierdista y laico, pero a la vez dejan que aniden en el pueblo peligrosos fundamentalismos de signo católico e islámico. Además, tienen una extraña relación de amor-odio con Valencia capital: los más pudientes tienen un pisito en Valencia, pero siempre hablan mal de la capital. De hecho, muchas mujeres casaderas llegan a preferir como pareja a un morito del Raval antes que a un forastero de la capital que hable en castellano, aunque cuando oyes conversar a esas extrañas parejas, te das cuenta de que también hablan en castellano.
Cuando trabajaba allí, los nativos me urgían a que me decantara por un bando o por otro en el eterno debate taurinos versus animalistas. Con exquisita diplomacia, yo me declaraba siempre neutral. Pero ahora quiero salir del armario y hacer visible mi nuevo statu quo ante la cuestión: me declaro beligerante contra los dos bandos. Y siempre lo he sido. No siento la más mínima empatía o simpatía por ninguno de ellos. Es como si tuviera que decidir entre nacionales y republicanos, entre nazis y soviéticos o entre árabes e israelíes: para mí es un combate entre malos y malos.
Nunca me ha hecho gracia la fiesta taurina. Más allá de las cuestiones éticas sobre el sufrimiento del animal. Siempre he identificado los toros con la mentalidad cerrada de los pueblos de interior y con la ostentación de lujo de la derecha cinegética tan bien retratada por Berlanga, aunque todo lo que se expone en este artículo, relativo a los dos bandos, daría para una espléndida película alla maniera de Berlanga. Cuando pienso en los toros, veo una derecha rancia y casposa, de banderas gigantes del aguilucho, toreros que parecen Millán Astray y locutores mediáticos como Bertín Osborne, Carlos Herrera y Antonio Burgos, que parecen una de las múltiples encarnaciones del Eje del Mal.
Pero es que los animalistas también me han caído gordos siempre. No me refiero a los amantes de los animales, a los que recogen desvalidos cachorros de perros y gatos abandonados en las cunetas y los contenedores y los crían pacientemente a biberón en espera de que alguien los adopte y les dé una vida digna. En los últimos meses he visitado muchas páginas de este tipo, con el errático propósito de adoptar, y me ha conmovido el esfuerzo de estas personas. Cuando expreso mi fobia por los animalistas, me refiero a los que han secuestrado esos ideales y los han puesto al servicio de una ideología antissitema que pretende tomar los cielos por asalto. Muchos naturalistas profesionales como Álex Lachhein han rastreado los orígenes de este animalismo politizado, derivado en última instancia de Antonio Gramsci y la Escuela de Frankfurt con el propósito de cambiar de cuajo los referentes y las raíces culturales de la Europa Occidental. Es la última vuelta de tuerka al zoón politikón de Aristóteles. Es lo que se denomina marxismo cultural, que es peor aún que el económico, porque supone poner en lo alto de la pirámide social a todas las minorías y, en el caso caso extremo de esta tendencia, a los propios animales, como si quisieran llevar a la práctica Rebelión en la granja de Orwell. El ecopacifismo de los 70 fue la versión 1.0, mientras que el animalismo actual es la versión 2.0, muy diferente en las formas, porque uno de los aspectos que más me espantan de esta nueva ideología antisistema es que no hay ni rastro de pacifismo, sino que se conducen con una violencia inusitada contra toreros e incluso contra niños enfermos que no piensan como ellos. Prueba palmaria de que su verdadero interés no es defender a los animales sino alcanzar el poder como sea.
Pero hay otros detalles del nuevo “animalismo político” que también me parecen contradictorios. Mediante una metodología inductiva, a fuerza de leer noticias sobre sus actuaciones, he llegado a la conclusión de que los animalistas sienten una indisimulada simpatía (y yo diría incluso empatía) por los animales depredadores y agresivos, los que son estrictamente carnívoros (mientras que los animalistas suelen ser veganos, otra flagrante contradicción). Quizá porque los propósitos políticos de los animalistas son también agresivos. En el caso del hervíboro toro de lidia, está claro que ahí hay otros condicionantes, de signo antiespañolista y antitradicionalista. Pero si rastreamos la andanzas de los animalistas españoles, está claro que su animal totémico es el lobo. El lobo es para ellos el bueno de la película y del cuento, y los estragos que pueda hacer sobre los rebaños de los ganaderos o no importan o son una mera posverdad. Pero no estaría de más recordar que el lobo era también un animal totémico para los nazis, y en especial para Adolf Hitler, quien se hacía llamar en la intimidad Wolffie, que bautizó su cuartel de campaña como Wolfsschanze, “guarida del lobo” y que siempre mostró un especial afecto hacia Blondie, no la cantante sino su hembra de pastor alemán, es decir, un perro lobo. Hitler también era animalista y vegano, y promulgó las primeras leyes que protegían a los aninales, pero eso no le eximía de ser un monstruo genocida, porque lo cortés no quita lo valiente. Trataba mejor a los animales que a las personas, y parece que muchos animalistas actuales funcionan de la misma manera.
Hace un par de meses, se difundió la noticia de que los “cuidadores” de un zoológico chino habían alimentado a un par de tigres con un burro vivo, que no pudo zafarse del acoso mortal de los grandes felinos. Además, lo grabaron en vídeo. Muchos amantes de los animales se espantaron de las imágenes, pero los grupos animalistas oficiales no dijeron ni pío. Primero, porque no era cuestión de afearles la conducta a los chinos, aunque ellos son más de Corea del Norte. Y en segundo lugar, porque no sentían empatía por el herbívoro, al que sin duda consideran antirrevolucionario por aparecer en Platero y yo y por ser medio de locomoción de los turistas (otra de sus nuevas fobias) en muchos lugares de Andalucía. Si los verdugos del burro hubieran sido seres humanos, no habrían cesado sus movilizaciones hasta ahora. Para los animalistas, como si se hicieran reales las profecías de Rebelión en la Granja, unos animales son más iguales que otros.
En fin, espero que mis ex-compañeros, ex-alumnos y supongo que, a partir de ahora, ex-amigos de Algemesí, disfruten con tranquilidad de sus fiestas patronales.
P.D. En la eterna lucha entre el canario Piolín y el gato Silvestre, los animalistas tomarán partido sin dudar por el gato, porque es el depredador y el agresivo, como ellos. Así que cuando Piolín diga "me paresió ver un lindo animalista", es que está en serio peligro. Ayudémosle.